miércoles, 14 de noviembre de 2018

El secreto sexual de la amante más célebre de Felipe IV. 3º ESO

ABC HISTORIA
César Cervera


Felipe IV quedó fascinado durante una obra de teatro por los encantos de la actriz María Inés Calderón, con más gracia que belleza; y, con la excusa de felicitarla por su actuación, pidió reunirse en privado con ella.



El reinado de Felipe IV se caracterizó por una sensualidad desenfrenada y una relajación en las costumbres de la nobleza. El Monarca, que reinó desde la adolescencia, inició amoríos breves con mujeres de toda clase y condición: casadas o viudas, doncellas, sirvientas, damas de alta alcurnia, monjas y, por supuesto, también actrices. El Rey acostumbraba a frecuentar de incógnito los palcos de los teatros populares de Madrid, como El Corral de la Cruz o El Corral del Príncipe, en busca de aventuras amorosas. Allí conoció a una joven actriz llamada María Inés Calderón, a quien apodaban «la Calderona», y la cual había mantenido relaciones el pasado con el Duque de Medina de la Torres, un influyente aristócrata del periodo.
María Inés Calderón había nacido en 1611 en una familia de la farándula española y desde niña se había dedicado al teatro. Su padre suministraba material a las compañías y hacía de prestamista para los nuevos emprendedores en este sector. Al igual que su hermana mayor Juana, María debutó con solo 16 años en el corral de La Cruz con una obra de Lope de Vega. Continuó su carrera interpretando a los clásicos y llamó la atención del duque castellano, con quien tuvo una relación sentimental más allá de lo superficial.

Un secreto sin revelar

Se dice que el Monarca empezó a interesarse en la actriz cuando dicho duque presumió en público de una «propiedad oculta» (se entiende que sexual) poseída por «la Calderona». La atribución de esta habilidad que por decencia evitan nombrar los cronistas indujo al Rey a una lasciva curiosidad. Tras acudir a una de sus obras, Felipe IV quedó fascinado por los encantos de la joven, con más gracia que belleza; y, con la excusa de felicitarla por su actuación, pidió reunirse en privado con ella. Cuando la aventura cuajó, el Duque de Medina de la Torre tuvo que retirarse a sus dominios andaluces para no incomodar más al Rey, quien, según las malas lenguas, llegó a amenazarle con un cuchillo para que diera su consentimiento.
Los cotilleos hablan de una habilidad sexual que, según el viajero francés Bertaut, tal vez era en verdad un obstáculo. Este cronista afirma que el soberano halló «dificultades» materiales para mantener relaciones con la actriz:
«Incluso se comenta que, al no poder correrse, aunque era muy vigoroso como lo era en ese momento, estaba desesperado; de modo que consultó a su cirujano, quien la visitó [a la Calderona] y encontró un obstáculo, que fue necesario operar y ella sufrió. Después de eso el Rey quedó satisfecho»

Las facciones morenas del hijo bastardo del Rey y su supuesto parecido con el Duque de Medina de la Torres dieron pólvora a las murmuraciones de sus enemigos.

De todas las aventuras fugaces del Rey, esta fue la más intensa y la que dio al bastardo más ilustre, «el hijo de la tierra» (la forma en que se inscribían en el libro de bautizados a los hijos de padres desconocidos), nacido dos años después de comenzar la relación. Contra los deseos de su madre, el niño ilegítimo fue apartado de su lado para criarlo en un ambiente cortesano.
El joven demostró pronto una gran capacidad intelectual y desarrolló habilidades como jinete y espadachín, siendo la mejor opción que se iniciara en la carrera eclesiástica. No obstante, el reconocimiento de su padre en 1642 por recomendación de Olivares cambió el destino del niño. Emulando al bastardo más célebre de la Casa de Austria, Don Juan de Austria, el niño fue nombrado como Don Juan José de Austria y durante un tiempo se creyó con el talento de emular al héroe de Lepanto. En cualquier caso, sus facciones morenas y su supuesto parecido con el Duque de Medina de la Torres dieron pólvora a las murmuraciones de sus enemigos.
La esposa de Felipe IV, la Reina Isabel, sobrellevó con dignidad la legión de bastardos y las humillaciones de su marido, pero se sabe que al menos en una ocasión perdió la paciencia con la madre de Don Juan. Con motivo de una fiesta en la plaza Mayor de Madrid, la Reina protestó cuando «La Calderona» quiso ocupar un balcón que no le correspondía por linaje, a lo que el Rey ordenó que las siguientes ocasiones ocupara un lugar, bautizado popularmente como «el balcón de Marizápalos».

Ni los conventos ponen tierra de por medio

Pocos años después del parto de Don Juan José, «la Calderona» pidió al monarca permiso para ingresar en un monasterio del valle de Utande, en la serranía de la Alcarria, y abandonar su estilo de vida «pecaminoso». Fue abadesa allí entre los años 1643 y 1646. Un destino habitual para aquellas mujeres que abandonaban la cama del Rey, así como para las que, declinando la oferta del Monarca, debían refugiarse en el clero de las posibles represalias y de los rumores populosos. Los conventos de España se alimentaban de la fiebre erótica del Rey Planeta y del resto de aristócratas desbocados. Lo cual no significaba que una sotana frenara las acometidas regias si entre sus objetivos se cruzaba alguna monja.
Reza la leyenda que el famoso Cristo de Velázquez fue encargado por el soberano para sustituir una imagen similar destruida por el mismo cuando trababa de violentar a una monja. Entre las andanzas menos discretas de Felipe IV se citaban sus relaciones sacrílegas con las monjas del Convento de San Plácido, en especial con una monja de la secta de los alumbrados llamada Sor Margarita de la Cruz.
Entraba y salía del convento como Pedro, que no San Pedro, por su casa. Hasta que un día las propias religiosas decidieron jugarle una mala pasada. Secundado por el Conde-Duque y el protonotario Villanueva, el Rey dispuso la perforación de un tabique desde la casa contigua al convento. A través del hueco entraron los tres embozados y buscaron a oscuras la celda de Sor Margarita, donde la priora les tenía preparado una emboscada. En la celta se encontraba Sor Margarita tumbada sobre un ataúd, con un crucifijo sobre el pecho, iluminada por cuatro cirios, tal cual se haría de haber muerto horas antes.

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