Óscar Martínez
Cada generación cuenta con su nueva traducción de los clásicos para que ocupen un lugar en la cadena de transmisión cultural.
Ilustración de John Flaxman (1755–1826) de la muerte de los pretendientes de Penélope a manos de Odiseo (en latín, Ulises). CULTURE CLUB (GETTY)
En Sodoma y Gomorra (cuarto volumen de En busca del tiempo perdido), la abuela de Proust declaraba su rechazo a una Odisea en la que los nombres de los dioses no aparecieran en su forma latina en vez de la correspondiente griega. Hoy día una traducción de las obras de Homero en la que figurara Minerva en lugar de su homóloga griega Atenea haría que la mirásemos con recelo, pero para la abuela de Proust ese era el rasgo que la reconfortaba frente a modernos traslados que apostaban por emplear la versión griega de los nombres de los dioses: audacias de los nuevos tiempos y de unas traducciones que no le proporcionaban la confianza de aquella cuya lectura la acompañaba desde siempre, porque cada generación cuenta con su propia traducción de los clásicos.
El hecho traductor es tan antiguo como las ruinas de Babel, pero la traducción artística nació en Roma allá por el siglo III a. C. de manos de un prisionero de guerra llamado Andrónico procedente de las ciudades griegas del sur de Italia. Convertido en liberto con el nombre de Livio, Andrónico puso en latín los versos de la Odisea, cuyos primeros compases sonaban así: “Virum mihi, Camena, insece versutum” (“Dime de aquel varón suave Musa”, según la Ulyxea del siglo XVI debida al secretario de Felipe II, Gonzalo Pérez; o “Háblame, Musa, del hombre de múltiples tretas”, en la versión de Carlos García Gual).
Con la Odisea de Livio Andrónico comenzó no solo la historia de la traducción artística, sino también de la épica latina, que tuvo su cumbre en otro gran clásico de la literatura universal: la Eneida de Virgilio, que bebía en la forma y en el fondo de la Iliada y la Odisea homéricas. Gracias a Virgilio, el prestigio del viejo Homero llegó intacto al Renacimiento, pero no así su obra, que a duras penas podía ser reconocida a través de las narraciones sobre Troya que atravesaron el medievo. Dante podía ensalzar a Beatriz mediante el verso homérico “No parecía hija de un hombre mortal, sino de Dios” y presentar a Homero como “poeta soberano” en el primer círculo infernal de su Divina comedia, pero no podía leer ni en original ni en traducción la obra del aedo ciego. La misión de devolver los poemas de Homero a la cultura europea fue asumida por Petrarca y Boccaccio, quienes tras conseguir una copia manuscrita de los poemas se pusieron en contacto con Leoncio Pilato, un monje calabrés que se hacía pasar por griego. A él se debe la prima traslatio europea —al latín— de la Iliada y la Odisea. Aunque conscientes de las deficiencias de la versión del impostor calabrés, Petrarca y Boccaccio se arrogaron el redescubrimiento del verdadero Homero, y durante todo el Quattrocento la traducción al latín de sus dos obras se convirtió en objetivo del humanismo. Ello supuso el despegue de las aladas palabras homéricas a las diversas lenguas nacionales, convirtiéndose en una presencia constante en sus literaturas.
Cada traducción se inscribe necesariamente en un tiempo histórico concreto y pone de manifiesto el papel que un determinado clásico puede desempeñar en la cultura que lo recibe. Como la naturaleza oral de la poesía de Homero conllevaba la repetición de largas tiradas de versos o el empleo de epítetos fijos en lugares determinados, estas características fueron sentidas como flagrantes fallos de estilo en un periodo, el neoclásico, que se mostraba férreamente estricto en los aspectos formales. A ello se sumaban las particularidades del universo homérico, que contemplaba situaciones inaceptables para el guion cultural de la época: que un rey troceara con sus propias manos animales de corral o que los compañeros de Odiseo, héroes de Troya, fueran transformados en cerdos por la maga Circe convertían a Homero en un autor literario sin goût ni delicatesse, por lo que los traductores se sentían autorizados a embellecer sus traslados. Este fenómeno, conocido en Francia como el de les belles infidèles, presidió la mayoría de las versiones homéricas entre los siglos XVII y XIX. En España, Antonio de Gironella sembró su Odisea (1851) con notas como esta en la que justifica la traducción de “lechón” en lugar de “cerdo” en el episodio de Circe: “He procurado poner el nombre menos repugnante del animal escogido por Homero. ¿Por qué no tomaría el ciervo, la ardilla u otro de tantos seres agraciados de la naturaleza, sin ir a buscar el más inmundo?”. “Sagrada basura, aunque cocinada por Homero”, llegó a escribir el conde de Roscommon en un ensayo sobre la traducción.
Las lenguas clásicas deben ser rescatadas si no queremos convertirnos en un país de grandes traductores de traductores de Homero
Todo lo contrario va a ocurrir en el siglo del Ulises de Joyce, el siglo en el que Machado declaraba en sus Proverbios y cantares que en su infancia soñaba con los héroes de la Iliada, y Baroja modelaba sobre la escena de despedida entre Héctor y Andrómaca (canto VI de la Iliada) la despedida entre Catalina y el aventurero Zalacaín. En el siglo XX tanto el universo heroico de Homero como su lenguaje expresivo tenían cabida en un mundo que se rebelaba contra lo estático y aspiraba a renovar el lenguaje emergiendo sobre las ruinas del lenguaje anterior. De esa pulsión surgieron en España las versiones en prosa de Luis Segalá, que rompía con las traducciones del XIX y se caracterizaba por su lenguaje inusual y un acento modernista (“cornígero”, “longividente”, “tornátiles”, “solípedos”…). El hecho de que estuviera en prosa ya marcaba distancias con toda la tradición anterior.
¿Prosa o verso? Antes del siglo XX no existía tal cuestión: la Iliada de Hermosilla o la Odisea de Baraibar estaban traducidas en endecasílabos. Pero a partir de la pasada centuria, la traducción de los poemas de Homero (poesía, sí, pero narrativa) ha gozado en todas las lenguas de múltiples posibilidades de plasmación: el empleo de prosa rítmica o de versos creados que remedan la versificación original, el uso de metros consagrados por la tradición, prosa que respeta la disposición en verso del original, y así hasta conformar esa “galería internacional de obras en prosa y verso” que, gracias a su “oportuno desconocimiento del griego” eran para Borges las versiones homéricas.
Cada época cuenta, o debería contar, con su traducción de los clásicos, pues es a través de las traducciones como los lectores ocupamos el puesto que nos corresponde en la cadena de transmisión del humanismo que estos contienen. Otros países de cultura así lo entienden: es de envidiar que en lengua inglesa haya aparecido una decena de traducciones de la Odisea en las dos últimas décadas, siendo Emily Wilson la última en prestar la voz de nuestro tiempo al poeta que puso los cimientos de la literatura occidental. Pero para que en nuestro país se produzca la renovación de estos motores del humanismo y del pensamiento es necesario que las lenguas clásicas sean rescatadas del ostracismo, si no queremos convertirnos en un país de excelentes traductores de los traductores de Homero.
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