EL PAÍS
Editorial
Lo que debe aclarar Rajoy es lo que está dispuesto a hacer para que este país y sus diecisiete autonomías tengan un proyecto de futuro, en democracia y pacífica convivencia.
Agentes antidisturbios de la Policía Nacional forman un cordón de seguridad en los alrededores del colegio Ramón Llull de Barcelona. ALBERTO ESTÉVEZ EFE
El Gobierno de la nación por un lado y el de la Generalitat por el otro se apresuraron ayer a cantar victoria tras la vergonzante jornada que los ciudadanos de Cataluña se vieron obligados a vivir por culpa de la arrogancia xenófoba —en alianza con las fuerzas antisistema— que Carles Puigdemont representa y la absoluta incapacidad de gestión del problema por parte de Mariano Rajoy desde el principio de esta crisis.
Pero lejos de haber ganado ninguno de los que por desgracia ya podemos llamar dos bandos en conflicto, lo de ayer fue una derrota para nuestro país, para los intereses y los derechos de todos los españoles, sean catalanes o de cualquier otro lugar de España, para el destino de nuestra democracia y para la estabilidad y el futuro del sistema de convivencia que hace casi cuarenta años nos dimos a nosotros mismos.
Los culpables principales son el presidente de la Generalitat y la presidenta del Parlament
Quede bien claro que en absoluto somos equidistantes respecto a las responsabilidades que hay que pedir a quienes causaron ayer este monumental destrozo en nuestra democracia del que tardaremos años en recuperarnos. Los culpables principales son el presidente de la Generalitat y la presidenta del Parlament que hace tiempo pusieron en marcha un proceso destinado a enfrentar a los catalanes entre sí y a Cataluña con el resto de España. Lejos de comportarse como dirigentes de todos los ciudadanos de su país han exhibido impúdicamente su condición de facciosos dando muestras de un increíble sectarismo. Y lo han hecho con desprecio a la Constitución, al Estatuto de Cataluña, a sus representantes democráticos y al espíritu y la letra del Código Penal. Pero ni sus flagrantes delitos ni sus bravuconadas pueden justificar la pasividad e impericia del presidente Rajoy, su afasia política, su reiterada incomparecencia ante la opinión y su medrosa delegación de responsabilidades en la Administración de justicia, retorciendo para ello hasta el estatuto del Tribunal Constitucional y escudándose en las decisiones de otros al no querer él tomar las que le correspondían.
Dos afirmaciones recientes del jefe del Gobierno bastan para ilustrar esto que decimos. En primer lugar, la de que nadie podría haber imaginado que las cosas llegarían a este extremo. Y enseguida, de forma reiterada —expresada incluso ayer por el ministro del Interior— la de que la actitud de la Generalitat les está obligando a hacer lo que no querían hacer. Si Rajoy no había imaginado nunca que esto se iba a poner como se ha puesto debe de ser porque desde hace años no lee los periódicos, ni los de Cataluña ni los de Madrid, y no ve la televisión. Se cuentan por cientos, por miles, los artículos y declaraciones de políticos, intelectuales, empresarios, líderes sociales, periodistas y observadores de todo tipo que vienen, desde hace años, por un lado anticipando lo que claramente preparaban los independentistas, y anunciando, por otro, la necesidad de tomar la iniciativa para resolver las cuestiones no resueltas de la organización territorial de España.
Son injustificables en Rajoy su pasividad, su impericia y la delegación de responsabilidades
En cuanto a lo de verse obligado el Gobierno a hacer lo que no quiere pone de relieve que, en efecto, nunca ha sabido lo que quería y debía hacer a este respecto. Quizás se vea ahora, en cambio, obligado a hacer lo que evidentemente nunca quiso: contribuir a revisar la Constitución, abrazar los principios federales que subyacen en la España de las autonomías y buscar el consenso político necesario que evite la división entre españoles, dramáticamente puesta de manifiesto en los acontecimientos de ayer y los días precedentes.
Hace casi cinco años que nuestro periódico publicó una reflexión, fruto del común debate en su consejo editorial, sobre Cómo reconstruir el futuro. En ella se explicaba textualmente que “con ser muy grave la crisis económica por la que atraviesa España, con seis millones de parados y un empeoramiento general del nivel de vida, su importancia palidece si se la compara con la crisis política e institucional que el país afronta”. Y proponíamos un decálogo de medidas entre las que sobresalía la urgencia de una reforma de la Constitución y la reconversión del Estado de las Autonomías de acuerdo con el modelo federal. Nuestro editorial terminaba entonces llamando la atención sobre que era tarea de los líderes políticos encabezar un proceso así y advertíamos de que “si, acosados por la opinión y las sombras de su pasado, se enrocan en su ensimismamiento y hacen oídos sordos a las demandas de la ciudadanía, el régimen de la Constitución de 1978 correrá innecesarios riesgos en el próximo futuro”.
