David Solar
El 24 de junio de ese año, hace ahora 70, Moscú bloqueó la entrada a la capital alemana. Los aliados respondieron estableciendo un peligroso puente aéreo para alimentar a la población y parar los pies a Stalin. Era la Guerra Fría, la misma que ahora parece despertar entre Putin y Trump.
Niños del Berlín Oeste saludando a un avión americano en 1948
En marzo pasado, dos decenas de ciudadanos británicos fueron afectados –algunos, como el ex agente ruso Serguéi Skripal y su hija, de suma gravedad– por un ataque con Novichok, un agente químico militar creado en Rusia. El atentado indignó al Reino Unido, que protestó ante Moscú y expulsó a varios de sus diplomáticos, y fue apoyado con medidas similares por Estados Unidos y otros países, como España, de la Unión Europea y de la OTAN. La réplica rusa fue a la antigua usanza: expulsar a unas decenas de diplomáticos occidentales. Este atentado –que hubiera podido suscitar consecuencias más graves– pone sobre el escenario internacional una nueva Guerra Fría. El presidente ruso Vladimir Putin minimizaba el conflicto: «Desde mi punto de vista, los que dicen que ha comenzado una nueva Guerra Fría no son analistas, son propagandistas». El zar Putin, 18 años en el poder – como presidente o como primer ministro–, trivializaba el asunto calculando que su economía no está para bravatas.
Hoy el runrún de la Guerra Fría no es propaganda, sino una idea manejada por personalidades como el secretario general de la ONU Antonio Guterres: «Estoy realmente muy preocupado. Creo que estamos llegando a una situación similar a lo que vivimos durante la Guerra Fría (...) Entonces había mecanismos de comunicación y control para evitar la escalada de incidentes y asegurar que las cosas no se desmadraran cuando aumentaban las tensiones. Esos mecanismos no existen». El periódico «The New York Times» se expresaba hace poco en ese mismo sentido: estamos ante una nueva Guerra Fría, pero esta vez puede ser peor. Y un aviso serio de Jens Stoltenberg, secretario general de la OTAN: «No queremos una guerra fría y no queremos vernos arrastrados a una carrera armamentística. No tienen ganadores, son caras, arriesgadas y no convienen a nadie. Pero quede claro que la OTAN defenderá a todos sus aliados ante cualquier amenaza (...) El Reino Unido no está solo».
Las relaciones occidentales y Moscú atraviesan su peor crisis desde la demolición del Muro de Berlín, en noviembre de 1989: conflictos de Ucrania y Georgia, anexión de Crimea, intromisiones en elecciones o conflictos políticos occidentales (las presidenciales en Estados Unidos, la consulta del Brexit, la elección del presidente Emmanuel Macrom o el «procés» catalán), la sospecha de que se halle tras los ciberataques de 2017 y anteriores, su escalada armamentística, sobre todo, el cacareado efecto de sus misiles sobre la Defensa Atlántica... Este cúmulo de choques, agravios y desafíos no es nuevo: algo similar se vio hace sesenta años. El 18 de marzo de 1948, ante las ruinas del Reichstag, se reunieron ochenta mil berlineses para recordar el centenario de la revolución de 1848 y escuchar palabras de libertad y esperanza en la dura posguerra. Ernst Reuter, el alcalde, metió el dedo en la llaga que tanto les dolía entonces: «Primero le tocó a Praga y luego a Finlandia... ¿A quién le toca ahora? ¡A Berlín no, desde luego! La marea comunista se estrellará contra nuestra voluntad de hierro y todas las naciones del mundo sabrán que no pueden dejarnos inermes ante su embestida. Estoy seguro de que no nos abandonarán». Una gran ovación expresó la voluntad de afrontar las amenazas de Stalin para doblegar su voluntad y unir bajo dominio comunista ambos sectores de Berlín. La intimidación a la que se refería el alcalde llegaría tres meses después.
