César Cervera
Entre los confusos episodios que tejió la prensa, que incluso presentó el hundimiento del Maine como un ataque español, hubo uno que recurrió de forma descarada al viejo tópico de los españoles como seres moralmente depravados.
Dibujo que aparecido en la portada de un periódico de Hearst (Ilustrador: Frederic Remington)
Toda buena campaña difamatoria requiere desempolvar, tarde o temprano, el sexo como ejemplo de moral descuidada y de degeneración racial del enemigo. Los antiguos romanos lo sabían, como bien puede acreditar la fama de monstruos depravados de los emperadores Tiberio, Calígula o Heliogábalo, todos ellos tan licenciosos como controvertidos dirigentes; y también lo comprendían los artífices de la propaganda contra el Imperio español, que con los siglos calaron sus mentiras sobre la historiografía oficial. A los conquistadores se les enfatiza como violadores de indios, mientras a la Inquisición española se la retrata como unos sádicos torturadores sedientos de mujeres para alimentar las máquinas de sus calabozos.
Cuando los intereses de EE.UU. y los de España colisionaron en Cuba, la potencia anglosajona recuperó las viejas mentiras sobre el atraso, violencia e ignorancia de los españoles en la propaganda de guerra que se desencadenó durante el conflicto de 1898. La prensa amarillista, del que William Randolph Hearst era, junto a Joseph Pulitzer, su mayor activo, llevó el peso de la propaganda bélica, que buscaba legitimar la intervención estadounidense en Cuba a cuenta de que los españoles no actuaban conforme a los principios cristianos, como así defendieron en la propia declaración de guerra.
Con mentiras, medias verdades y exaltaciones patrióticas, los medios de EE.UU. lograron convencer a la opinión pública de su país de que, lejos de actuar como una potencia agresora, lo hacían como protectora y solidaria con las víctimas cubanas. Todo ello a pesar de que fueron los norteamericanos los que bloquearon navalmente la isla y quienes enviaron buques de guerra como el USS Maine, hundido en La Habana por un accidente, con el único propósito de intimidar a España.
Entre los confusos episodios que tejió la prensa norteamericana, que incluso presentó el hundimiento del Maine como un ataque español, hubo uno que recurrió de forma descarada al viejo tópico de los hispanos como seres moralmente depravados. El conocido caso de Clemencia Arango hace referencia a un suceso ocurrido, en 1897, cuando una joven fue detenida a bordo del barco estadounidense Olivette acusada de llevar cartas a los rebeldes exiliados. Hearst y sus colegas narraron que la joven, presentada con gran lujo de detalles físicos, sufrió vejaciones e indecentes manoseos durante el registro policial. El titular «¿Protege nuestra bandera a las mujeres?» se acompañó de un dibujo donde se veía Clemencia desnuda rodeada de policías españoles. Como ocurrió con el falso testimonio de una niña de Kuwait para justificar la Primera Guerra del Golfo, de nada sirvió que incluso Clemencia Arango, nada más llegar a Nueva York, intentara por todos los medios deshacer lo que ella creía un equívoco.
La joven explicó que la Policía española la había tratado con total corrección y la inspección la había realizado, en verdad, un matrona en un lugar apartado. Hearst, que había logrado obtener apoyo entre grupos de mujeres estadounidenses, no se molestó en publicar rectificación o disculpa alguna en sus periódicos, aunque sí se vio obligado a imprimir una carta explicando que su artículo no había dicho en realidad que hombres policías habían registrado a la mujer. Se supone que la ilustración que apareció en primera plana acompañando al artículo no daba a entender precisamente lo contrario.
Por si quedaba duda sobre la falta de escrúpulos de Hearst, con el tratamiento que dio al hundimiento del Maine en fechas posterior dejó claro que la verdad le importaba muy poco. Tras la explosión de este acorazado, Hearst publicó más noticias manipuladas señalando a España como responsable, lo que llevó a varias voces estadounidenses a denunciar las maniobras de la prensa amarillista. En este sentido, comentó Edwin Lawrence, director del «New York Evening Post»:
«Nada tan desgraciado como el comportamiento de estos periódicos se ha conocido en la historia del periodismo norteamericano. Representación indebida de los hechos, invención deliberada de cuentos calculados para excitar al público y temeridad desenfrenada en la composición de los titulares… Es una vergüenza pública que los hombres puedan hacer tanto daño con el objeto de vender más periódicos»
El Gobierno americano empleó muchas de estas mentiras para justificar su declaración de guerra el 20 de abril de 1898 firmada por el presidente McKinley, quien afirma que el Maine estaba de «visita amistosa en el puerto de La Habana», lo cual es un disparate si se tiene en cuenta el riesgo de guerra entre ambos países. La guerra resultó, como cabía esperar, un completo desastre para la Armada española. Además de conceder la independencia de Cuba, que se concretará en 1902, España tuvo que ceder Filipinas, Puerto Rico y Guam. Sin embargo, las consecuencias a largo plazo fueron todavía más nocivas para los intereses hispánicos: EE.UU. recogió y amplificó la Leyenda negra sobre España.
