César Cervera
Tras la muerte de Isabel la Católica, Fernando no tardó en casarse con una hermosa y entonces delgada infanta francesa. En su testamento, reclamó a su nieto y heredero que cuidara de ella, pero no imaginaba que fuera a tomarse la petición al pie de la letra.
Pese a todo el afecto que guardaba a Isabel, retratado en la frase «su muerte es para mí el mayor trabajo que en esta vida me podría venir…», lo cierto es que Fernando «El Católico» no esperó mucho tiempo para volver casarse. Antes de partir a Nápoles, en 1505, Fernando contrajo matrimonio con una jovencita francesa llamada Úrsula Germana de Foix. El aragonés cerró así a través del enlace un acuerdo con los franceses por el que cesaba la guerra en Nápoles. Una jugada maestra donde, además, obtuvo a una joven en edad fértil.
Fernando se casó, cuando ya sobrepasaba los 50 años, con una adolescente de 18 años que podía darle el heredero varón que tanto necesitaba para privar a Felipe «El Hermoso» y a sus descendientes de la Corona aragonesa. La joven carecía de una gran belleza, más bien discreta y afeada por cierta cojera, pero era alegre, festiva y abierta. Su padre era Juan de Foix, un infante de Navarra casado con la hermana del Rey de Francia. Esto abría las puertas a que Fernando se hiciera con el control del reino navarro en el futuro, aunque en ese momento nadie hubiera reparado en ello.
Lejos del ímpetu sexual que le hizo famoso en su mocedad, Fernando desfallecía en sus acometidas a causa de la edad y se vio obligado a recurrir al dopaje sexual, es decir, a distintas sustancias que se consideraban afrodisiacas. Varias cortesanas recomendaron a Germana que preparara un «potaje crudo» hecho de «materiales cálidos y hierbas poderosas» (posiblemente venenosas) y se lo ofreciera al Rey para aumentar su rendimiento en la cama. Los «pelotazos» de este potaje, que también incluía testículos de toro en celo, provocaron vómitos y abatimiento crónicos en el monarca a partir de 1513. Dada la poca efectividad de los testículos, los cortesanos acudieron a otra sustancia con fama de ser una «viagra» natural: la mosca española.
La cantárida (también conocido como la mosca española) es un escarabajo verde brillante que una vez muerto, seco y reducido a polvo, se empleaba desde la Antigüedad como sustancia vasodilatadora. Sus efectos son muy parecidos a los que produce la «viagra», pero si se ingiere en una alta dosis causa irritación de la mucosa gastrointestinal, vómitos, mareos, diarreas y puede derivar fácilmente en fallo renal, causando la muerte. Abusar de la cantárida y de otros productos afrodisiacos pudo empeorar sus problemas cardiacos y apuntalar su declive a finales de enero de 1516.
La herencia de Fernando
A los 63 años de edad, Fernando falleció en Madrigalejo (Cáceres)dejando viuda a una todavía joven Germana. A su nieto primogénico, el futuro Carlos V, que, a falta de hijos con la francesa, era el principal heredero de Fernando, le pidió que además de cuidar sus reinos lo hiciera también de su mujer: «Vos miraréis por ella y la honraréis y acataréis, para que pueda ser honrada y favorecida por vos y remediada en todas sus necesidades», escribió poco antes de su muerte Fernando «El Católico». Le pedía que cuidara de Germana, «pues no le queda, después de Dios, otro remedio sino sólo vos...». Y Carlos se lo tomó al pie de la letra.
Inexperto e incapaz de comunicarse con los castellanos y aragoneses, Carlos V causó una pésima impresión a su llegada a España y no cayó en gracia a casi nadie en Valladolid, a excepción de su abuela. Ambos se hallaron en el francés, la lengua natal de los dos, y surgió el romance prohibido. A sus 29 años, Germana seguía siendo una mujer alegre e inteligente, mientras que Carlos no pasaba de ser un adolescente enamoradizo, de 17 años, y escasa experiencia sexual que se vio deslumbrado sin remedio por aquella mujer.
El amor surgió entre ambos y adquirió tintes novelescos a través de la carpintería. Para facilitar el acceso entre el palacio del Rey y la casona de la Reina viuda en Valladolid, Carlos ordenó alzar un puente de madera con el fin de «que el monarca y su hermana (Leonor) pudieran ir en seco y más cubiertamente a ver a la dicha reina». La relación dio fruto al nacimiento de una niña llamada Isabel, en 1518, cuya paternidad fue tradicionalmente cuestionada por la mayoría de historiadores hasta que la profesora Regina Pinilla Pérez de Tudela se topó hace no muchos años en el Archivo de Simancas con el testamento de Germana. La viuda de Fernando dejaba su joya más preciada, un collar de 133 perlas gruesas, «a la serenísima Doña Isabel, Infanta de Castilla, hija de su majestad del Emperador, mi señor e hijo». Una prueba contundente: porque con las joyas no se juega.
