Guillermo Altares
En una época de cambio medioambiental, las miradas de los expertos se vuelcan en el Neolítico, el periodo en el que la humanidad vivió su transformación más radical.
Pintura rupestre con una escena cotidiana con el ganado en el Neolítico, en Tassili n’Ajjer (Argelia). DE AGOSTINI PICTURE LIBRARY (GETTY)
El Neolítico es el periodo más importante de la historia y uno de los más desconocidos por el gran público. Con la adopción de la ganadería y la agricultura se crearon las primeras ciudades, nació la aristocracia, la división de poderes, la guerra, la propiedad, la escritura, el crecimiento de población… Surgieron, en pocas palabras, los pilares del mundo en el que vivimos. Las sociedades actuales son sus herederas directas: nunca ha tenido tanto sentido hablar de revolución porque dio lugar a un mundo totalmente nuevo. Y tal vez fue también el momento en el que empezaron los problemas de la humanidad, no las soluciones.
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Sopesar si fue una desgracia o una suerte algo que ocurrió hace 10.000 años y que no podemos revertir puede resultar absurdo, pero es importante tratar de conocer cómo se produjo aquel paso y saber si mejoró la vida de las poblaciones. El motivo es que fue entonces cuando la humanidad comenzó a transformar el medio ambiente para adaptarlo a sus necesidades, y cuando la población de la tierra empezó a crecer exponencialmente, un proceso que no ha hecho más que acelerarse desde entonces. Los estudios sobre el Neolítico se han multiplicado en los últimos tiempos y no es casual: hoy vivimos el paso a una nueva era geológica, desde el Holoceno hasta el Antropoceno, un cambio planetario inmenso. De hecho, algunos estudiosos consideran que este salto arrancó en el Neolítico.
“El crecimiento demográfico constante, que se encuentra todavía fuera de control, provocó concentraciones humanas, tensiones sociales, guerras, crecientes desigualdades”, escribe el arqueólogo francés Jean-Paul Demoule, profesor emérito de la Universidad París I-Sorbona en su reciente ensayo Les dix millénaires oubliés qui ont fait l’histoire. Quand on inventa l’agriculture, la guerra et les chefs (Fayard, 2017) [Los diez milenios olvidados que hicieron historia. Cuando inventamos la agricultura, la guerra y los jefes]. “Creo que es la única verdadera revolución de la historia de la humanidad”, explica por teléfono. “La revolución digital que estamos viviendo actualmente no es más que una consecuencia a largo plazo de aquella. Pero curiosamente es la que menos se enseña en la escuela. Arrancamos con las grandes civilizaciones, como si fuesen obvias, pero es muy importante preguntarse por qué hemos llegado hasta aquí, por qué tenemos gobernantes, ejércitos, burocracia. Creo que en nuestro inconsciente no queremos hacernos esas preguntas”.
El capítulo que el ensayista israelí Yuval Noah Harari dedica al Neolítico en su célebre libro Homo Sapiens. De animales a dioses (Debate, 2014), uno de los ensayos más leídos de los últimos años, se titula ‘El mayor fraude de la historia’. “En lugar de anunciar una nueva era de vida fácil, la revolución agrícola dejó a los agricultores con una vida por lo general más difícil y menos satisfactoria que la de los cazadores-recolectores”, escribe Harari. El antropólogo de la Universidad estadounidense de Yale James C. Scott, profesor de estudios agrícolas, se pronuncia en un sentido parecido: “Podemos decir sin problemas que vivíamos mejor como cazadores-recolectores. Hemos estudiado cuerpos de zonas donde se estaba introduciendo el Neolítico y encontramos signos de estrés nutricional en agricultores que no hallamos en cazadores-recolectores. Es incluso peor en las mujeres, donde hemos identificado una clara falta de hierro. La dieta anterior era sin duda más nutritiva. También encontramos muchas enfermedades que no existían hasta que los humanos vivieron más concentrados y con los animales. Además, siempre que se han producido asentamientos de poblaciones han estallado guerras”.
Scott se dio cuenta de que todas las ideas que tenía sobre el Neolítico estaban equivocadas mientras preparaba un curso sobre la domesticación de las plantas y los animales. “Pasé tres años estudiando todo lo que se había publicado, tratando de entender lo que había ocurrido realmente”, explica por teléfono desde su despacho. Así escribió Against the Grain: A Deep History of the Earliest States (Yale University Press, 2017) [Contra las semillas: una historia en profundidad de los primeros Estados], un libro que ha tenido un gran impacto en el mundo anglosajón. “La versión que contamos en los colegios del Neolítico, de que aprendimos a domesticar las plantas y entonces creamos las ciudades y se acabó el hambre es falsa”, asegura Scott.
