martes, 5 de marzo de 2019

Guerra a Boko Haram 4. Desplazados, huyendo de Boko Haram.

EL MUNDO
Alberto Rojas/Santiago Diéguez/Fernando G. Calero




La prensa aún no ha conseguido trasladar al lector un olor determinado. Describirlo con palabras, tratándose de un sentido tan evocador, es un ejercicio fallido. Debería dispensarse, con la venta de un ejemplar de papel, una pequeña cápsula que condensara el aroma de cada reportaje. Así sabríamos como huele en una convención del PP, en la biblioteca de un escritor o en un lugar como el campo de desplazados de Custom House, donde el olor se queda en tu memoria para siempre y nunca se olvida.
Pocos lugares ejemplifican tan bien lo que sucede en este conflicto. En 2014 el Gobierno de Nigeria, el país más rico de África, comenzó a construir estos edificios para que vivieran en ellos las familias de los funcionarios aduaneros que tenían que encargarse de la carretera cercana que une a la capital del estado de Borno con Chad. Cuatro bloques imponentes de tres pisos cada uno, con materiales de calidad, dos habitaciones por apartamento, cocina equipada y hasta ventiladores en el techo para combatir el calor. Pero la guerra llegó y nunca se terminaron.
Panorámica de los edificios para funcionarios aduaneros en las afueras de Maidiguri, ocupados por desplazados desde 2014.
Hasta aquí llegaron, huyendo de la ofensiva de Boko Haram, miles de personas de las poblaciones de alrededor de Maidiguri. Algunas acabaron en campos oficiales, como el cercano Muna Garage, reconocidos y gestionados por el Gobierno en colaboración con ACNUR y la OIM. Cuando estos se llenaron, otros miles fueron a parar a lugares improvisados por toda la ciudad. Y otros tantos miles de desplazados se hacinaron en estos bloques de cemento a medio construir a los que nunca llegó el agua y la electricidad.
Uno de los líderes de la comunidad se ofrece a acompañarnos y a enseñarnos el interior de los bloques. Para llegar tendremos que atravesar un checkpoint en la carretera y otro a la entrada del campo vigilado por militares. Dan el ok y entramos. Es viernes, el día de rezo musulmán. Es un buen momento para visitarlos, porque la gran mayoría de gente ha ido a la mezquita y podremos movernos con más calma. Nada más llegar vemos cuatro tiendas improvisadas donde se venden tarjetas de teléfono y unidades de medicamentos como aspirinas, ibuprofenos y cosas así. También venden útiles básicos para cocinar, probablemente donados por alguna ONG y revendidos después. Por último, una tetería ofrece su té como única alternativa (hervida y saludable) al agua que traen las mujeres de un pozo, probablemente contaminado, que han excavado entre los edificios. Alrededor, decenas de mujeres encienden pequeñas hogueras para cocinar la única comida del día, alguna sémola batida, un alimento que llena, pero que está vacío de proteínas.
Pasillos exteriores de la urbanización llenos de gente descansando a la sombra mientras que las mujeres cocinan.
Una muchedumbre pasa la mañana en la parte sombría de los bloques. A las 12 de la mañana el calor duele en el Sahel. Un corro de niños se forma a nuestro alrededor. Un grupo de hombres adultos, vecinos de esta urbanización de la vergüenza, nos saluda con amabilidad. Somos bienvenidos. Pronto nos vemos dentro de la primera casa. Un salón como el de cualquiera de nuestras casas unifamiliares del primer mundo se ha visto invadido por tres familias.
James, el hombre que nos acompaña, las cuenta señalando los rincones: una, dos y tres. Cada familia, con unos siete u ocho miembros de media. Cada núcleo familiar se separa del otro por esterillas o lonas de plástico que dividen el salón. Por el pasillo alcanzamos otras dos habitaciones y la cocina. En las habitaciones también hay varias familias. La cocina hace tiempo que dejó de ser eso mismo y, pese a no tener ventanas hacia el exterior, también alberga mujeres y niños. Quienes viven dentro, lo hacen completamente a oscuras y sin ventilación. Cuando nos ven entrar, se sorprenden, pero nadie se queja. La presencia de blancos en este lugar es interpretada de forma positiva:"Seguramente vienen a tomar nota de las condiciones en las que vivimos para intentar mejorarlas".
Inodoro atascado y en desuso desde hace años en una de las viviendas visitadas en el segundo piso de uno de los bloques. Una niña de 15 años, con el bebé que acaba de parir en el interior oscuro de la cocina de uno de los pisos. Habitación interior de una de las casas, con una niña en el espacio ocupado por una familia completa.
Los servicios, modernos y completos, hace años que dejaron de usarse. Los inodoros no están atascados de heces de los últimos días, sino desde 2014. El olor general de cada uno de los pisos es diferente y, a la vez, similar. Las pareces, pintadas hace años de color crema, están marrones de suciedad. En algunas estancias el estómago se revuelve y llegan las arcadas. Hay vecinos que nos abren sus puertas y nos invitan a entrar. El suelo está tan sucio que las suelas de nuestras zapatillas se pegan.
Una mujer nos invita a su vivienda, en el segundo piso, con una sonrisa. Dentro nos encontramos a una anciana que no puede moverse, a una niña enferma y espacio para cinco familias. Cuando abrimos la puerta de la estancia que en su día fue pensada como cocina, vemos algo moverse en la oscuridad. Encendemos la linterna del teléfono móvil y vemos entre la penumbra a una niña con un bebé en sus brazos. James, el líder comunitario, que está detrás de nosotros, nos explica: 'Acaba de parirlo. Tiene 15 años y es su primer hijo'. El niño aún mantiene el pelo de la cabeza mojado por el líquido amniótico, igual que toda la esterilla. La niña ha tenido a su bebé en las sombras, en medio de la suciedad, sólo en presencia de otra mujer que la acompaña, que se tapa para que la linterna no la deslumbre. El olor, de nuevo, es indescriptible si no se padece.
