martes, 5 de marzo de 2019

Guerra contra Boko Haram 2. La mujer como munición de guerra.

EL MUNDO
Alberto Rojas/Santiago Diéguez/Fernando G. Calero





La ciencia criminal distingue 14 tipos de violencia sexual: violación por parte de la pareja, a individuos con alteraciones de consciencia, agresión sexual infantil, estupro, incestuosa, a personas con discapacidad, a ancianos, instrumental, como delito de odio, acoso sexual, violación de desconocidos, en grupo, como arma de guerra y explotación sexual.
Es difícil encontrar un lugar en el mundo donde se den, en pocos kilómetros cuadrados, víctimas de casi todos estos casos. Ese punto en el mapa es Pulka, un pueblo en medio del territorio en el que la facción más sangrienta y radical de Boko Haram, el grupo yihadista nigeriano, secuestra, viola y mata a todo aquel que salga del perímetro establecido por el ejército, aunque tampoco permanecer dentro es sinónimo de seguridad. El enemigo para las mujeres, casi de cualquier edad, está fuera, pero también dentro.
En el estado de Borno casarse cuesta mucho dinero en dote. Boko Haram tiene tanto éxito entre los jóvenes porque promete dinero, mujeres y un billete al paraíso. Su industria del secuestro es su actividad más lucrativa. Desde el mediático rapto en el colegio cristiano de Chibok, con más de 200 niñas retenidas durante años (algunas aún no han sido liberadas), el objetivo siempre ha sido tener un gran remanente de adolescentes para ofrecerlas a sus militantes o venderlas a otros grupos islamistas para que hagan lo mismo con ellas. Con esas ventas se financia su insurgencia: las mujeres como munición de guerra.
En dos días de entrevistas a víctimas y personal humanitario, lo único que no escucharemos será la agresión incestuosa. Veremos a muchas mujeres, algunas aún asustadas y traumatizadas, otras, intimidadas por una cámara y la extraña presencia de periodistas extranjeros en la aldea. Los encuentros se producen en una discreta sala de reuniones del hospital, lejos de miradas indiscretas. Recordemos: nadie sabe cuántos infiltrados e informantes de los grupos insurgentes hay dentro de la población.
Sólo una decide no hablar. Lleva un velo con rayas de colores verticales y tiene unos 30 años. La perspectiva de recordar lo que pasó le ha hecho marearse de golpe. Se excusa y parte descompuesta a su domicilio. Para el resto de las siete mujeres que tenemos delante será también un viaje complicado al pasado reciente, pero deciden quedarse. Poco a poco, los anteriores supuestos de violencia sexual son descritos por estas mujeres en todas sus formas.
Algunas vienen solas, otras en pareja, como una madre y hija que fueron secuestradas juntas: "Nos cogieron a un grupo de siete mujeres cuando íbamos a cultivar al campo y nos llevaron a un pueblo llamado Palaibrahim, en territorio de Boko Haram. Ahí nos metieron en una habitación durante 37 días sin apenas comida, en los que nos pegaron a diario, nos hicieron leer a todas horas las tablas del Corán y nos dijeron que mi hija tenía que casarse con uno de ellos".
La hija, en ese momento, toma la mano de su madre, que sigue con su relato: "Nos escapamos porque a mi hija ya la habían amenazado de muerte, así que elegimos el viernes durante el rezo, que la vigilancia se relajaba, y estuvimos en el bosque escondidas durante seis días en los que fuimos encontrándonos a otras mujeres que se habían fugado de otros grupos, hasta que llegamos caminando a Pulka".
Otra de las mujeres presentes es viuda y viste de negro, como marca el luto de tantas sociedades. "A mí me secuestraron los de Boko Haram junto a mi marido, al que quisieron reclutar para su grupo. No quiso unirse a ellos. Escapamos de noche tras 45 días retenidos. Pero cuando vinimos, a mi marido lo detuvo el ejército y lo encarceló en Maidiguri. Nunca volví a tener noticias de él, aunque creo que murió en prisión".
La última en hablar lleva el velo blanco. No es una desplazada de otro punto del mapa, sino una mujer de la comunidad. Todos los nombres de este reportaje están cambiados por seguridad y pondremos que ella se llama Fatumata, como muchas mujeres aquí. Lejos de la timidez de sus compañeros, ella sube el tono, orgullosa, y ofrece datos de sus captores: "Todos sabemos quiénes son. Eran 12 jefes bien conocidos. Yo tuve la suerte de acabar en uno de sus cuarteles, no donde atan a los secuestrados, porque querían casarme con Kite, uno de sus comandantes. Me llevaban cada 10 días ante él para ver si había cambiado de opinión. Puedo decir cómo visten: van con prendas negras, cinturones cruzados de balas y barba larga. También que se mueven en grupos de centenares de miembros y tienen vehículos blindados". Su actitud, mientras habla, es firme.
- ¿Por qué nos cuentas esto?
- No les tengo miedo.
- ¿No tienes miedo de que puedan volver a secuestrarte?
- No, no les tengo ningún miedo. Sólo temo que mi marido sepa que me violaron allí.
A Fatumata la violó el comandante Kite mientras, a la vez, le pedía que se casara con él. Algo muy común en el comportamiento de este grupo. Ya tenía hasta fecha de boda impuesta para visitar al imam.
Fatumata, víctima de secuestro y de violación por parte de un comandante de Boko Haram.
