Xavier Colás
Una imagen de la batalla de Stalingrado de noviembre de 1942. SOVFOTO/UIG/GETTY IMAGES
El 2 de febrero se cumplen 75 años del fin de la batalla de Stalingrado y el historiador Jochen Hellbeck reconstruye el espanto de aquellos cinco meses de fuego
«Cuando cierro los ojos puedo ver el Volga en llamas por el petróleo derramado ardiendo». Hasta que no se hayan muerto todos los que vivieron el horror de Stalingrado, la victoria en esa batalla, de la que el próximo día 2 se cumplen 75 años, será mucho más que una lección de historia para los rusos. La niña Valentina Savelieva se alimentó de barro, escondida como un ratón en agujeros que su familia hacía en el suelo. En esa lluvia de fuego y acero perdió a su padre. En total murieron dos millones de personas entre soldados de ambos bandos y civiles soviéticos. La batalla de Stalingrado es considerada la más sangrienta y supuso para los alemanes la derrota militar más importante hasta el momento.
La letra pequeña de esa herida del siglo XX resulta difícil de resumir en forma de cifras y balances estratégicos. Jochen Hellbeck, historiador alemán que da clase en la Rutgers University de Nueva Jersey, encontró hace unos años en Moscú un fajo de documentos que contenían -entre otras cosas- testimonios de 215 testigos presenciales de la batalla: vecinos, enfermeras, soldados y partisanos. Sus historias habían sido recabadas sobre el terreno por un grupo de historiadores coordinados por Isaak Mints. Llevaban años documentando la guerra civil rusa pero la invasión nazi hizo que reorientasen su misión. Se lanzaron con tal arrojo que llegaron a la batalla de Stalingrado en diciembre de 1942, cuando todavía quedaba más de un mes para que acabase. Volvieron a visitar el lugar poco después de la rendición de los últimos soldados del general alemán Friedrich Paulus el 2 de febrero de 1943. El resultado de su trabajo es un relato en caliente que dibuja unos soviéticos muy ideologizados, comprometidos con la aniquilación del fascismo, y también cargados de un inevitable odio hacia quien intenta destruir su país.
Hellbeck ha plasmado estos testimonios en Stalingrado: La ciudad que derrotó al Tercer Reich, que Galaxia Gutenberg publica el 14 de febrero y que reconstruye minuciosamente, a través de los recuerdos de los oficiales soviéticos, escenas como la fría rendición de unos mandos nazis con barba de varios días y la mirada nublada por el desánimo.
El pulso por la ciudad fue algo personal entre Hitler y Stalin, «aunque creo que tenía todavía más importancia para los alemanes», explica Hellbeck desde Nueva Jersey. Stalingrado tenía una importante industria militar con las fábricas de tractores Octubre Rojo y de cañones Barricady, y poseía un nudo ferroviario crucial de la línea que unía Moscú, el mar Negro y el Cáucaso.
Aquel verano de 1942 las sirenas de los ataques aéreos sonaban a diario. Stalin ya había emitido su famosa Orden 227: «Ni un paso atrás». Una joven escribía en su diario el 4 de septiembre: «Llevamos dos semanas siendo bombardeados a diario. Ya no queda nada en pie que se pueda bombardear».
En un primer momento no se permitió a los civiles abandonar la ciudad, para así alentar a las fuerzas soviéticas con la presencia de sus familiares. Entre el atroz bombardeo del 23 de agosto y los de las dos semanas que le siguieron murieron bajo las bombas de los Heinkel 111 y los Junkers 88 unos 40.000 de los más de 600.000 habitantes de la ciudad. Ese día la secretaria local Claudia Denisova miró al cielo y lo vio «cubierto de aviones». Al día siguiente el industrial Ivan Zimenkov contempló cómo «repartían en el parque armas entre los obreros, y de ahí iban al frente».
El 13 de septiembre, los alemanes entraron en Stalingrado. Parte de la ciudad fue ocupada y se decretó la aniquilación de comunistas y judíos, se ocuparon viviendas y en otros casos las quemaron con la gente dentro. Una funcionaria municipal recordaría siempre volver a su barrio tras la liberación de la ciudad y encontrar a una población en shock: «Entre las minas había gente que había perdido la memoria, otros que temían el sonido de su propia voz».
«Los soviéticos poseían un ejército más unido en torno a una ideología: el amor por la patria y el odio por los invasores», explica Hellbeck. Las historias de la crueldad nazi se propagaron por todo el país y aumentaron la determinación de los rusos por la lucha. Vasili Zaitsev, el francotirador que mató a 242 soldados alemanes, contó a los historiadores que había podido luchar hasta la extenuación impulsado por las escalofriantes imágenes que había presenciado: «Soldados alemanes arrastrando a una mujer para violarla, chicas jóvenes y niños ahorcados de los árboles...».
Los soldados nazis no tenían una narrativa a esa altura, y además se toparon con el invierno ruso, para el que no estaban preparados. De hecho, cuando se rindieron, una de las primeras cosas que preguntarían a los mandos soviéticos que los pusieron bajo custodia fue cuándo iba a acabarse ese endemoniado frío. Los miembros congelados se gangrenan enseguida y las manos y piernas amputadas aquella Navidad por los cirujanos aparecían amontonadas en la nieve. Para sobrevivir se podía robar la ropa a los muertos, pero tenía que ser antes de que se congelase y quedase unida al cuerpo como una masa deforme. Los soldados serraban las piernas de los cadáveres de sus enemigos para calentarlas luego y poder arrancarles las botas.
Se luchó calle a calle. Un soldado recordaba cómo estaban en el segundo piso de un edificio con el enemigo atacando desde el primero, «en el piso de arriba luchaban los nuestros pero la última planta estaba en manos de los otros». La Luftwaffe redujo parte de la ciudad a escombros. Los tanques y la artillería no son de gran utilidad en una ciudad molida. Los alemanes lo llamaron Rattenkrieg, «guerra de ratas».
A partir de noviembre de 1942 una contraofensiva soviética embolsó a los hombres del general Paulus, que se rendiría con la mayoría de los suyos el 31 de enero, refugiado en los almacenes Univermag del centro de la ciudad.
El general rojo Konstantin Abramov se encargó de las formalidades: «Paulus estaba sin afeitar pero con sus condecoraciones, dijo que se rendía porque no les quedaba munición ni alimentos. Le dimos comida pero la rechazó y después no quiso beber con nosotros porque tenía el estómago vacío; añadió que no estaban 'acostumbrados a beber vodka como los rusos', pero al final se tomó dos vasos... dijo que a nuestra salud».
Hoy, en las afueras, a modo de recuerdo de las altas exigencias de aquella victoria, dos cementerios velan una memoria del brutal choque del siglo XX: 60.000 soldados alemanes en uno, 20.000 soviéticos en el otro. Los cadáveres desperdigados siguen apareciendo: 700 el año pasado. La ciudad, que hoy se llama Volgogrado, no necesita de momento volver a su viejo nombre para recordar una batalla que dejó agitado el subsuelo.
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