Guillermo Altares
- La polémica sobre la política de apaciguamiento de los años previos a la II Guerra Mundial llega hasta hoy. ¿Cómo enfrentarse a fuerzas antidemocráticas sin empeorar las cosas?
Chamberlain muestra en Londres el Pacto de Múnich tras la firma. GETTY
Todavía no sabemos si la Conferencia de Múnich fue un ejemplo de humillante cobardía diplomática o un desastre de relaciones públicas de Reino Unido y Francia, que nunca han sabido explicar lo que realmente ocurrió el 30 de septiembre de 1938. Al término de aquel encuentro, París y Londres permitieron a Hitler quedarse con una parte del territorio de Checoslovaquia, aunque el Gobierno de Praga ni siquiera estaba invitado a la cumbre. La incorporación de los Sudetes, una región checa que contaba con una importante población de habla alemana, fue el segundo paso del proyecto nazi para hacerse con el control de Europa tras la anexión de Austria (el Anschluss), en marzo de ese mismo año.
Para algunos historiadores, aceptar el chantaje de Hitler fue un error enorme, que envalentonó al dictador alemán y ni siquiera evitó el estallido de la II Guerra Mundial, justo un año más tarde, porque nada iba a frenar sus ambiciones. Para otros expertos fue un hábil movimiento político que permitió a los británicos ganar tiempo, ya que su Ejército no hubiese resistido entonces una ofensiva alemana y, en cambio, un año más tarde sí.
Resulta interesante que dos novelas de éxito reciente, El orden del día(Tusquets), del francés Éric Vuillard, y Munich, del británico Robert Harris(todavía no traducida), traten este momento de la historia europea. También ha alcanzado cierta notoriedad un ensayo del periodista francés Gilbert Grellet, Un verano imperdonable (Escolar y Mayo), sobre la indiferencia de las democracias europeas tras el golpe de Estado fascista con el que estalló la Guerra Civil. El subtítulo de este interesante libro lo dice todo: "1936: la guerra de España y escándalo de la no intervención". Lo que entonces se llamó política de apaciguamiento hacia Hitler cobra un nuevo sentido en la actualidad, porque también ahora crecen fuerzas antidemocráticas.
Es cierto que ahora no existe un tirano que juegue con la bola del mundo y quiera que una raza superior someta al continente a la esclavitud, ni que planifique la exterminación de todo un pueblo. Afortunadamente no hay nadie comparable a Hitler o Stalin. El régimen norcoreano es tan terrorífico como los anteriores, pero su alcance territorial es limitado. El islamismo violento, en cambio, actúa en medio mundo desde bases remotas y su objetivo es destruir las democracias occidentales.
La situación actual es indudablemente diferente de la de septiembre de 1938, con una Europa unida formada por democracias, que no se enfrentan a la amenaza a los grandes totalitarismos del siglo XX. Pero los ecos de los años treinta son evidentes: la subida de la ultraderecha en demasiados lugares, Gobiernos de países como Hungría o Polonia que están forzando los límites del Estado de derecho hasta diluirlos o el constante aumento del antisemitismo. Resulta imposible no sentir un escalofrío ante crímenes como el asesinato en Francia de una anciana, superviviente del Holocausto, por el hecho de ser judía, como también escuchar los discursos del recién reelegido primer ministro húngaro, Viktor Orbán, contra Georges Soros, teñidos de un lenguaje de conspiraciones mundiales que hemos escuchado demasiadas veces en el pasado.
Tampoco deberíamos olvidar que la Rusia de Putin ha demostrado con la anexión de Crimea y la guerra de Ucrania sus ambiciones territoriales, que se ciernen como una amenaza sobre sus antiguos satélites, y ha dejado muy claras sus intenciones de enfangar todos los procesos democráticos que pueda, para debilitar a sus adversarios. Y no podemos ignorar que un tirano como Kim Jong-un posee armas nucleares y que un sátrapa capaz de usar gases tóxicos contra la población civil, como Bachar el Asad, acusado de nuevo de un ataque químicoeste fin de semana, está a punto de ganar una guerra en Siria en la que ha demostrado una crueldad sin límites ante la indiferencia mundial (o incluso peor, las promesas de intervenir que nunca se cumplieron pese a que se cruzaron todas las líneas rojas).
"Los ecos de los años treinta son evidentes", explicaba Robert Harris en una entrevista con la BBC. Este escritor es un fino analista de la actualidad a través de la historia, sobre todo con su serie de novelas sobre la antigua Roma, la trilogía de Cicerón (DeBolsillo), Imperium, Conspirador y Dictador . Su tesis es que el primer ministro británico Neville Chamberlain no fue un timorato, sino que "sacrificó su reputación por un interés superior". En 1938, Reino Unido no estaba preparado para la guerra. Harris, un antiguo periodista de investigación que se documenta a fondo, explica por ejemplo que entonces sólo tenía 20 aviones Spitfire realmente operativos, con lo que hubiesen sido aplastados por los nazis. La batalla de Inglaterra no hubiese sucedido. También carecía de suficientes radares pero, sobre todo, "de sentido de la unidad ante los nazis en el pueblo británico". Chamberlain sabía que, sin estos elementos, no tenía ninguna oportunidad.
El libro de Vuillard, con el que ganó el Premio Goncourt, es una extraordinaria investigación histórica, pero sus conclusiones son muy diferentes. Describe un Ejército alemán en un estado bastante calamitoso como "una amalgama de metal, chapa vacía" y relata un atasco gigante de los tanques que habían entrado en Austria. Para Vuillard, Francia y Reino Unido vendieron Checoslovaquia "a precio de saldo, como si las ambiciones de Hitler pudieran detenerse".
¿Cómo pueden enfrentarse las democracias a lo intolerable?
Estos libros no servirán para frenar la polémica en torno al apaciguamiento porque seguramente no exista una solución: cada momento histórico es diferente, cada situación presenta matices que pueden ser cruciales. Pero es indudable que los problemas se repiten. ¿Cómo pueden enfrentarse las democracias a lo intolerable? ¿Cómo pueden reaccionar ante personas que ponen en peligro sus más profundos valores? ¿Cuándo una guerra puede ser una opción o siempre es un error? ¿Hubiese evitado una intervención internacional temprana en Siria el desastre en que se ha convertido ese conflicto, ISIS incluido, o hubiese empeorado las cosas? ¿Qué hacemos ante Corea del Norte, un régimen enloquecido que mejora la capacidad de su armamento año tras año?
En Europa, las cosas son más sutiles, pero nunca podemos olvidar que, como escribe con certeza Vuillard, "las mayores catástrofes se anuncian a menudo paso a paso". ¿Hasta cuándo puede tolerar la UE que algunos de sus miembros se pasen por el forro principios fundacionales de la Unión como la división de poderes o la libertad de expresión? ¿Cómo se frenan las injerencias rusas en procesos democráticos cuando un hacker habilidoso puede intervenir un sistema bancario o electoral? ¿Cómo frenamos el antisemitismo, que actualmente tiene orígenes diversos? Por un lado, está el mismo que ha recorrido Europa desde las Cruzadas, un odio atávico, pero también existe uno de nuevo cuño, promovido por el islam radical violento, como queda claro en Francia.
Al final, sólo quedan preguntas y ninguna respuesta clara: ¿cuál es la mejor forma de defender nuestros valores y nuestra libertad? ¿Hasta dónde estamos dispuestos a ceder para evitar un mal mayor? Estudiar la Conferencia de Múnich y la actitud de las democracias occidentales no nos dará una respuesta. Aunque está claro que la política de apaciguamiento, entonces, no evitó el desastre.
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