martes, 23 de octubre de 2018

Alejandro Farnesio, el rayo de la guerra. 3º ESO

ABC Cultura
Emilio Lara

Nació en Roma y quiso con locura a España, la nación donde se educó y a la que sirvió hasta la muerte, tras dejar atrás un ejército de admiradores y detractores. Demasiado para la España del XVI.


Un joven Alejandro Farnesio, III duque de Parma - ABC


Roma non basta una vita. Me encanta esa sentencia, esa frase que asume que una sola vida es insuficiente para abarcar la inconmensurable belleza de la capital italiana, para conocer a fondo la ciudad más cautivadora que conozco. Y me parece apropiada para resumir la biografía de Alejandro Farnesio, que nació en Roma y quiso con locura a España, la nación donde se educó y a la que sirvió hasta la muerte, tras dejar atrás un ejército de admiradores y detractores debido a su carisma, su genialidad militar, política y diplomática. Demasiado para la España del siglo XVI.
Vino al mundo en 1545. En su linaje se entremezclaban sangre papal e imperial, pues era biznieto del pontífice Paulo III por línea paterna y nieto de Carlos V por la rama materna. Su madre, Margarita de Austria, hermana natural de Felipe II, fue nombrada gobernadora de los Países Bajos, y en aquel avispero del imperio, el niño Farnesio aprendió los rudimentos políticos. Felipe II, su tío, dispuso que Alejandro Farnesio, al cumplir 14 años, se trasladase a España. En 1561, por voluntad del monarca, el joven Farnesio se instala en Alcalá de Henares para seguir un escrupuloso plan de estudios teniendo como compañeros a su tío, Juan de Austria, y a su primo hermano, el príncipe Carlos, el hijo de Felipe II que tantos desórdenes mentales padeció y que tan trágico final tuvo.
Los tres muchachos, de edades similares, convivieron y disfrutaron en Alcalá, donde Juan de Austria descolló en el aprovechamiento intelectual y Alejandro Farnesio en las actividades físicas, pues se aficionó a la equitación, la caza, la esgrima y cualquier disciplina relacionada con el arte de la guerra.
En los dulces años alcalaínos de correrías estudiantiles, un Farnesio fiestero, derrochador y amante de la buena ropa, se dedicó también a romper corazones, pues su gran atractivo físico, su donaire y don de gentes, lo convirtieron en su juventud en el hombre carismático que fue hasta el final de sus días. Se estaba gestando un líder deseoso de mostrar su valía. La oportunidad le llegó en Lepanto.
En 1571, Juan de Austria es designado comandante de la Liga Santa, y ante la insistencia de su sobrino, le concede el mando de tres naves genovesas. Durante la batalla, Farnesio ordena el abordaje de una galera enemiga y, espada en mano, salta por la borda y combate a los turcos haciendo gala de un arrojo que le granjeará el respeto de sus soldados. Esa temeridad y audacia frente al enemigo serán antológicas a lo largo de su carrera militar. Había nacido una leyenda.

Éxitos y alianzas

Sucederá a Juan de Austria como gobernador de Flandes en 1578, y en aquella levantisca parcela del imperio, Farnesio aplicará las enseñanzas políticas y militares recibidas y multiplicará su eficacia merced a sus aportaciones personales. Jamás en la monarquía española un hombre demostrará mayor combinación de habilidades en tan poco tiempo. Se reveló como un superdotado. De hecho, sus éxitos diplomáticos y las alianzas efectuadas en Flandes hacen que, de algún modo, pueda ser considerado el precursor de Bélgica como país.
Me gustan los libros, las películas y series de espionaje, de investigación periodística y de trastienda política por lo mucho que aprendo de los mecanismos de la condición humana. A veces, incluso más que de la propia vida. Pues mejor que todo ello es leer la fascinante biografía de Farnesio.
Como militar fue una mezcla de Rommel y Patton. Su visión estratégica y táctica de los teatros de operaciones revolucionaron el arte de la guerra por combinar la astucia con la audacia, la ingeniería y la artillería y sacarle rendimiento a la mejor infantería del mundo: los tercios de la monarquía hispánica. Amberes y Maastricht serán un ejemplo de plazas conquistadas gracias a su genio. Su arrojo era legendario, pues se exponía en primera línea sin que le importasen los cañonazos a su alrededor o las balas zumbando como abejorros de plomo, ya que antes se sentía soldado que general. De hecho, no dudaba en colocarse la armadura, montar a caballo y encabezar galopadas contra los rebeldes holandeses; y se arremangaba, cogía una pala y se ponía a cavar trincheras junto con los soldados rasos ante los descolocados oficiales de la alta nobleza de su estado mayor, paralizados de estupor al verlo trabajar como un gastador más.
Era un general racional e intuitivo que preservaba la vida de sus hombres y sabía cuándo arengarlos para motivarlos, aunque no se arredraba si tenía que sofocar un motín, pues en una ocasión agarró por el pescuezo al cabecilla de un tercio alemán amotinado por adeudársele la paga y lo puso debajo de su caballo para que lo patease.
Calaba a la gente. Era tan buen diplomático como estadista. Conocía los entresijos psicológicos de las personas y sabía cómo camelárselas o derrotarlas a base de recompensas, sobornos, ataques y pactos. Su visión política era muy moderna y prefería llegar a acuerdos antes que librar combates y derrochar sangre y dinero. Hoy lo consideraríamos un excepcional director de recursos humanos por su olfato para colocar a los hombres adecuados en los puestos requeridos. Tantas virtudes juntas eran insoportables para algunos compatriotas y, sin embargo, enemigos. Así que los mediocres y envidiosos maquinaban cómo desprestigiarlo. Esperaban su momento con la obcecación de las termitas.

