viernes, 18 de agosto de 2017

Pekín-París 1907: Mientras un hombre tenga un coche, puede hacer lo que quiera e ir adonde quiera.

EL PAÍS
JOT DOWN

David Navarro



El anuncio apareció el 31 de enero de 1907 en el diario parisino Le Matin y decía lo siguiente:
Lo que necesita ser probado a fecha de hoy es que, mientras un hombre tenga un coche, puede hacer lo que quiera e ir adonde quiera. ¿Hay alguien que se atreva a viajar este verano desde Pekín hasta París en coche?
Este guante, cabe insistir, fue arrojado en 1907, cuando los coches nada tenían que ver con los actuales más allá de un motor de combustión interna y, por lo general, cuatro ruedas. Apenas veintidós años habían pasado desde que Benz creara su primer Motorwagen, del cual siguiendo este link se puede comprobar que ni siquiera cumplía con el segundo precepto. Aún no había llegado el momento en el que Ford empezara a producir el icónico Ford T que daría inicio a la actual época de la automoción, que cambiaría por siempre jamás nuestra concepción del transporte, del diseño de las poblaciones y, por supuesto, de las vías que las conectan y de muchísimos más factores.
No obstante, y para ser justos con la realidad, los ingenieros y demás alocados que abrazaron el coche como el modo de transporte del futuro, en un entorno en el que su efusividad chocaba contra una general indiferencia cuando no directamente desprecio (algo similar puede estar pasando en la actualidad con la entrada de los coches eléctricos), consiguieron mejorar el rendimiento de las máquinas de una forma vertiginosa. Si bien los primeros coches alcanzaban una velocidad punta de 20 kms/h, en 1907 había ya prototipos, mayormente rodando sobre playas estadounidenses, que lograban acercarse a los 200 kms/h, un crecimiento asombroso en tan poco tiempo. Hay que darles mucho crédito.
Solo que quizá no haya que darles tanto crédito. Quitando estas demostraciones llevadas a cabo por prototipos de muy dudosa fiabilidad y practicismo, el coche era por lo general un engorro. Muy dado a romperse sin preaviso, su alcance era limitado y muy condicionado por la dificultad de encontrar combustible. Lo peor de todo no eran los vehículos; lo peor era todo lo demás. El mundo no había abierto sus brazos aún a los automóviles, entre otras muchas razones porque nunca había hecho falta, con lo cual el presente habitual paisaje dividido por vías asfaltadas de fácil acceso y negociación era entonces difícil de vislumbrar. Hay que sumar a esto que los coches de entonces tenían unas ruedas deficientes, una suspensión abominable, unos frenos suicidas y una potencia ridícula. Un año después, el London Daily Mail lo pondría en letra impresa: «El motor de un coche es la cosa más frágil y caprichosa del mundo». Básicamente, se podía llevar la contraria a Le Matin y decir sin titubear que no, que un hombre con un coche ni puede hacer lo que quiera ni ir adonde quiera.
Si bien los coches no estaban pensados para terrenos que no pudieran ser calificados directamente de benévolos, la ruta propuesta tampoco ayudaba en absoluto. Desde la aproximada planicie de Pekín hasta las tersas llanuras centroeuropeas había una serie de dificultades geográficas de por medio que en modo alguno habían sido convenientemente preparadas para el tráfico sobre ruedas: desde el paso de Zhangjiakou hasta el desierto del Gobi, cruzando Siberia para por fin llegar a la última pero significativa gran dificultad que representaban los Urales, nadie en pleno poder de sus facultades se habría prestado a la aventura montando una de las máquinas que por entonces llamaban automóviles. Por supuesto, nadie en su sano juicio se presentó.
Aunque sí un puñado de auténticos tarados, conduciendo un total de cinco automóviles.
Charles Goddard, junto al corresponsal de Le Matin Jean du Taillis, conduciría un Spyker. Goddard, un pieza de cuidado que había pasado por la cárcel varias veces, en un principio iba a viajar montado en un Metallurgique belga, pero al darse cuenta de lo improbable de la odisea, la constructora se echó hacia atrás, dejando a Goddard con los dientes largos y sin coche. Sin cortarse un pelo gastó sus ínfimos ahorros en un billete hacia Ámsterdam para visitar la sede central de Spyker, donde embaucó al dueño, Jacobus Spyker, para que le prestara un coche lleno de repuestos y pagara su entrada a la competición, ni más ni menos que dos mil francos, prometiendo que le devolvería el dinero en cuanto llegara a Pekín.
