Martín Caparrós
Retrato del antiguo teniente coronel soviético Stanislav Petrov tomado en 1999. Petrov evitó un desastre nuclear en 1983.
DICEN QUE EL mundo nunca estuvo tan cerca de desaparecer como aquel día. Aquel día el presidente Reagan arengaba contra los comunistas en la ONU, Francia seguía vetando la entrada de España en Europa, los dictadores argentinos se autoamnistiaban y Simon & Garfunkel se despedían para siempre. Aquel día un centro comercial estaba por inaugurarse en La Vaguada y se temían ataques terroristas; la nueva ley de educación socialista, que aminoraba la religión en los colegios, era atacada por obispos y populares coaligados.
Aquel día, 26 de septiembre de 1983, Stanislav Petrov tenía 44 y era un teniente coronel del ejército soviético a cargo del Centro de Detección de Ataques Nucleares de la URSS. Desde ese búnker operaba la inmensa red de radares, satélites, técnicos, analistas que intentaban proteger su territorio de los misiles atómicos norteamericanos. Aquella medianoche el centro se sacudió con una alarma: los ordenadores habían detectado uno que volaba hacia Rusia a 24.000 kilómetros por hora. Petrov pidió que se lo confirmaran; los ordenadores insistían, pero los satélites de observación no lo veían. Petrov creyó —eran otros tiempos— que las máquinas y sus algoritmos podían equivocarse. Decidió esperar; en los cinco minutos siguientes saltaron cuatro alarmas más. Uno solo de esos misiles tenía —tiene— el doble de poder explosivo que todas las bombas de la Segunda Guerra.
Debe ser tan extraño pensar que uno tiene el destino del mundo en sus manos. Si Petrov seguía el protocolo y alertaba a sus superiores, en minutos cientos de misiles rusos volarían hacia territorio americano. En una hora la guerra nuclear habría matado a docenas de millones; Petrov esperó. Los ordenadores ratificaban, pero no había confirmación visual. Debe ser tan extraño saber que si uno toma la decisión equivocada lo pagará la humanidad.
Stanislav Petrov había nacido en Vladivostok en 1939; no le gustaba ser soldado, pero le había resultado fácil. Salvo ahora: no le quedaba margen para dudas. Decidió que la alarma debía ser un error: no era razonable que los americanos mandaran sólo cinco misiles —y no, como todos preveían, cientos. Minutos más tarde el radar confirmó que no había ataque.
Petrov acababa de salvar al mundo, y el mundo no lo supo y todo siguió como si nada. Los militares rusos lo callaron: su sistema de defensa había fallado demasiado como para andar contándolo, así que sólo nos enteramos 20 años después. Y, por alguna razón, enterarnos de estas cosas no nos hace preguntarnos qué otras ignoramos: qué pasa hoy que sabremos, si acaso, algún día.
Stanislav Petrov no duró mucho más en el ejército. Su esposa se murió y él pidió el retiro: ahora es un viejo colérico, fumador, aburrido, encerrado en un pisito de los alrededores de Moscú, un poco harto de que sólo le quieran hablar de aquel cuarto de hora, que no parece tener mucho de qué hablar fuera de aquel cuarto de hora, cuando su gran acierto fue no hacer: cuando decidió que la inacción era la mejor acción posible. Fue un azar que él estuviera a cargo; quizás otro hubiera seguido al pie de la letra el protocolo, quizás el mundo ya no existiría. Su vida es ese cuarto de hora, pero ese cuarto de hora salvó al mundo: pocas vidas —tan llenas, tan vacías— definieron tanto.
Las bombas siguen ahí: Estados Unidos, Rusia, China, Francia, Inglaterra, India, Pakistán y Corea del Norte tienen miles, tan capaces de romperlo todo. Pero, por alguna razón, ya no parece preocuparnos. Aunque estamos, como siempre, en manos de un azar desconocido. Y de uno conocido, un tal Donald Trump, que ahora amenaza con lanzar “fuego y furia como el mundo nunca vio”, y puede hacerlo.
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