¿Cuántas enfermedades evitables se extienden en un infierno como éste? Los vecinos han ido escribiendo sus números de teléfono móvil familiares en cada rincón que ocupan junto al nombre del padre de familia. Es una manera de marcar el territorio. Si se ausentan, otros ocuparán ese lugar porque, para ellos, es mejor estar aquí dentro, entre cuatro paredes, que vivir en una choza de ramas cubierta con un plástico, como les sucede a miles de personas en campos de alrededor.
Una anciana, en medio del salón de una de las viviendas, en el espacio que suele ocupar una familia completa.
En el frontal de otro de los edificios abandonados divisamos una pequeña clínica desvencijada y falta de recursos donde se dispensan medicamentos básicos y vacunas. Muchos pisos tienen carteles de ONG que pasaron por allí, pero que ya no están. Un vendedor de agua espera en su pick up lleno de pequeñas bolsas con agua potable, un lujo en un lugar como éste, pero un atentado contra el medio ambiente. Todo alrededor está lleno de bolsas de plástico como ésas que forman pequeños remolinos con el viento y montañas en vertederos improvisados aquí y allá.
Todas las guerras del mundo están trufadas de lugares así, refugios insalubres donde se hacinan miles de desplazados huyendo de la violencia que van perdiendo poco a poco su dignidad. Subimos a la última planta y vemos cómo el techo nunca se construyó del todo. Los travesaños de madera que sí se pusieron se han ido arrancando para hacer leña para cocinar, como el tren de los hermanos Marx, que iban desmontando para alimentar la caldera hasta dejarlo en el esqueleto. Aquí de la raspa del último piso cuelgan tristes los ventiladores, testigos de la urbanización de lujo que quiso ser y nunca fue.
Una mujer nos abre las puertas del piso que comparte con otras cuatro familias en uno de los bloques de la urbanización.
Desde arriba vemos el frente de guerra, que no es otra cosa que un perímetro de posiciones militares excavadas a pocos metros de estos edificios. Más allá sólo manda la ley de Boko Haram, los dueños del territorio que se extiende más allá de las principales ciudades. Aquí la población está traumatizada, enferma y hacinada, pero el miedo no ha desaparecido porque tiene el peligro demasiado cerca.
Su posición fronteriza hace que estos edificios sean un objetivo constante. Un día después de salir de allí nos comunican que una niña y una mujer secuestradas por los insurgentes hicieron estallar su chaleco bomba en el checkpoint de entrada a los edificios, donde las detuvieron los militares. Ellas murieron e hirieron a tres soldados.
Sólo se trata de que no te toque esta siniestra lotería. El 7 de diciembre, la facción de Boko Haram que dirige el carnicero Abubakar Shekau arrasó el enclave de Bama. Llevaban hasta blindados robados al ejército. El 14 de enero, los miembros de la otra facción (Estado Islámico) atacaron Rann, otro enclave cercano al lago Chad. El ejército que debía proteger a los civiles salió a la carrera y los yihadistas quemaron el poblado, así que 7.000 personas huyeron caminando hacia la vecina Camerún.
Durante toda la mañana nos encontramos varios ejemplos de familias divididas. Unos viven dentro del perímetro que marca el estado nigeriano y otros fuera. Algunos lo atraviesan por puntos determinados. Vuelven para llevar comida, gasolina o armas al otro lado. Las esposas esperan en los campos, junto a un pozo con agua y la distribución de alimentos, mientras el marido combate fuera. Las dinámicas de esta guerra son complejas: hay amigos y enemigos mezclados, víctimas y verdugos son vecinos y a veces esas dos condiciones se dan en la misma familia.
De vuelta al centro de Maidiguri intentamos un ejercicio inútil: contar el número de camiones detenidos a la orilla de esa misma carretera cargados con mercancía que esperan ser escoltados por el ejército nigeriano hasta el Chad. Son más de 200. El asfalto es propiedad de Boko Haram y nadie se atreve a conducir solo. Los militares exigen mordidas enormes por meter cada camión en el convoy. Así es esta guerra en la que cada cual lucha por sus propios intereses mientras que van llenándose urbanizaciones del miedo como ésta. Nigeria es un país sin enemigos externos. No los necesita, porque los tiene todos dentro.
Las carreteras están bastante bien en relación con el resto de infraestructuras."Aquí se hacen grandes obras para cobrar enormes comisiones. Las carreteras son ideales para eso. Pero un colegio o un hospital apenas deja beneficio. Por eso nadie invierte en educación o sanidad", comenta un trabajador de una ONG local.
Muna Custom House es un agujero negro, pero no todas son malas noticias para Nigeria. De todo ese bullebulle de frustración está surgiendo una prensa cada vez más libre y contestataria, la efervescencia cultural (o contracultural) más activa de África, una sociedad civil cada vez más organizada en las ciudades y una industria del cine, Nollywood, convertida en la tercera del mundo, con 2.000 películas al año y con 450 ingresos anuales para contar el presente del país.
El 16 de febrero, este país va a las urnas. Para dar la sensación de pluralidad, hay cientos de carteles por la carretera de vuelta a Maidiguri de diferentes colores, tipos de letra y eslóganes. Si uno se fija bien, en realidad siempre son los mismos rostros, los mismos candidatos. Es la imagen de una democracia vigilada, con una élite que descorcha más champán que en ningún otro lugar del mundo y posee el mayor número de asientos business de todo el planeta en sus aerolíneas.

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