César Cervera
- Con sus luces y sus sombras, el extremeño fue una figura inesperada y de gran inteligencia política, que aprovechó en beneficio español el odio creciente entre las tribus locales hacia la dominación azteca.
Tan solo los habitantes de un barrio de Tenochtitlán –la imponente capital de los aztecas– se habrían bastado para aplastar a Hernán Cortés y a sus 500 hombres cuando acudieron al encuentro del emperador Moctezuma el 8 de noviembre de 1519. ¿Cómo derrumbó un grupo de barbudos hambrientos al imperio más violento que había conocido América? ¿Cuál era el secreto del capitán extremeño? Cortés, un hidalgo empobrecido de Medellín, se dio cuenta pronto de que podía usar en beneficio español el odio de los pueblos dominados por los aztecas. Su avance hacia la capital azteca se convirtió en una búsqueda de tesoros y, al mismo tiempo, en una revolución tribal contra el poder establecido.
Lejos de la imagen pretendida por la Leyenda Negra, Cortés exhibió una enorme inteligencia política y un impresionante verbo durante su conquista. Moctezuma quedó encandilado por la figura del español en una mezcla de síndrome de Estocolmo y de extraña amistad hacia el hombre que pretendía derribar su imperio. Aquello le costaría caro…
Al encuentro del Emperador
En medio de un tumulto de profecías que advertían al emperador Moctezuma II de la llegada de «hombres blancos y barbudos procedentes de Oriente» con la intención de conquistar el imperio azteca, los malos augurios se materializaron con el desembarco de Hernán Cortés, 518 infantes, 16 jinetes y 13 arcabuceros en la costa mejicana en 1519. El conquistador extremeño, tras varios meses de batallas contra tribus menores en su camino hacia la capital azteca, tomó una decisión radical, destruir las naves: o ricos, o no volverían a Cuba.
Desde el principio de la expedición, un grupo de los españoles –los llamados velazqueños por su lealtad al gobernador de Cuba Diego de Velázquez– defendía regresar cuanto antes y no internarse más en una tierra que se consideraba dominada por el imperio más poderoso y grande de Norteamérica. «Propuso Cortés ir a México. Y para que le siguiesen todos, aunque no quisiesen, acordó quebrar los navíos, cosa recia y peligrosa y de gran pérdida», narra el cronista López de Gómara sobre la decisión de Cortés.
El 8 de noviembre de 1519 iniciaron el viaje definitivo hacia Tenochtitlán los 400 españoles supervivientes, acompañados de 15 caballos y siete cañones, que pasarían a la historia como los principales responsables del derrumbe del estado mexica.
A simple vista, podría pensarse que Cortés se creía un moderno Leónidas –el rey espartano que frenó por unos días al imperio persa en las Termópilas acompañado de solo 300 hombres– y que tenía planeado, como el historiador mexicano Carlos Pereira describió sobre el aspecto de la expedición, «inmolarse voluntariamente al espantoso Huichilobos» (la principal deidad de los mexicas). Pero las apariencias suelen engañar, el extremeño no estaba improvisando: conocía muy bien sus ventajas y había tomado nota de las debilidades de su gigantesco enemigo.
El imperio azteca era la formación política más poderosa del continente que, según las estimaciones, estaba poblada por 15 millones de almas y controlado desde la ciudad-estado de Tenochtitlan, que floreció en el siglo XIV. Usando la superioridad militar de sus guerreros, los aztecas y sus aliados establecieron un sistema de dominio a través del pago de tributos sobre numerosos pueblos, especialmente en el centro de México, la región de Guerrero y la costa del golfo de México, así como algunas zonas de Oaxaca.
Los sacrificios humanos masivos eran un mecanismo clave en el sistema azteca. Cada año entre 20.000 y 30.000 personas, capturados entre las tribus vecinas, eran inmoladas en estas ceremonias. Cientos de tribus celebraron con júbilo la desaparición de aquella máquina de matar que, define María Elvira Roca Barea, como «un totalitarismo sangriento fundado en los sacrificios humanos». Como señala la historiadora australiana Inga Clendinnen, lamentar la caída del imperio azteca es como sentir pesar por la derrota nazi en la Segunda Guerra Mundial.
Hernán Cortés aprovechó en beneficio español este odio extendido. En su camino hacia Tenochtitlán, los conquistadores lograron el apoyo de los nativos totonacas de la ciudad de Cempoala, que de este modo se liberaban de la opresión azteca. Tras imponerse militarmente a otro pueblo nativo, los tlaxcaltecas, los españoles lograron incorporar a sus tropas también a miles de guerreros de esta etnia.
Los planes españoles
El plan de Cortés para vencer a un ejército que le superaba desproporcionadamente en número, por tanto, se cimentó en incorporar a sus huestes soldados locales. Junto a los 400 españoles, formaban 1.300 guerreros y 1.000 porteadores indios, que se abrieron camino a la fuerza hasta la capital. Además del odio común contra el terror sembrado por los aztecas, el conquistador extremeño percibió otro síntoma de debilidad en el sistema imperial y lo explotó hasta sus últimas consecuencias. Moctezuma II –considerado un gran monarca debido a su reforma de la administración central y del sistema tributario– se dejó seducir, como las serpientes, por Hernán Cortés y fue claudicando ante sus palabras, en muchos casos con veladas amenazas, hasta terminar cautivo en su propio palacio.
La figura del extremeño ha sido demonizada posteriormente por este doble juego político con el cándido emperador, pero cabe recordar, así lo hacen las crónicas de Bernal Díaz del Castillo y de López de Gómara, la difícil situación en la que se encontraban los hispánicos. Estaban en una exagerada inferioridad numérica, lejos de cualquier base donde refugiarse y tratando con un pueblo que seguía practicando los sacrificios humanos.