Antes de que el romance con su abuelastra derivara en rumores más dañosos, el nuevo Rey de Aragón y Castilla decidió poner tierra de por medio. Germana de Foix se casó en 1519 con el Marqués de Brandemburgo, al que la leyenda le achaca una muerte por exceso de amor en la misma línea de Fernando. Según el cronista Santa Cruz –dado al cotilleo más subterráneo–, siendo 5 de julio de 1525, el alemán de 33 años llegó corriendo por la posta a ver a su mujer Germana, que estaba en Valencia, «y con el quebranto y cansancio que había llegado no se había abstenido de llegar a la reina con la moderación que convenía, antes se había habido muy destempladamente con el vicio de la carne».
Juan de Brandeburgo murió a consecuencia del ímpetu con el que accedió a su esposa tras un largo y fatigoso viaje. Y eso que, a decir de Pedro de Gante en una carta al Marqués de Denia, la Reina Germana «estaba gorda». No tendría la mínima importancia este detalle, si no fuera porque iba a terminar sufriendo de obesidad mórbida en sus últimos años.
La viuda de España
La segunda viudedad de Germana volvió a prender la llama con Carlos. Durante los festejos derivados de la boda de Francisco I y Leonor, la francesa apareció del brazo del Emperador, bailando y celebrando el matrimonio en una posada en Illescas. De nuevo urgía casar a aquella mujer obesa con tendencia a matar a los hombres por exceso de sexo –la reina de corazones–, siendo tal vez lo primero igual de malo, o de bueno, que lo segundo a la hora de hallar voluntarios. El mismo año que Carlos se casó con Isabel de Portugal, Germana de Foix se comprometió con Fernando de Aragón, Duque de Calabria. Este era el mismo duque a quien había hecho prisionero el Gran Capitán en la guerra de Nápoles, hombre ahora de la plena confianza de Carlos tras su leal actuación durante la rebelión de las Germanías. Los rebeldes le habían liberado de su prisión, mas él se mantuvo firme y ganó a cambio una esposa enorme. El embajador polaco, Dantisco, se burló del enlace en estos términos:
«Este buen príncipe, que cuenta entre sus antepasados ochenta reyes de la Casa de Aragón, forzado por la penuria, ha venido a caer con esta corpulenta vieja, y a dar un escollo tan famoso por sus naufragios…»
La tercera boda de la Reina de Corazones prendió una oleada de burlas por Castilla y Aragón. Francesillo de Zúñiga, bufón de Carlos V y autor de la crónica más ácida de su reinado, vincula la creciente obesidad de Germana al terremoto que se produjo en Granada durante la luna de miel de la pareja. Según Francesillo, no se supo si había sido un terremoto o los gritos de la Reina Germana, que del susto saltó de la cama y «hundió dos entresuelos y mató un botiller y dos cocineros que debajo dormían». Por cierto que Francesillo no vivió lo bastante para saber a cuántos más cocineros o maridos iba a matar la gordura de Germana.
Después de servir seis años a Carlos, Don Francés hizo una desafortunada broma sobre la lealtad de algunos nobles cercanos al Monarca, lo que le ganó la ira real y la expulsión de palacio. En 1532, ya en otras lindes, el bufón recibió una cuchillada en una oscura calle de Béjar como prueba de que a casi nadie le gustan los chistes gruesos. Con cuchilladas en la cabeza, brazos y manos, y una estocada en el lado izquierdo debajo de las costillas, Francesillo fue llevado a su casa, donde su mujer salió preguntando qué ocurría. El bufón respondió, sin perder su humor acaso en tan grave situación: «No es nada, señora, sino que han muerto a vuestro marido».
La unión entre la festiva Germana y otro amante de la buena vida y la cultura, el Duque de Calabria, convirtió su residencia en el Reino de Valencia en una pequeña corte a la italiana. Se hacían batallas de ingenio hasta el amanecer, discutiendo las damas y los caballeros sobre la preeminencia de los hombres o las mujeres, leyendo e improvisando poesía y haciendo buena la alegría de vivir renacentista.
Pero no todo fue poesía y música. Hubieron de hacer frente como virreyes del reino al bandolerismo, a las luchas internas, a la piratería ejercida desde el norte de África, al endeudamiento de los nobles y a la rebelión de los moriscos, así como a los ecos de la rebelión de las Germanías. Y es que en paralelo a las revueltas que se estaban produciendo en Castilla con los comuneros, en el seno de los artesanos de los reinos de Mallorca y Valencia se produjo una rebelión contra la Corona de carácter antiseñorial. Germana de Foix y su marido llegaron al cargo justo al final del conflicto, a tiempo de encabezar la represión de los sublevados.
Entre cultura renacentista, poemas picantes, obesidad mórbida y represión falleció la francesa, en 1538, sin dejar más descendencia que la hija ilegítima de Carlos.
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