El presidente debe aclarar si tienen un proyecto de futuro, en democracia y convivencia pacífica
Pues bien, el futuro ya ha llegado y si el llamado régimen del 78 afronta una crisis de Estado tan grave como la que nos ocupa no es debido principalmente al populismo rampante de los leninistas de color violeta y los okupas metidos a parlamentarios que pretenden invadir las instituciones para dinamitarlas. Responsabilidad mayor recae sobre los partidos tradicionales y constitucionalistas, incapaces de ponerse de acuerdo en cuestiones de Estado para promover las reformas urgentes y necesarias, enrocado el PSOE en las ambiciones personales de sus dirigentes, y batiéndose a la defensiva el PP, acusado justamente de ser el más corrupto de los partidos que nos ha gobernado.
Quizás tenga razón la vicepresidenta del Gobierno al criticar al señor Iceta por reclamar ayer la dimisión de Rajoy, acusándole de que su demanda responde solo a tácticas electorales. Pero hoy son muchedumbre los ciudadanos de toda ideología y condición que no se presentan a elección alguna y se manifiestan preocupados por la incapacidad y la falta de asunción de responsabilidades por parte del presidente del Gobierno, dispuesto a endilgar a los demás (jueces, fiscales, policías, Guardia Civil) un trabajo que primordialmente era suyo. Todavía estamos esperando que se le ocurra dirigir un requerimiento formal (no solo declaraciones a los medios) al presidente de la Generalitat, conminándole a que cese en su actividad sediciosa y se enfrente al problema político que verdaderamente tiene ante sí: no es ni era la eventual celebración de una consulta popular suspendida por el Tribunal Constitucional, sino la incitación a una declaración unilateral de independencia por parte de quien paradójicamente es el más alto representante del Estado en la comunidad autónoma de Cataluña. Y que en su loca huida hacia adelante no ha dudado en promover lo que tiene todos los perfiles de un movimiento insurreccional, con el apoyo cuando menos pasivo de un cuerpo armado como el de los Mossos.
La actuación de la policía autonómica de Cataluña es particularmente grave. Si los Mossos, como les fue ordenado, hubieran impedido de antemano la apertura de colegios electorales y retirado urnas y papeletas, esta tarea no habría tenido que ser realizada después por la Policía y la Guardia Civil y nos habríamos evitado muchas de las escenas lamentables que ayer dieron la vuelta al mundo. Evidentemente, esto último era el objetivo prioritario del Govern, que no dudó para ello en situar a los Mossos en su mismo terreno de rebeldía. No queremos que esto se interprete como una justificación por anticipado de la conducta del resto de las fuerzas del orden del Estado español. Su actuación se produjo, por supuesto, dentro de la ley, y como es propio de un Estado de derecho, en la medida en que hayan cometido excesos, se haya aplicado la fuerza de forma desproporcionada o empleado material no autorizado, sus actuaciones serán sometidas al escrutinio de los tribunales y, si fuera el caso, sancionadas.
Ha habido desde el principio más actores en esta crisis. Ya habrá tiempo de debatir sobre la alianza espuria entre los intereses del capitalismo proteccionista de la burguesía catalana con los objetivos del anticapitalismo nihilista y tantas veces violento que representa la CUP. Tiempo también para lamentar la ambigüedad y escasa presencia del PSOE en este proceso, cuyos orígenes se inscriben en algunas torpes decisiones del presidente José Luis Rodríguez Zapatero. Hoy toca saber cómo va a seguir enfrentando este descomunal desafío el Gobierno legítimamente elegido por los españoles. Estos tienen derecho a que Rajoy se lo explique sin necesidad de repetir lo que ya sabemos, que es preciso garantizar el imperio de la ley, porque eso es tan obvio como que amanece cada día. Para nada vale que el Gobierno se lamente de que le obligan a hacer lo que no quería. Lo que tiene que aclarar su presidente, si es capaz de ello, es lo que verdaderamente quiere y está dispuesto a hacer para que este país y sus 17 autonomías tengan un proyecto de futuro, en democracia y pacífica convivencia.
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