También vemos a Binta, una chica que ahora tiene 17 años y que fue obligada a casarse con un hombre de su aldea cuando tenía solo 14. Ella no se atreve a afirmar si él era miembro o no de Boko Haram, pero los psicólogos que la atienden afirman que no hay muchas dudas de que esto fuera así. Fruto de los continuos abusos que sufrió, Binta tuvo hasta tres embarazos no deseados. Y todos ellos acabaron en aborto por razones que no nos atrevemos a preguntar. El último de estos abortos le produjo además una enorme fístula que le provocó incontinencia urinaria. Así que, viendo que su vida corría serio peligro, decidió jugársela y escapar del pueblo para buscar ayuda médica en Pulka (o la dejaron ir porque ya no les servía, quién sabe). Aquí los cirujanos de MSF le han devuelto la dignidad.
Mujeres separan el grano de las vainas secas golpeando con un bastón de manera coordinada.
En la aldea hay una colina rocosa desde la que se dominan muchos kilómetros de distancia de una planicie árida y ocre. Desde las alturas se distingue sólo un rectángulo verde donde varios agricultores trabajan la tierra. Es el huerto del comandante de la guarnición que controla el enclave. Los que se mueven entre sus hortalizas son desplazados que trabajan para él. El resto de familias, o sea, todas, deben arriesgarse a cruzar el perímetro y aventurarse a cultivar fuera, en el territorio de Boko Haram.
El ejército y los llamados vigilantes (una milicia local de autoprotección) organizan patrullas para proteger a las mujeres que salen a recolectar, pero son tan escasas e inefectivas que hay secuestradas cada día. Son muy pocas las veces en las que alguien sale del perímetro y no acaba secuestrado, mutilado o asesinado. Sobre todo si se trata de una mujer. También desde la colina puede verse ese horizonte verde más allá de los puestos militares a uno o dos kilómetros de la línea, pero inalcanzable para muchos. Los miembros de Boko Haram saquean estos terrenos para llevarse la comida. Dentro de Pulka sólo llegan los sacos del Programa Mundial de Alimentos, y hay tantos recién llegados que no alcanzan para todos. Arriesgarse a ser secuestradas o asesinadas es la única opción para ellas en Pulka.
Hablamos horas con ellas hasta que el harmatán se levanta y comienza a anaranjar el atardecer.
Hana, una niña de 15 años, con su bebé, nacido fruto de la violación de un soldado del ejército nigeriano.
Nos avisan de que hay otra chica, Hana, que quiere hablar, pero está en la consulta de salud mental de MSF, en una pequeña caseta de madera junto al campo de tránsito. A esa hora, cientos de mujeres queman unas cuantas ramas y preparan la cena de sus hijos: un puñado de mijo. La chica acude con su bebé y su madre. Sólo tiene 15 años. El niño es fruto de "la violación de un soldado", según explica ella misma. Es otra mujer sin miedo. Supera su timidez y cuenta la experiencia: "Escuchamos tiros. El ejército llegó a nuestra aldea, que estaba controlada por Boko Haram. Todo el mundo corrió. Los soldados entraron disparando. Entraron en nuestra casa derribando la puerta, preguntaron por los terroristas y, al decirles que nosotros no sabíamos nada, uno de ellos me violó. Este hijo es suyo". Muchas intentan abortar al niño por métodos tradicionales de curanderas y chamanes. Hana quiso tenerlo y ahora le da el pecho ante nosotros.
Las dinámicas, como siempre en este conflicto, superan la narrativa de los buenos y los malos. En los últimos meses, varias niñas secuestradas por los insurgentes han vuelto voluntariamente a sus captores una vez fueron liberadas. Hay ya muchos casos documentados. Boko Haram secuestró a Aisha cerca de Maiduguri, la capital del estado de Borno, territorio fértil para la secta yihadista. Fue incapaz de negarse al matrimonio forzoso con Mamman Nur, uno de los comandantes de la milicia. Aisha pasó junto a otras 69 personas al programa de desradicalización, una mezcla de apoyo psicosocial y educación religiosa. No le sirvió de nada. Según contó a la agencia Reuters, se benefició de su matrimonio con un comandante, y eso le dio cierto poder en el grupo. "Todos los hombres me respetaban".
Aisha es una privilegiada dentro del grupo de secuestradas. Pero incluso otras mujeres y adolescentes que hacían trabajos penosos, como cocinar o transportar mercancías para los yihadistas, además de servir de esclavas sexuales, decidieron volver también con sus antiguos captores. "Muchas de nosotras tuvimos mejores cuidados, mejor comida y más regalos cuando estuvimos con Boko Haram", contó una de ellas.
Mujeres desplazadas preparan la cena en el campo de tránsito de Pulka.
Estigma, inseguridad, pobreza, estrés postraumático, rechazo familiar... Muchas niñas regresan con sus captores -maridos a la fuerza, en su mayoría- ante la falta de perspectivas. Si la niña vuelve, además, embarazada, el rechazo lo hereda la criatura que lleva dentro. Hay una expresión para visualizar este estigma: "El hijo de una serpiente es una serpiente", dicen aquellos que no desean vivir junto a estas embarazadas de miembros de Boko Haram.
Para las que se niegan a casarse con ellos llega algo que es peor que la violación y el cautiverio: el martirio. Durante seis semanas se someten a un entrenamiento para acabar convirtiéndose en niñas-bomba. El día elegido para ello se vestirán con una vestimenta especial y pintarán en su piel tatuajes de jena para llegar al paraíso. En la puerta de una mezquita, escuela, iglesia o mercado, algunas de ellas aprietan el detonador bajo amenaza de los yihadistas de matar a toda su familia. Una decisión de muerte o muerte.

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