A pesar del malestar creciente por las acciones de los conquistadores españoles, Moctezuma dirigió a petición de Cortés un discurso conciliador frente a su pueblo donde se reconoció como vasallo de Carlos I y pidió rendir obediencia a los extranjeros. No en vano, cuando los invasores planeaban su salida de la ciudad llegó la noticia de que el gobernador Diego Velázquez, desconociendo que Carlos I había dado su beneplácito personal a la empresa, confiscó en la isla de Cuba los bienes del extremeño y organizó un ejército que constaba de 19 embarcaciones, 1.400 hombres, 80 caballos, y veinte piezas de artillería con la misión de capturar a Cortés. El caudillo español se vio obligado a salir de la ciudad, junto a 80 hombres, para enfrentarse al grupo enviado por Velázquez.
Tras un ataque sorpresa, Cortés se impuso a sus compatriotas, que también le superaban en número, y pudo regresar meses después con algunos refuerzos a Tenochtitlán, donde encontró una ciudad sublevada contra los españoles. Y es que ante los rumores de conspiración los lugartenientes de Cortés habían ordenado la muerte de algunos notables aztecas que les parecieron sospechosos. Durante unos días, los europeos intentaron utilizar a Moctezuma para calmar los ánimos, pero fue en vano.
Díaz del Castillo relata que Moctezuma subió a uno de los muros del palacio para hablar con su gente y tranquilizarlos; sin embargo, la multitud enardecida comenzó a arrojar piedras, una de las cuales hirió al líder azteca de gravedad durante su discurso. El emperador falleció tres días después a causa de la herida e, invocando la amistad que había entablado con Cortés, le pidió que favoreciese a su hijo de nombre Chimalpopoca tras su muerte.
En la llamada Noche Triste, el 30 de junio de 1520, Cortés y sus hombres se vieron obligados a huir desordenadamente de la ciudad, acosados por los aztecas, que les provocaron centenares de bajas. No obstante, pocos días después se libró la batalla de Otumba, donde los españoles dieron cuenta de la superioridad militar de las técnicas europeas.
«Ellos no traen armas ni las conocen»
Si hay que señalar cuáles fueron las principales causas del éxito de la empresa de Cortés, a su capacidad de aprovechar las divisiones entre los pueblos de la región y de explotar el carácter dubitativo de Moctezuma hay que añadir la gran impresión que causaron las armas y las tácticas europeas sobre los aztecas. «Ellos no traen armas ni las conocen, porque les mostré espadas y las tomaban por el filo, y se cortaban con ignorancia. No tienen algún hierro», escribió Cristóbal Colón sobre los nativos que encontró en su primer viaje.
Tampoco los habitantes de la región mexicana conocían el hierro y, además, sus armas estaban adaptadas a una forma de hacer la guerra que se mostró contraproducente en la lucha contra los europeos. Como en sus guerras tribales, los aztecas buscaron inmovilizar o herir, sin matar, a los españoles con armas fabricadas con huesos o de madera tratada para posteriormente trasladarlos a sus ciudades, donde celebraban con los capturados sacrificios humanos en honor a los dioses o los esclavizaban.
La forma de hacer la guerra en Occidente –matar en vez de apresar– y sus avances tecnológicos –el hierro (en su máxima forma, el acero), la pólvora y el uso de caballos– suplieron la clara desventaja numérica de los españoles y sus aliados. En la batalla de Otumba, Hernán Cortés, 400 supervivientes de la huida de Tenochtitlán y 1.000 de aliados de Tlaxacala se impusieron a 100.000 soldados aztecas seleccionados de entre su élite militar. Los historiadores militares destacan dos claves de la victoria hispánica: la actuación de la caballería ligera dirigida por Cortés, empleando tácticas desconocidas por los mexicas; y que la muerte de un general se consideraba el fin del combate en Mesoamérica.
Según la narración del cronista Díaz del Castillo, tras invocar a Santiago los jinetes españoles se abrieron paso entre sus contrincantes y Cortés derribó a Matlatzincatzin, el líder militar azteca, y el capitán Salamanca lo mató con su lanza, apoderándose del tocado de plumas y el estandarte de guerra de los mexicas. El ejército mexica rompió filas al no tener un mando y comenzó la retirada. Tras la contienda, el extremeño preparó su regreso a Tenochtitlán y a finales de abril de 1521 comenzó el asedio final a la capital, donde fueron determinantes los cañones de pólvora para someter a una ciudad de más de 100.000 habitante.
Sobre el uso de la pólvora, antes de su primera visita a la capital azteca, Cortés ordenó una demostración del funcionamiento de los arcabuces frente a los emisarios de Moctezuma para que dieran fe del potencial de las armas europeas. Lo cual extendió el miedo entre la población, a quienes el simple estruendo de los arcabuces les causaba espanto. Aun así, como prueba de que su impacto fue más psicológico que tangible, los cañones y arcabuces de los soldados españoles de nada sirvieron en la Noche Triste –la mayor derrota de la Monarquía hispánica en sus primeros 50 años de conquista– ni fueron claves en la batalla de Otumba.
A raíz del asedio final de Tenochtitlán, el desgaste provocado entre los sitiados por las enfermedades llegadas del Viejo Mundo supuso el golpe de gracia para los restos de la estructura imperial. Ciertas enfermedades epidémicas desconocidas hasta entonces en el continente americano, la viruela, el sarampión, las fiebres tifoideas, el tifus y la gripe, diezmaron a la población y abrieron la puerta a la conquista de toda Mesoamérica.
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