martes, 3 de marzo de 2020

La bala que mató a José Antonio Primo de Rivera. 4º ESO

LA RAZÓN HISTORIA
José María Zavala

Un funcionario de prisiones fue testigo de la muerte del líder de la Falange y la ha relatado.


José Antonio Primo de Rivera entró en la cárcel de Alicante el 5 de junio de 1936 / Foto: Jesús G. Feria


Un funcionario de prisiones fue testigo de la muerte del líder de la Falange y la ha relatado.

La madrugada del día 20 de noviembre de 1936, el veterano funcionario de prisiones Mariano Arroyo Tirado se despertó con gran sobresalto. A sus cincuenta y seis años de edad, y sobre todo en aquellos días tan convulsos para España, sumida en una sangrienta Guerra Civil, el guardia de la cárcel provincial de Alicante estaba ya por desgracia demasiado familiarizado con el estruendo que acababa de arrebatarle el sueño. Su fino oído fue capaz de distinguir entonces el sonido de los disparos del mosquetón Mauser Modelo Oviedo 1916 del de las bombas arrojadas por los aviones enemigos.
No en vano, Alicante sufriría a lo largo de la fratricida contienda nada menos que 76 bombardeos, con 461 muertos y 790 heridos, que afectarían seriamente a la estructura de 740 edificios; por no hablar de los centenares de víctimas asesinadas en aquella retaguardia republicana bajo el fuego atroz e implacable de los temibles mosquetones.

«Yo vivía en torno a la prisión, a unos cien pasos, y sospeché que los rojos habían asesinado a José Antonio», consignó Mariano Arroyo en su diario inédito sin fechar y rubricado de su puño y letra; una docena de cuartillas mecanografiadas de gran valor que conservaba a su muerte, en su copioso e inexplorado archivo personal, el abogado alicantino Manuel Torregrosa, cuyo hijo Fernando tuvo la gentileza de ponerlo a mi entera disposición tras devorar mi libro «Las últimas horas de José Antonio».
Mariano Arroyo fue uno de los que acabaron acorralando al miliciano Manuel Beltrán ante la Justicia, tras proclamar el 29 de marzo de 1940: «El día en que fue fusilado José Antonio, yo estaba franco de servicio, sabiendo que Manuel Beltrán Saavedra, según oí decir, formó parte del pelotón que lo ejecutó, de cuyo hecho se vanagloriaba públicamente, incluso en los bares de la capital».
Confesor del falangista
El testigo involucró también a Manuel Beltrán en la saca de presos efectuada en el Reformatorio de Adultos, nueve días después de la ejecución de José Antonio, que costó la vida, entre otros infelices, al confesor del líder de Falange Española, el sacerdote José Planelles Marco: «Manuel Beltrán –manifestó Arroyo–, el día 29 de noviembre de 1936, fue uno de los milicianos que armados de fusil sacaron de la cárcel a veintiséis personas derechistas, conduciéndolas al cementerio a donde marchó dicho individuo, creyendo firmemente que intervino en su fusilamiento. Este hecho lo conozco porque el día antes citado, como guardián de prisiones que era, me encontraba de servicio, viendo a este individuo, como anteriormente dejé expuesto, sacar a las personas de sus celdas con arreglo a la lista que leía otro individuo que les acompañaba».
Y ahora él quiso confirmar por sí mismo su temible corazonada; es decir, si aquellos disparos que interrumpieron de súbito su necesario descanso iban dirigidos o no contra el líder de Falange Española, el abogado José Antonio Primo de Rivera y Sáenz de Heredia. «Me vestí apresuradamente y marché a la cárcel», evocaba Arroyo.
¿Pero qué fue lo que contempló allí este testigo ocular? Algo tan terrible, que permaneció almacenado ya para siempre en la caja registradora de su cerebro como la peor pesadilla de su dilatada experiencia carcelaria: «Marché al patio de la Enfermería –proseguía el oficial de prisiones– y vi en él, al fondo de derecha a izquierda, dos grandes charcos de sangre. Sospeché que al llegar la noche, las ratas devorarían la sangre que había derramada en el suelo. Marché a la cocina y me entrevisté con el ranchero Francisco Segura, falangista de Orihuela, al que mandé me esperase con una espuerta en el patio de la Enfermería; yo me fui al rastrillo y cogí un legón que allí había con otras herramientas de jardinería, y con el azadón regresé al patio en donde ya me esperaba con la espuerta el ranchero Segura. Le indiqué que hiciese un montón de tierra y arrojase unas espuertas encima de los dos charcos de sangre y mezclase ésta con la tierra. Antes de empezar Segura a hacer este trabajo, me fijé que por encima de la sangre de José Antonio había una bala; la cogí y me la guardé en el bolsillo del pantalón, envuelta en un pañuelo. Esta bala, después de la liberación, se la entregué al camarada Antonio Maciá, delegado de Investigación e Información de Falange».
¿Aludía acaso el funcionario de prisiones a una de las balas que salieron del cargador de la pistola de Guillermo Toscano Rodríguez, el miliciano que descerrajó varios «tiros de gracia» a José Antonio?

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