Los habitantes de las sociedades agrícolas sufrían más estrés nutricional que los cazadores
Su lectura de aquel periodo es la más revolucionaria y no todos los estudiosos coinciden con su interpretación, pero sí podemos hablar de un replanteamiento general de aquellos milenios, provocado entre otros motivos porque el estudio del ADN antiguo ha permitido conocer las poblaciones del pasado como nunca hasta ahora. En su ensayo, Scott sostiene que ya se utilizaba la agricultura o la irrigación antes del nacimiento de los Estados, y que diferentes catástrofes, como las epidemias o la deforestación y la salinización del suelo, hicieron que el Neolítico fuese un proceso de ida y vuelta, y que sociedades agrícolas diesen marcha atrás para volver a ser cazadores-recolectores. “Durante 5.000 años pasaban de un estado a otro dependiendo de las condiciones climáticas. Hubo mucha fluidez entre estas dos formas de vida”, señala.
Preguntado sobre si esto esconde lecciones para el presente, el profesor asegura que es una cuestión que le plantean todo el rato, pero que no quiere “ser un profeta”. Como lector resulta muy difícil abstraerse de esa tentación: la idea de que el avance de la humanidad puede ser reversible si jugamos a los aprendices de brujo, al poner en marcha procesos que no somos capaces de controlar, resulta muy inquietante. Sobre todo porque vivimos un momento en el que estamos rodeados de fenómenos (desde los plásticos en el mar hasta los avances en inteligencia artificial o el calentamiento global) cuyas consecuencias a largo plazo apenas empezamos a vislumbrar. Tampoco podían hacerse una idea de la que se les venía encima aquellas primeras poblaciones que dejaron el nomadismo para asentarse y vivir de la agricultura y la ganadería.
Otros libros publicados recientemente que ponen en cuestión algunas verdades adquiridas sobre el neolítico son La forja genética de Europa. Una nueva visión del pasado de las poblaciones humanas (Universitat de Barcelona Edicions, 2018), del genetista español Carles Lalueza-Fox, profesor de investigación en el Instituto de Biología Evolutiva (CSIC-UPF), y Les chemins de la protohistoire. Quand l’Occident s’éveillait (Odile Jacob, 2017) [Los caminos de la protohistoria. Cuando Occidente se despertaba], de Jean Guilaine, que a sus 81 años es un referente de los estudios de la prehistoria en Europa y que actualmente es profesor emérito del Collège de France. “El Neolítico nos ha dejado un mensaje claro: un entorno natural transformado y bien regulado puede alimentar un gran número de bocas”, explica Guilaine. “Pero este mensaje sublime ha sido también pervertido por el hombre, ávido de dominar a sus semejantes: explotación irracional del medio, acumulación de semillas, desigualdades sociales, espíritu de supremacía sobre los más débiles. La esperanza de una sociedad en armonía con la nueva economía fracasó por el rechazo a compartir”.
Los historiadores siguen buscando respuestas a muchas preguntas; la primera de ellas consiste en saber por qué se inventó la agricultura si nos alimentábamos mejor cuando éramos cazadores-recolectores. Lo que está claro es que coincidió con un periodo de calentamiento global del planeta tras la última glaciación, hace unos 10.000 años, y que se trató de un proceso gradual que se dio en diferentes puntos a la vez y que desembocaría en algunos lugares, como Europa, en el florecimiento de civilizaciones como la etrusca o la romana. A la introducción de la agricultura y la ganadería siguieron el trabajo con los metales, la fundación de ciudades, el surgimiento de aristocracias… “El Neolítico es la gran revolución que inaugura nuestro mundo histórico”, asegura Guilaine. “Es un periodo sobre el que tenemos muchos datos, pero que se explica mucho peor que otros momentos. Nos gusta más enseñar los orígenes del hombre, porque plantea problemas filosóficos, o las civilizaciones de la antigüedad, consideradas brillantes a causa de sus logros arquitectónicos. Podemos encontrar impresionantes las pirámides o el Partenón, ¿pero qué representan si los comparamos con el paso de toda la humanidad a la agricultura?”.
Ya casi nadie cree que hubiese una única revolución neolítica que estalló en Oriente Próximo con la domesticación del trigo y que de ahí se propagó a todo el planeta. La idea más extendida es que hubo varios puntos de partida más o menos simultáneos, en China con el arroz o en América con el maíz. En cambio, sí existe la certeza, gracias a la genética, de que a Europa llegó a través de migraciones de los primeros campesinos, en un momento de grandes movimientos de población.