Hoja de servicios

En 1586 hereda de su padre el ducado de Parma, y con ese título será conocido en Europa quien ya lo era por el sobrenombre de «El rayo de la guerra». Su hoja de servicios a la Corona española era tan extraordinaria que Felipe II tuvo en cuenta su opinión cuando se planificó la Empresa de Inglaterra.
1588 fue el año en el que la historia pudo haber cambiado. El año de la Gran Armada, la que los ingleses denominaron la Armada Invencible.
Farnesio cumplió su cometido. A comienzos del verano concentró entre Calais y Dunquerque a sus tercios, construyó una flotilla de barcazas y lanchas, se aprovisionó de municiones y alimentos y esperó que la Felicísima Armada llegase para embarcar a sus tropas, desembarcar en Inglaterra y conquistar la isla en poco más de una semana. Pero los tercios no embarcaron en la Armada. Los correos enviados entre los dos duques, el de Medina Sidonia y el de Parma, no estuvieron coordinados. Si los tercios hubiesen desembarcado en Inglaterra, la operación anfibia se consideraría un precedente del Día D.
La fallida invasión fue el detonante que esperaban los adversarios de Farnesio, que comenzaron a deslizar en los oídos del receloso rey insidias contra el duque de Parma, pues lo acusaban de desviar fondos y de hacer y deshacer a su antojo en el Flandes que estuvo a punto de cohesionar y pacificar.
El mesiánico Felipe II se involucró en las guerras de religión de Francia para combatir al protestantismo y, de paso, conseguir el trono francés para su hija Isabel Clara Eugenia, así que ordenó a Farnesio marchar a contrarreloj desde Flandes hasta París. Y el duque de Parma volvió a cumplir con éxito su cometido, ayudando al bando católico galo y derrotando al ejército hugonote. Sin embargo, su proverbial desprecio por el peligro resultaría fatal para él.
En 1592, al inspeccionar las murallas de la ciudad francesa de Caudebec, recibió un tiro en el brazo. Los médicos le hicieron una cura de urgencia y más tarde le extrajeron la bala de arcabuz, pero la herida se infectará. La muerte le llegó poco antes de que un enviado de Felipe II le informara de que era cesado como gobernador de Flandes y capitán general. El desconfiado rey no pudo soportar la fama y el prestigio de su más fiel servidor. Falleció con 47 años. Dejó el patrimonio familiar mermado, pues no se dedicó a enriquecerse, sino a servir a su rey y a engrandecer a España.
En mi novela «La cofradía de la Armada Invencible» (Edhasa) quise situar a Farnesio revistando a los tercios en Dunquerque, cantando la tropa que Inglaterra sería cuestión de un día para la infantería, recordando el duque de Parma sus años dorados en Alcalá de Henares, cuando las cigüeñas volaban desde sus nidos en los campanarios.
Cuando vuelva a Italia me gustaría visitar Parma. No la conozco. Farnesio fue enterrado allí, en la cripta de la iglesia de la Madonna della Stecatta. Lo amortajaron con el hábito capuchino y lo metieron en un severo sepulcro de piedra cuyo epitafio es Alexander. Mayor sobriedad y orgullo, no caben. Genio y figura. Así se equiparaba al otro gran Alejandro El Magno.
Como tantas veces con otros hombres, con Farnesio España fue más madrastra que madre. De haber tenido una figura así en su historia, Francia o Inglaterra hubiesen rodado películas de signo épico. O Hollywood. Pero era español, y la Leyenda Negra, construida por los países que admiraban y temían a España, continúa vigente.
Al principio dije que una personalidad tan arrolladora como la suya, superlativa para la milicia, la política y la diplomacia, fue insoportable para la España del siglo XVI. ¿Lo sería para la España del siglo XXI?
En efecto. Ésa es la respuesta.

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