Joan Faus
“Nos ignoraron”, lamenta un veterano del Ejército estadounidense que ha llevado por primera vez a los tribunales a su Gobierno por los efectos nocivos de la radiación.
Fotografía oficial de la Fuerza Aérea de Estados Unidos facilitada por el veterano Victor Skaar, que participó en las tareas de limpieza en Palomares. Skaar es el quinto por la izquierda, como él mismo señala en un comentario de la imagen.
Han pasado 51 años, pero Victor Skaar desprende emoción y recuerda un sinfín de detalles, como si el incidente nuclear de Palomares hubiera ocurrido hace pocos días. "Recibimos una notificación de que había habido un accidente y de que estuviéramos preparados para salir", cuenta Skaar, veterano de la Fuerza Aérea estadounidense. Entonces, tenía 29 años y trabajaba en el servicio médico y de emergencias en la base militar de Morón. Le faltaba muy poco para volver a Estados Unidos tras tres años de despliegue en España. "Todos habíamos sido bien entrenados, teníamos experiencia pero rezábamos para que nunca llegara a haber una circunstancia real".
El temido día llegó. El 17 de enero de 1966, el choque de un bombardero estadounidense B-52 con un avión nodriza desplomó sobre la costa de Almería cuatro bombas de hidrógeno, que milagrosamente no mataron a nadie. Dos de los artefactos termonucleares desprendieron plutonio, contaminando una infinidad de tierra en "un lugar llamado Palomares, que nadie podía encontrar en un mapa", según recuerda Skaar en una entrevista telefónica.
El militar llegó de noche a la pedanía, pobre y rural, junto a 60 uniformados y acompañados por una ambulancia. En plena Guerra Fría, la sensibilidad era máxima y la prioridad de Washington era retirar rápido los restos de uno de los mayores accidentes nucleares de la historia. La salud pasó a un segundo plano. “Los altos mandos decidieron que no podíamos ser muy efectivos llevando protecciones de respiración y que, si no respirábamos ese material, íbamos a estar bien. Dicho eso, nos dimos cuenta de que era imposible no respirar algo”, rememora. Él conocía muy bien su función, que era hacer pruebas de medición, pero otra gente no sabía qué buscaban y la orden era difusa: “Agarra cualquier cosa que no sea de aquí”.
Skaar, que tiene 81 años y vive en Nixa, una pequeña localidad de Misuri, dice que entonces no estaba preocupado por los posibles efectos de la radiactividad en su salud y que no cree que la cúpula militar fuera malintencionada. Durante 62 duros días en Palomares, en que los alimentos eran escasos y los miembros del Ejército norteamericano dormían en tiendas de campaña, hizo mediciones y ayudó a colocar en bidones la tierra contaminada. Insiste en que seguía órdenes y recuerda una analogía que merodeaba su cabeza: “Es como recibir un disparo, estás preocupado por ello, pero, si ocurre, alguien va a cuidar a ti”.
La realidad, sin embargo, fue muy distinta. Al volver a EE UU a finales de 1966, el Ejército le comunicó a Skaar que le harían pruebas de orina el resto de su vida para medir la radiactividad. Pero a los dos años, le informaron de que ya no eran necesarias. Y en 1982 empezaron los problemas. El militar fue diagnosticado con leucopenia, un desorden sanguíneo que reduce las células blancas. Su médico lo atribuyó a la exposición a plutonio en Palomares. Más adelante, sufrió un cáncer de próstata y otro de piel, que tiene bajo control. Los doctores volvieron a apuntar a la radiactividad como causa.
Tras el primer diagnóstico, Skaar solicitó al Departamento de Asuntos Veteranos una compensación por discapacidad, habitual entre los militares retirados que sufren alguna dolencia relacionada con la actividad castrense. Se le denegó: para el Ejército, él y los otros cerca de 1.600 uniformados que estuvieron en Palomares nunca fueron expuestos a riesgos radioactivos. El veterano lo desmiente y asegura que pudo comprobarlo en persona hace medio siglo. “Nos ignoraron”, lamenta. Los informes médicos sobre ellos habían desaparecido. Su sospecha es que alguna “alta autoridad” los había enterrado.
Skaar inició entonces una cruzada personal, que sostiene está mucho más guiada por el honor que por el dinero, para conseguir toda la documentación sobre el accidente y reclamar una compensación para los militares que descontaminaron Palomares.
Tres décadas después, la lucha dio el pasado 11 de diciembre su mayor fruto: se interpuso la primera acción judicial en EE UU para pedir al Gobierno norteamericano una indemnización a los afectados por el accidente nuclear. Tras leer sobre el caso de Skaar en la prensa, en 2016 un grupo de estudiantes de Derecho de la Universidad de Yale se puso en contacto con él. Fue determinante porque los alumnos le representan en la demanda en un juzgado de Washington contra el Departamento de Asuntos Veteranos.
La acusación alega que la Administración estadounidense hizo un análisis “fundamentalmente defectuoso” sobre el riesgo sanitario del incidente en Almería, en base al cual justificó la decisión de no conceder ayudas a los militares. Tampoco, según la denuncia, les proporcionó protección adecuada y no midió en muchos de ellos su exposición a radiación. Preguntado por esa demanda, un portavoz del Departamento de Veteranos declinó hacer comentarios.
Skaar tiene una lista de 40 veteranos que estaban con él y que aspira a incluir en su litigio. Dos conocidos suyos murieron de cáncer a los cinco años de volver a EE UU. “Esto no es sobre mí”, repite constantemente. “Me preocupa la gente que ha sido ignorada que ha tenido cáncer de más joven”, añade. E insiste también en otra idea: “No tengo remordimientos”.
Describe el Palomares de 1966 como un “lugar muy primitivo”, sin electricidad ni agua corriente, y con casas hechas de adobe y ganado en los alrededores. Se deshace en elogios hacia los habitantes de la pedanía. Volvió a visitarla en 2000 y comprobó lo mucho que ha cambiado España desde entonces. Allí permanecen, sin embargo, 50.000 metros cúbicos de tierra contaminada con plutonio. En 2015, Washington se comprometió a llevársela, pero por ahora no se ha materializado. Tras el accidente, EE UU retiró 1,6 millones de toneladas de tierra y aseguró que no dejaba restos tóxicos. “Cuando se llevaron esa tierra, nos fuimos. Lo que entendimos es que nos lo habíamos llevado todo”, subraya Skaar. La sombra de la radiactividad de Palomares parece imposible de desaparecer.
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