El Gobierno de May rectifica y pide a Bruselas largos periodos transitorios.
Propuesta británica sobre la unión aduanera con la UE. BEN STANSALL AFP
El Gobierno británico empezará a desandar hoy los pasos que ha emprendido desde hace un año en favor de un Brexit duro, una salida brusca de Reino Unido de la Unión Europea, tras 44 años de permanencia en ella como socio.
En uno de los tres documentos que publica hoy —los primeros que finalmente da a luz tras dos rondas negociadoras en las que ha permanecido silencioso y desconcertado—, el Ejecutivo de Theresa May pedirá un aplazamiento, una transición de tres años. Durante ese período, de 2019 a 2022, el Reino Unido seguiría formando parte de la unión aduanera europea, y se entiende que de su mercado interior.
Con ello, May da un giro de 180 grados a su política de dureza máxima, a las estentóreas andanadas de sus ministros más radicales en contra de los 27, al lema de que “es mejor un no acuerdo que un acuerdo cualquiera”. Y acepta y asume la estrategia, menos insensata, del canciller del Exchequer (ministro de Economía) Philip Hammond, quien abiertamente apostó por unos períodos de transición largos, y una solución final en la que las relaciones comerciales y financieras del Reino Unido con la UE sean lo más estrechas posibles.
Es la oficialización de la muerte del Brexit duro. La evidencia de que quien marca la posición fundamental de Londres no es ya la declinante May, sino el ascendente Hammond. Y sobre todo, el palmario (pero aún implícito) reconocimiento de que la ruptura drástica induciría probablemente una crisis de grandes dimensiones.
Muchos son los factores que han provocado este giro hacia un Brexit descafeinado. Entre ellos destaca la pérdida de poder de los conservadores en las elecciones anticipadas del 8 de junio. Y la pétrea unidad negociadora de sus 27 socios. Y la firmeza de Irlanda al negarse a cualquier frontera terrestre con los británicos (una exclusivamente marítima jugaría en pro de la unificación de la isla). Y las dramáticas advertencias del Banco de Inglaterra sobre el futuro económico, aderezadas por un mal primer semestre de 2017, contrariamente a la buena coyuntura de la eurozona. Y el aumento de los partidarios de la UE en las encuestas internas (hasta un 54%). Y las presiones del empresariado, necesitado de mano de obra inmigrante; y del poderoso sector financiero, atribulado por su inminente pérdida de hegemonía en el viejo continente.
Todo ello sería insuficiente si no hubiera desembocado en una abierta crisis interna del gabinete y del partido conservador, entre palomas y halcones. Un dimitido alto cargo del Ministerio para el Brexit, donde anida el más alto grado de xenofobia institucional, simboliza el desánimo de los ultras: anunció con razón que el camino emprendido conducía a “la catástrofe”. Ante la indigencia estratégica de los brexiteros militantes toman las riendas los defensores de posturas contrarias al suicidio.
Las primeras reacciones europeas al anticipo han sido correctas: mano tendida a la evolución de Londres hacia el realismo; firmeza en que el estatuto final solo se discutirá tras acordar las bases sobre las cuestiones clave de la inmigración y la factura financiera del divorcio. Sin perder de vista que, como dijo ayer el delegado de la Eurocámara para este asunto, “estar dentro y fuera de la unión” es “una fantasía”.
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