«Berlín es las pelotas de Occidente; cuando quiero que Occidente chille, se las retuerzo», comentaba Nikita Jrushchov, con su peculiar garrulería, en los años cincuenta. Stalin ya pensaba lo mismo: el 24 de junio de 1948, pretextando el mal estado del puente de Magdeburgo, sobre el Elba, lo cerró. El tráfico por carretera, el ferroviario y el fluvial quedaron suspendidos. La comunicación de dos millones de berlineses con Occidente se redujo a tres corredores aéreos de 30 kilómetros de anchura. El propósito soviético era convertirlos en comunistas por hambre y hacerse con el control completo de Berlín sin disparar un tiro.
Alimentos y correo
Los responsables occidentales en Berlín indicaron a sus gobiernos que lo más oportuno sería forzar el paso de los trenes con protección militar. El general Clay aseguró que Stalin no respondería militarmente porque si hubiera querido la guerra, ya la habría declarado... Pero Truman consideró menos arriesgado organizar un puente aéreo, a la vez que advertía a Moscú con el envío a las Islas Británicas de cuatro escuadrillas de fortalezas volantes «B-29», similares a las que habían lanzado las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki.
El 26 de junio comenzó el puente aéreo: 32 transportes llevaron a Berlín 150 toneladas de medicamentos, correo y alimentos; dos días después, 150 vuelos trasportaron 600 toneladas, el 15 por ciento de lo indispensable. Los berlineses iniciaron una carrera por la supervivencia: ampliar aeropuertos y zonas de maniobra, valorar sus reservas y estudiar su racionamiento. En julio, el suministro diario de 2.400 toneladas apenas bastaba para sobrevivir; debería duplicarse en previsión de los días en que habría que reducir los vuelos o, incluso, suspenderlos, y en la demanda de ropa de abrigo y combustible de un inverno crudo. Aparte del problema logístico, aquel esfuerzo requeriría concentrar en Alemania gran parte de los medios de transporte de los aliados (Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Canadá, Australia...) y sus aviones más capaces, los DC4 y los C-54 Skymaster. En Moscú se creía imposible tal esfuerzo, recordándose el fracaso de la Luftwaffe en el suministro de Stalingrado y calculando que sería imposible suministrar más de 50.000 toneladas mensuales, por lo que Berlín debería capitular ante su Partido Comunista.
Los suministros fueron mayores gracias a los medios aéreos, a la tecnología de los controladores, que permitió volar casi a ciegas, y al esfuerzo del personal de tierra alemán, que trabajó todo el día a tres turnos en los diez aeropuertos desde donde salió el suministro de 7.000 toneladas diarias desde septiembre hasta el final con el récord de 8.200 toneladas (1.400 vuelos) el 16 de abril. Berlín sobrevivía e, incluso, mantenía cierta actividad comercial e industrial. Hasta hubo un «bombardeo de Pascua», 17 de abril, de caramelos y chocolatinas.
Stalin, definitivamente, fracasó en su envite: la victoria propagandística occidental fue apabullante: el PC berlinés quedó desierto e, incluso, los berlineses del Este cruzaban al Oeste buscando productos ine-xistentes en su zona. Al cabo de 322 días, el 12 mayo de 1949, Moscú suspendió el bloqueo.
En total, se realizaron 277.000 vuelos, transportando 2.110.200 de toneladas, costando un río de dinero y 79 vidas en accidentes, pero se reforzó la unidad occidental y la decisión, por fin, de hacer frente a Stalin. Antes de que finalizara el bloqueo, el 4 de abril de 1949, se fundó la OTAN y, a continuación, el Consejo de Europa y la República Federal de Alemania. El chantaje soviético fue derrotado por la tecnología, la economía, la decisión democrática de Occidente y la voluntad de los berlineses, que, según Willy Brandt, «comenzaron a considerar socios a los vencedores de ayer». En el mundo había comenzado la Guerra Fría.
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