Lluís Bassets
El principal capital del ‘procesismo’ es todavía el voto de los independentistas, a los que intentará seguir enredando para ganar las elecciones.
El expresidente de Cataluña, Carles Puigdemont, espera a los alcaldes secesionistas en Bruselas, el pasado 7 de noviembre. EMMANUEL DUNAND AFP
Costará mucho superar el duelo. La derrota es tan severa y de tal profundidad, que digerirla costará tiempo y esfuerzo y seguro que no se hará antes de las elecciones. De momento, estamos en el momento autocrítico, breve, superficial y, en el fondo, justo para encarar la fecha del 21-D. En lugar de barrer y tirar el polvo, los autocríticos han escondido la suciedad bajo la alfombra. Ya que no somos capaces de hacer lo que hay hacer en estos casos, nos lavamos la cara para ir a elecciones sin cambiar nada.
Lo más divertido del momento autocrítico –cinco minutos justitos y luego regresamos a lo de siempre– son las justificaciones de los errores, que se resumen en una sola: la maldad del enemigo y la inocencia o ingenuidad propias. Ni siquiera en la admisión del error hay reconocimiento de una culpa moral. España nos engañó: parecía una democracia, pero no lo era. Lo mismo hizo Europa, con su doble vara de medir. Y sobre todo la violencia, este instrumento repugnante que los catalanes nunca utilizamos y que el Estado estaba dispuesto a desatar si se encontraba que la república proclamada empezaba a existir.
Los niños, a partir de los diez años, suelen ser más decentes y consecuentes que los dirigentes del Proceso, maestros en el engaño y en el autoengaño. Su comportamiento es inexplicable e injustificable, y sólo se salvan por la fe del carbonero y la indulgencia de sus numerosos partidarios, que aceptan con los ojos cerrados los argumentos falaces que sirven para justificar todos y cada uno de sus errores y pecados.
El daño que han hecho, ellos y sólo ellos, a Cataluña y a los catalanes, es inmenso, y lo primero que deberían hacer es meditar sobre las responsabilidades y consecuencias de sus actos y sus decisiones. Han dañado gravemente la economía. Han deteriorado y desprestigiado las instituciones, el Parlamento, la Presidencia y el Gobierno de la Generalitat, pero también y sobre todo, la escuela y los medios de comunicación públicos. Han roto la amistad civil entre los catalanes, estimulando la aparición de dos comunidades diferenciadas por su adscripción etnolingüística y su identidad cultural. Han dañado la imagen del país y de su capital, en España, en Europa y en el mundo, es decir, han destruido el único poder auténtico catalán de siempre que es el llamado soft power, el de la influencia y el prestigio. Han hecho burla de la legalidad constitucional y estatutaria. Han echado la gente a las calles y al tumulto con los paros de país y con los asedios a instituciones y hoteles donde se alojaba la policía, poniendo en peligro la integridad física de las personas. Han destruido el catalanismo político, con toda su capacidad de transversalidad y de cohesión, de unión y de pacto, de negociación y de influencia en Madrid. Y, finalmente, han quemado también las energías del independentismo en una aventura frívola e irresponsable, fruto de la ambición personal y de un pésimo cálculo partidista.
Todo esto lo han hecho a toda velocidad. Cuesta mucho construir y nos costará muchos años recuperar el nivel que teníamos antes de que comenzara este desastre. También por los efectos nocivos que tiene en la ciudadanía. Política es pedagogía y las malas políticas son enseñanzas negativas que siembran ideas y comportamientos nefastos, destinados a rebrotar en el futuro. También habrá que hacer un esfuerzo de pedagogía democrática y constitucional durante muchos años para combatir las ideas populistas que tan profundamente han arraigado en el país.
La gente que ha hecho todo esto debería asumir sus responsabilidades de todo tipo, incluidas las judiciales, y apartarse voluntariamente de la política, probablemente para siempre o en todo caso por una larga temporada. Sus partidos deberían renovarse urgentemente, en sus programas y en sus direcciones. Y quizás una vez hecho esto, que requiere tiempo y al menos una legislatura, podrían volver a poner el tren sobre las vías.
De momento nadie lo ha hecho ni ha expresado la más mínima intención de hacerlo. La tentación es seguir como si nada, tal como ya ha avanzado Artur Mas, que es quien mayor responsabilidad tiene en toda esta historia, y tal como demuestra el uso de los presos y de los huidos en las listas electorales. Y esto tiene tres explicaciones: la primera, la urgencia de la cita electoral del 21-D que no deja márgenes y obliga a improvisar listas y programas; la segunda, es el capital propagandístico de los presos, del 'presidente exiliado' y del 155, debidamente magnificado y convertido en lo que no es, un ataque irreversible y devastador contra el autogobierno, y en el argumento exculpatorio de todos los errores cometidos; y el tercero, y lo más importante, los votantes, estos casi dos millones de votos que constituyen el único capital vivo del Proceso, a los que hay que cuidar para que no cambien en nada, ni en las ideas ni sobre todo en el voto.
La mayor inmoralidad del ‘procesismo’ es el engaño sistemático al que sometieron a sus seguidores, esos dos millones de ciudadanos decentes, de buena fe, militantes generosos y catalanistas de corazón, a los que se convenció de la facilidad y la rapidez con que se crearía una república próspera y feliz, europea y pacífica y que se encontraron el fin de semana trágico tras la falsa proclamación de la república con el silencio y la huida de sus dirigentes, que no tenían ningún tipo de plan ni sabían qué hacer a continuación.
Pues bien, la tragedia por los catalanes independentistas es que estos mismos dirigentes, frívolos e irresponsables, autores de una independencia fake como las fake news que difundían, están ahora dispuestos a mantenerse en sus puestos de poder y por ello se proponen de cara a las elecciones y como único programa seguir enredando a los dos millones de votantes, exactamente como han hecho estos últimos cinco años, y a ver si así vuelven a obtener la mayoría que les permita seguir tercamente excavando el agujero en el que nos han metido con este terrible derrota.
Los catalanes no nos lo merecemos. Los catalanes independentistas tampoco lo merecen. Ahora sí se hace imprescindible el grito matutino de Mónica Terribas, pero en sentido contrario: Cataluña, ¡despierta! ¡Y arrincona de una vez a esta pandilla de frívolos e irresponsables!
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