Recuperar la convivencia social y la economía exige otra dirección política.
El barco Moby, popularmente conocido como Piolín y que ha alojado a fuerzas de seguridad en las últimas semanas, en su salida del puerto de Barcelona. ALBERT GARCIA
Las elecciones autonómicas del 21-D deben servir para iniciar la plena normalización de Cataluña. Ello implica revertir el múltiple desastre que ha supuesto el procés. La intentona secesionista ha fracturado la sociedad catalana hasta extremos insólitos: en la vida familiar y vecinal, en las redes sociales, en el debate mediático hay más abismos que complicidades. La inestabilidad económica buscada por el antiguo Govern se ha instalado, preanunciando un declive: en el crecimiento coyuntural del PIB para 2018, y también estructural, como indica la deslocalización de empresas. Las instituciones autonómicas —Govern y Parlament— quebraron su legitimidad en septiembre, mucho antes de la intervención de la autonomía que provocaron sus cúpulas. Las fisuras entre una parte de la sociedad catalana y el conjunto de los españoles se han multiplicado. Y el prestigio internacional de la marca Cataluña corre peligro de ruina.
Aunque duela tener que resaltarlo, peor sería cerrar los ojos a la realidad, lo que incapacitaría para afrontar los problemas. El reto de Cataluña en el horizonte que abrirá el 21-D es también múltiple: recuperar la convivencia y la cohesión social internas; conseguir la seguridad jurídico-política suficiente que permita el retorno progresivo de sedes de empresas trasladadas; devolver la dignidad a las instituciones pisoteadas por sus dirigentes; rescatar la confianza; y reinsuflar el prestigio internacional menoscabado. Esas son las tareas urgentes, no otras. Se resumen en restaurar el funcionamiento correcto de la autonomía, lo que llevará tiempo. Solo después de culminadas, serenados los espíritus y bajo una (deseable) dirección responsable se abrirá espacio para perfilar y negociar una mayor y mejor capacidad de autogobierno.
El relato de la facilidad, la gratuidad del 'procés' y su supremacía democrática era falso
Todo programa alternativo que rehúya esas prioridades y patrocine la demagogia de la presunta existencia de presos políticos (negada por Amnistía Internacional); agite las conciencias ante la supuesta abrogación de la autonomía por culpa de la aplicación del artículo 155 de la Constitución (y no, como ocurrió, por las leyes rupturistas del 6 y 8 de septiembre que la cancelaron); y haga ruido con el falso exilio de antiguos dirigentes, es humo distorsionador.
Porque para la liberación de los ex dirigentes en prisión bastará seguramente con que imiten a los parlamentarios: ofrecer al juez garantías de que no reincidirán en sus presuntos delitos y respetarán la Constitución (sin necesidad de renegar de sus sueños). La recuperación de la plenitud autonómica deberá producirse al día siguiente de las elecciones, al concluir la vigencia prevista de la aplicación del 155. Y el problema del expresidente fugitivo y sus adláteres puede resolverse en tan solo dos horas de vuelo, el tiempo que necesitan para responder ante la Justicia. Urge que las bases independentistas bienintencionadas examinen fríamente el balance de sus dirigentes, y que sean ayudadas con espíritu inclusivo por todos, y no menospreciadas. Si es así, se percatarán de que el procés entendido como tentativa de romper la convivencia ilegalmente ha periclitado: políticamente no suscita mayorías; jurídicamente, ha quedado demostrado que el orden constitucional sabe evitar su destrucción.
La etapa que se inicia exige reconocimiento de los desastres, respeto a todos y razón
Comprobarán también que el “relato” de su facilidad, gratuidad y supremacismo democrático era falso. Ese relato era lo más potente del procés, cuyos patrocinadores reconocen ahora su fiasco —más vale tarde que nunca—: que no estaban preparados, que improvisaron, que todo era “simbólico”, y por ende, irreal y fantasioso. Pero si era así, corresponde que quienes les creyeron les pidan cuentas. Y concluyan que no merecen volver a gobernarles quienes tanto intentaron engañarles.
El peligro principal sería el retorno de los culpables del procés y de su fiasco a un papel preponderante: aunque no es siquiera imaginable que pudieran perpetrar parecidos desastres, porque se evidenció que el orden constitucional dispone de eficaces anticuerpos. Pero hay otro riesgo, la mutación del referéndum ilegal en una suerte de referéndum secesionista pactado según la cantinela del “derecho a decidir” (un pilar de la democracia que se ha usado como máscara del derecho a romper un país). Hay que descartarlo de raíz: porque jurídicamente no encaja en la Constitución, según ha aseverado su intérprete, el Tribunal Constitucional. Y porque políticamente es mucho mejor refrendar un acuerdo ya alcanzado con el máximo consenso posible que dirimir en falso un desacuerdo que divide por mitades a una sociedad, como ha sucedido en el Reino Unido. Referéndum sí, sobre un pacto. No para consagrar la división y disolución de una ciudadanía.
La etapa que se inicia exige tres actitudes cívico-políticas: respeto, reconocimiento, razón. Máximo respeto a todos, tanto en Cataluña a los conservadores, como en toda España a los independentistas que opten por respetar la ley; el reconocimiento de los desastres que ha provocado el procés,para no repetirlos; la razón, que llama al abandono definitivo del unilateralismo ilegal e impetra el retorno al autonomismo leal. Ahora es el momento.
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