Nicolás de Pedro
Las guerras ya no se declaran, lo virtual es tan relevante como lo físico y las batallas se producen cada vez más en el espacio informativo.
Putin da un discurso frente a la estatua de Alejandro III en Yalta, Crimea, este 18 de noviembre. ALEXEY DRUZHININ AFP
La desinformación representa un grave desafío para las democracias europeas. La difusión de noticias falsas y narrativas tendenciosas a través de las redes sociales, y el efecto de cámaras de eco que generan, amenaza la salud de nuestros debates públicos. Twitter y Facebook facilitan estos debates, en efecto, pero también, cada vez más, la polarización y la confrontación. Y más en tiempos donde las emociones priman sobre la racionalidad y la posverdad sobre el rigor factual. Un entorno, pues, propicio para convertir fortalezas como el libre flujo de información o el carácter abierto y plural de las sociedades europeas en una vulnerabilidad estratégica. Y ahí es donde irrumpe una Rusia que, convencida desde hace años de afrontar una amenaza existencial proveniente de Occidente, ha decidido apostar fuerte en el frente de lo que denomina “guerra de la información”.
Paradójicamente, el Gobierno ruso cree que simplemente reacciona y hace probar a Europa y EEUU su propia medicina. En la perspectiva del Kremlin, todo forma parte de un gran plan euroatlántico –desde Kósovo a cualquier manifestación en Moscú– urdido con el único fin de usurpar el poder en Rusia. De ahí que los estrategas rusos hayan conceptualizado la llamada “guerra no lineal” y que aquí se ha popularizado como guerra híbrida. La idea central es que las guerras ya no se declaran, los elementos virtuales son tan relevantes como los físicos y las batallas se producen cada vez más en el espacio informativo. Lo más importante y preocupante es que no se establece una distinción nítida entre los periodos de guerra y paz y se asume la naturaleza permanente de la guerra informativa. Situación que se agrava con el aparente convencimiento entre la elite del Kremlin de la imposibilidad de un acomodamiento satisfactorio con Occidente. Debilitar a la UE y la OTAN es, pues, un objetivo prioritario. Y qué mejor manera que hacerlo operando desde dentro de cada uno de los Estados miembros aprovechando, de forma pragmática y desideologizada, cualquier crisis o vulnerabilidad.
La desinformación –es decir la difusión de información falsa de forma deliberada– es así un elemento decisivo dentro de este esquema de guerra política multidimensional. De ahí que la maquinaria de propaganda rusa esté concebida como un arma estratégica, pero con vocación de ser empleada masivamente para socavar, desorientar, agitar, debilitar o paralizar al adversario. Los escépticos con el desafío de la desinformación rusa arguyen que no hay nada nuevo en esto. Y en parte están en lo cierto. Las injerencias, el engaño y la manipulación política son tan antiguos como nuestra especie. Pero dos elementos diferenciales agravan la situación actual. Por un lado, el contexto de posverdad, de crisis de la mediación –cuestionamiento de los grandes medios tradicionales y de los expertos– y de deslegitimación de las democracias liberales como resultado de la crisis económica. Por otro lado, el auge digital que permite llegar de forma inmediata y sistemática a audiencias masivas con facilidad y bajos costes.
Y lo hemos visto por toda Europa en múltiples ocasiones en los últimos años, de los países nórdicos a Francia, España o Alemania pasando por el laboratorio ucraniano. Así por ejemplo, cuando todos los indicios apuntaban a la insurgencia rusa como responsable del derribo del vuelo MH17 en julio de 2014 en Ucrania, rápidamente la maquinaria rusa puso en circulación docenas de hipótesis alternativas. Algunas de ellas absolutamente delirantes, pero no importa lo absurdas que fueran, el objetivo no era convencer sino generar el suficiente ruido y confusión que induzcan a pensar que, sencillamente, no era posible determinar quién derribó realmente el avión.
El diagnóstico está claro, pero en absoluto el remedio. La maquinaria de desinformación rusa ofrece productos sofisticados difíciles de desentrañar y combatir y adaptados a cada audiencia objetiva. Rusia, por ejemplo, alimenta tanto a la izquierda populista como a la derecha xenófoba. En el plano táctico, han proliferado diversas iniciativas –entre ellas el East Stratcom de la UE– para monitorizar y denunciar las noticias falsas y ofrecer información veraz. Pero esto, aun siendo necesario, es solo parte de la solución y acarrea dilemas, ya que siempre será más sencillo y barato saturar un entorno con información falsa que desmentirla y además implica que quien desinforma marca la agenda. Pero qué hacer en el plano estratégico sigue resultando incierto. ¿Es posible y recomendable limitar el flujo de información? ¿Podemos hacerlo anticipadamente sin conocer el contenido solo el emisor? ¿Qué hacer cuando la autoría no está clara? Preguntas, de momento, sin respuestas evidentes.
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