La visión negativa sobre nuestro país, que tenía su génesis en la propaganda holandesa, francesa e inglesa vertida durante el periodo imperial, fue elevada al grado de relato histórico con el ascenso de las potencias que habían rivalizado con la Monarquía hispánica por el cetro europeo y, más tarde, el heredero más destacado de éstas.
«Nada quedaba más que los españoles; es decir, indolencia, orgullo, crueldad y superstición infinita. Así España destruyó toda la libertad de pensamiento a través de la inquisición, y durante muchos años el cielo estuvo lívido con las llamas del auto de fe; España estaba ocupada llevando leña a los pies de la filosofía, ocupada quemando a gente por pensar, por investigar, por expresar opiniones honestas. El resultado fue que una gran oscuridad cubrió España, atravesada por ninguna estrella e iluminada por ningún sol naciente», expuso el político norteamericano Robert Green Ingersoll en los años previos a la Guerra de Cuba. La fobia anglosajona contra lo español fue asumida por EE.UU. con todas sus mentiras y exageraciones incluidas.
Libros de escolares sesgados
El historiador norteamericano Philip Powell (California, 1913-1987) fue uno de los primeros en analizar esta campaña contra los españoles en su obra «La Leyenda Negra. Un invento contra España»: «La escala de los héroes de la anti-España se extiende desde Francis Drake hasta Theodore Roosevelt; desde Guillermo «El Taciturno» hasta Harry Truman; desde Bartolomé de Las Casas hasta el mexicano Lázaro Cárdenas, o desde los puritanos de Oliverio Cromwell a los comunistas de la Brigada Abraham Lincoln –de lo romántico a lo prosaico, y desde lo casi sublime hasta lo absolutamente ridículo-. Hay mucha menos distancia de concepto que la que hay de tiempo entre el odio anglo-holandés a Felipe II y sus ecos en las aulas de las universidades de hoy; entre la anti-España de la Ilustración y la anti-España de tantos círculos intelectuales de nuestros días».
A las cuestiones políticas hubo que sumar el componente religioso. «La deformación propagandística de España y de la América hispana, de sus gentes y de la mayoría de sus obras, hace ya mucho tiempo que se fundió con lo dogmático del anticatolicismo. Esta torcida mezcla perdura en la literatura popular y en los prejuicios tradicionales, y continúa apoyando nuestro complejo nórdico de superioridad para sembrar confusión en las perspectivas históricas de Latinoamérica y de los Estados Unidos», explica Philip Powell en el citado libro. Como muestra, en 1916, cerca de 40 iglesias protestantes se reunieron en Panamá para organizar una ofensiva religiosa contra el carácter decadente e idólatra del Catolicismo. La falsa creencia de que los protestantes eran superiores a los católicos –algo que se justificaba en el auge del Imperio inglés en el momento que desplazó al español– dio lugar a una doctrina racista que situaba a los anglosajones en lo más alto de la escala evolutiva.
La economía parecía darles la razón. Para el economista Max Weber, los protestantes representan el «espíritu del capitalismo moderno», caracterizado por la búsqueda racional del beneficio a través de una profesión elegida libremente. Y hasta mediados del siglo XX no se comenzó a rebatir esta proclamada superioridad del mundo protestante y anglosajón sobre el Catolicismo y los pueblos latinos. Todavía en 1980 un grupo de reflexión, «El Council for Inter-American Security», elaboró varios documentos muy conocidos en los que cuestionaban la capacidad de la Iglesia católica para resistir el avance marxismo-leninismo.
Como le ocurrió antes a Inglaterra, la perspectiva de que el legado de su imperio acabe tan deformado como lo ha hecho el español hizo que EE.UU. empezara a mirar la historia de nuestro país con una mirada menos severa tras la II Guerra Mundial. «Nadie que lea los periódicos podrá dudar que las naciones del mundo están compilando una nueva Leyenda Negra, ni de que los Estados Unidos han disfrutado de un poderío mundial; como España, se han permitido llevar la autocrítica hasta el extremo; y, a la postre, su destino puede ser el mismo», afirma el hispanista William S. Maltby en su libro «The Black Legend in England» (1969). El sesgo antiespañol de cuantiosos materiales educativos norteamericanos, que llegaban hasta la caricatura, han sido progresivamente corregidos, entre otras razones por el aumento de la influencia hispana en EE.UU. El pasado español de numerosos estados norteamericanos, como en el caso de California, Florida o Texas, está siendo poco a poco desempolvado en los últimos años.
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