EL PAÍS
Xavier Vidal-Foch
El 'president' va de defensor de las libertades, dispuesto a ir a la cárcel, huérfano de todo interés.
Carles Puigdemont este lunes durante una rueda de prensa en el Palau de la Generalitat. MANU FERNANDEZ AP
El president de la Generalitat Carles Puigdemont no va de astuto frustrado, como su predecesor Artur Mas. Va de valiente retórico: defensor de las libertades, dispuesto a ir a la cárcel, huérfano de todo interés.
Con esas credenciales halaga también al votante indepe, valiente, orgullo de la patria, quintaesencia de su dignidad. Piropos para ocultarse entre sus sueños.
El president arenga el domingo a la buena gente a votar. Sabe que les envía a un acto no solo ilegal, sino peligroso. ¡Y les prometió seguridad, garantías totales, que votarían “como siempre”!, cuando le constaba lo contrario. Esas cabezas sangrantes, antes que rotas, fueron engañadas.
Les envía (su aguerrida gente), a votar varias veces en distintos colegios. Decreta un censo universal tan patético como los aprobados generales, cambiando sus propias normas minutos antes de la fiesta. Alarga el horario de votos a capricho.
Valida el pucherazo asegurando que “nos hemos ganado” el derecho a la independencia, y de postre, “en forma de República”, como si esto fuera un concurso de tiro de balines en una caseta de feria.
Él sabe que no hay control de calidad, él, que tanto platica sobre la mala calidad de esa democracia española de la que es su representante ordinario en Cataluña.
Carles Puigdemont, Oriol Junqueras, Artur Mas, Carme Forcadell, todos se esconden bajo las faldas de esas ancianas malheridas por los excesos policiales.
Ellos fueron a votar con sus chóferes, algunos sorteando en escenas propias de James Bond la vigilancia policial, en escapatorias bajo túneles y con vehículos de relevo pagados por las ancianas maltratadas. Y encima profanaron la imagen del 25 de abril portugués con claveles en la mano: solo que ahora no había escopetas.
O escaparon de sus colegios electorales a otros más seguros —Puigdemont—, abandonando a sus votantes en el follón para conseguir la foto de que habían votado contra el opresor. O simplemente votaron en lugares seguros, protegidos por Mossos complacientes, esa expolicía judicial.
La falaz valentía por persona interpuesta, tras escudos humanos de niños inocentes; el arrojo tras indepes respetables que merecerían su apoyo y la protección del Gobierno central (aunque no sean sus clientes), son signo y seña de la miseria moral de la dirigencia del procés.
Apenas se habría notado si no se hubiera erigido como contrapunto el ejemplo de la alcaldesa de l'Hospitalet, Núria Marín. Ella no cedió los locales municipales al pucherazo. Ella, con los demás socialistas, rechazó ese referéndum ilegal. Pero cuando los policías se aprestaban a intervenir a su airosa manera en un colegio electoral de su ciudad, la segunda de Cataluña, allá se plantó, interponiéndose, y ordenando que fueran civilizados. Obedecieron.
Hay otro personaje que también se esconde para disfrazar su responsabilidad política: tras las togas de los magistrados constitucionales, las puñetas de fiscales y jueces, los cascos y las porras de los guardias. Se llama Mariano Rajoy.
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