EL PAÍS
Juan Cruz
La llaman revolución y no lo es. Es una revuelta contra la ley organizada por la derecha catalana después de un periodo vergonzoso de corrupción.
Concentración en favor de la independencia de Cataluña, el pasado 20 de septiembre. EMILIO MORENATTI (AP)
Quién iba a decir que llegarían estas cartas. “Ya no puedo hablar con mis amigas. Se aferran a su idea y no permiten ni que se acerquen las mías. Desandaré el camino para marcharme”. O: “Sí, qué tristeza. Es como volver al túnel del tiempo, a lo más oscuro y siniestro de nuestra historia”. “Tengo miedo”, dice otra carta. Una de ellas lleva pegado un poema, “como si se hubiera escrito ahora”, de Jaime Gil de Biedma. “De todas las historias de la Historia/ la más triste sin duda es la de España/ porque termina mal. Como si el hombre, harto ya de luchar con sus demonios,/ decidiese encargarles el gobierno/ y la administración de sus pobrezas”. “Ando muy jodido, no quiero hablar, estoy paralizado. Y tengo miedo”, dice otra carta.
Cartas vienen de Barcelona. Quién lo iba decir, semejante paisaje. En las televisiones, en las radios, en la prensa prospera una mentira desnuda: la llaman revolución y no lo es. Es una revuelta contra la ley organizada por la derecha catalana después de un periodo vergonzoso de corrupción que denunció Pasqual Maragall, al que callaron. No es una revolución: se le adhirieron la CUP, las asambleas independentistas, y han vestido esto para el mundo de una revuelta que los estudiantes han abrazado con la ayuda de Assange y otros desaprensivos nacionales. La CUP, la que descabezó a Mas tras su empate infinito. Ahora parece la revolución de los claveles, y los portan, ufanos, diciendo que pasado mañana, tras la república, tampoco estará allí la derecha. Como si en lugar de ideas hubieran comprado lejía. “Ando muy jodido, no quiero hablar, estoy paralizado”.
“De todas las historias de la Historia…” No es una revolución. Ni hay una dictadura. “No se grita en las calles que no hay democracia cuando realmente no hay democracia” (Eduardo Mendoza).
Para hacer que eso, que no hay democracia, se ponga sin freno en el disparo oscuro de las mentiras no sólo ha estado Assange fabricando posverdad desde un cubículo; ha estado también Pablo Iglesias, apelando a la patria, esa palabra de tantas contraindicaciones, y diciéndole al mundo, en compañía de otros desavisados, que la derecha de aquí está preparando la sangre. Y luego ha gritado “viva España, visca Cataluña”. Baila la yenka patriótica, con Ada Colau. Han permitido los dos, entre otros voluntariosos, que parezca que la CUP es el frente revolucionario patriótico de la Generalitat y han hecho creer al mundo que aquí hay una revolución de izquierdas contra el Estado opresor en el que ellos gritan que hay dictadura, presos políticos, y que habrá sangre por culpa, claro, del Partido Popular. Una revolución popular contra el Estado de derechas. Todo el Estado y todo de Derechas.
Se han hecho lamentables escraches, y se ha elegido cuál nos gusta más para restregarlo a los ojos del mundo. “¿Ven? Aquí hay dictadura?” La guerra de las banderas, tan lamentable, se presenta ahora como un oprobio que viene de un lado solo, como los escraches, como el encierro adrede de la guardia civil y sus coches quemados. Y cualquiera de estos últimos términos de la comparación se escuchan con conmiseración: en un lado hay paz, claveles, en el otro hay hijos de puta. Entenderse así no lo logra nadie, ni la poesía. “De todas las historias de la Historia…” “Estoy paralizado. Tengo miedo”. “Lo más oscuro y siniestro de nuestra historia”.
Las cartas de Barcelona llegan tristes. La Revolución envasada al vacío está presta para ser descorchada. Los que quieren escribir la Historia, los que han contribuido a hacer de la mentira verdad (es Revolución contra la Dictadura), miran sentados el resultado de la ruina. Cuanto peor mejor. Ya adivinan su fruta, la que cae como las manos tristes sobre las cartas que llegan de Barcelona.
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