“Si algo es el Neolítico es un movimiento de personas desde Oriente Próximo, porque es un tipo de economía que provocó un crecimiento demográfico que hasta entonces no existía”, señala Carles Lalueza-Fox, cuyo libro recoge décadas de avances en las investigaciones genéticas. Estas técnicas “han supuesto un cambio revolucionario”, explica, “porque ahora estamos en disposición de estudiar el genoma de los protagonistas de los acontecimientos del pasado. Cuando nos interrogamos si un horizonte cultural u otro implicó migraciones de personas o movimientos de ideas, ahora podemos preguntarles directamente a las personas que vivieron dichos procesos”.
Eva Fernández-Domínguez, profesora asociada del Departamento de Arqueología de la Universidad de Durham (Reino Unido), donde dirige el laboratorio de ADN arqueológico, y experta en el proceso de transición al Neolítico en la península Ibérica y Oriente Próximo, explica así los nuevos caminos que ha abierto el estudio de ADN antiguo: “A través de la arqueología podemos saber si las poblaciones eran cazadoras-recolectoras o agrícolas-ganaderas, mediante el estudio de los restos arqueozoológicos y arqueobotánicos del yacimiento, de la tipología lítica (técnica y estilo de fabricación de herramientas), del tipo de asentamiento. Sin embargo, estas técnicas no poseen la suficiente resolución para decirnos cómo se ha producido el proceso de transición; es decir, si grupos locales de cazadores-recolectores aprendieron a cultivar o si la agricultura ha sido llevada por inmigrantes desde otras regiones, y si dichos inmigrantes sustituyeron completamente a la población autóctona o se mezclaron con ella y en qué proporción. Este tipo de información es únicamente accesible a través de la genética. Gracias a las nuevas técnicas de secuenciación masiva, poseemos hoy día una buena representación de la información genética de los individuos involucrados en el proceso de transición al Neolítico”.
Un caso apasionante que ilustra cómo se fue asentando el Neolítico es el de la cerámica campaniforme, que se expandió por gran parte de Europa durante la Edad del Bronce, hace unos 4.900 años. A partir de la península Ibérica, concretamente del estuario del Tajo, alcanzó el norte y el este de Europa, las islas Británicas, pero también Sicilia y Cerdeña. Además de en Portugal y España, esta cerámica, que no se asocia a un uso cotidiano, sino ritual, ha aparecido en Francia, Italia, Reino Unido (incluyendo Escocia), Irlanda, Holanda, Alemania, Austria, República Checa, Eslovaquia, Polonia, Dinamarca, Hungría y Rumania. “Su escala geográfica no tiene precedentes en el continente hasta la llegada de la Unión Europea”, escribe Lalueza-Fox en su ensayo. Salvando todas las distancias, su alcance geográfico se podría comparar con el de un Ikea del final de la prehistoria.
Durante décadas existían dos teorías enfrentadas: la cerámica había llegado con poblaciones que migraban o había existido algún tipo de transmisión oral. A lo largo del año 2016, los equipos del Instituto de Biología Evolutiva del CSIC, junto a los de Wolfgang Haak, del Instituto Max Planck, y David Reich, que dirige en Harvard un laboratorio genético y que acaba de publicar el ensayo Who We Are and How We Got Here: Ancient DNA and the New Science of the Human Past(Pantheon, 2018) [Quiénes somos y cómo hemos llegado hasta aquí: el ADN y la nueva ciencia del pasado humano], analizaron muestras de individuos que pertenecieron a esta cultura, recogidas por todo el continente. “Descubrimos que no estaba asociado a movimientos de genes y, por tanto, de personas, sino que se trataba del primer ejemplo de difusión masiva de ideas”, explica Lalueza-Fox. Posteriormente sí se produjo un movimiento masivo de población hacia las islas Británicas, que llevó esa cultura y que, de hecho, reemplazó a las poblaciones que existían entonces.
El Neolítico arrancó hace unos 10.000 años, en un periodo de calentamiento global
Ese periodo es especialmente importante porque es a partir de ese momento cuando comienzan a aparecer signos arqueológicos claros de la existencia de una aristocracia y, por tanto, de desigualdades sociales. “Es un momento crítico de cambio social, caracterizado por la emergencia de una clase aristocrática guerrera que perdura más allá de la propia cultura”, escribe el investigador catalán en su ensayo.
Ni la genética ni la arqueología han logrado todavía desvelar todos los misterios cruciales que oculta ese periodo. También llegó entonces a Europa el indoeuropeo, del que derivan lenguas que habla la mitad de la población del mundo, un proceso sobre el que todavía existe un intenso debate. La única certeza es que aquella revolución remota lo cambió todo y que todavía no ha acabado.
Las lecciones que oculta pueden ser muy útiles para un presente en el que la humanidad está llevando la naturaleza y sus recursos al límite de sus posibilidades.
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