Spyker era un fabricante de coches holandés que desapareció posteriormente, en 1926, aunque queda como su testamento el diseño del Gouden Koets (vagón dorado), la carroza que pasea a la familia real holandesa aún a fecha de hoy. De algún modo, no resulta grato que un régimen feudal sobreviva a una factoría contemporánea y aun así siga usando sus creaciones, pero esto es algo que no evaluaremos en este artículo.
El Spyker que llevaron a Pekín tenía ni más ni menos que quince caballos. Para hacernos una idea, el coche menos potente de la gama Seat actual, el Mii, parte con una potencia mínima de sesenta caballos, mientras que el Seat León llega a los trescientos.
El Spyker que participó en la carrera de 1907. A simple vista se puede ver lo artesanal del proceso de manufacturación. (CC)
El segundo coche era el más potente en participar y con cuarenta caballos de potencia nadie podía toserle en ese sentido. El inconveniente venía en forma de dos toneladas de peso, lo cual no lo hacía una grácil bailarina de vericuetos precisamente. Manufacturado y rediseñado especialmente para la ocasión en Turín, el Itala 1907 podía alcanzar los 100 kms/h incluso con un motor diseñado con la fiabilidad en mente antes que la velocidad.
Su conductor fue el príncipe Scipione Borghese, descendiente del famoso mecenas de artistas de la talla de RafaelCaravaggio o Tiziano. Así como su antepasado supo rodearse de artistas de prestigio, él supo rodearse de un fuerte equipo: por una parte, el mecánico Ettore Guizzardi, para arreglar las averías que fueran surgiendo; por otra parte, el periodista Luigi Barzini, que sería el que relataría sus hazañas.
El Itala 35-45 HP diseñado especialmente para la carrera, con cuatro ruedas del mismo tamaño para hacerlas intercambiables, además de unos aparatosos apéndices en los laterales para reforzar la estructura y ayudar a sortear los obstáculos.(CC)
Dos concesionarios franceses patrocinaron la aventura para dos coches manufacturados por De Dion-Bouton, extinto fabricante de coches con sede en París. Con diez caballos de potencia, no eran especialmente portentosos, aunque sí eran máquinas resistentes y fiables. Georges Cormier, piloto de triciclos (qué raro suena algo así apenas ciento diez años después), fue el encargado de conducir uno de los coches, mientras que Victor Collignon y el mecánico Jean Bixac viajarían en el segundo, completando así el equipo de dos coches enteramente francés.
Uno de los dos De Dion-Bouton, remolcado a través del lodo en China. (CC)
En último lugar, pero no menos destacable, está la participación de Auguste Pons y su mecánico Octave Foucault en un triciclo, el igualmente francés Mototri Contal, ofreciendo siete caballos de potencia y frustración sin límites, lo cual podría ayudar a explicar que su producción apenas durara un año.
De izquierda a derecha, Pons, Foucault y su triciclo en un Pekín muy distinto al presente. Foto: Getty.
Nada más llegar a China, un menesteroso Goddard vendió los repuestos que tan generosamente Spyker le había prestado para conseguir dinero en efectivo, en una arriesgada apuesta personal: cierto es que sin dinero no podía acometer el viaje, pero tampoco podía sin repuestos. No sabemos si sentía una poderosa inquina contra los holandeses, pero el caso es que logró que el cónsul holandés en Pekín le prestara cinco mil francos, prometiéndole que unas cartas de crédito venían de camino y le devolvería el préstamo. Obviamente, también esto era mentira. Con el dinero acumulado, Goddard solo tenía suficiente como para poder aprovisionarse y repostar durante una quinta parte del recorrido; tendría que ingeniárselas para cubrir todo lo restante.
Los otros participantes, más acomodados, no se vieron tan apurados. De hecho, Borghese dispuso varios puntos de abastecimiento a lo largo del recorrido y, antes de que la carrera empezara, hizo un trayecto a caballo para reconocer los estrechos pasos montañosos al noroeste de Pekín. Llevaba consigo una caña de bambú del ancho de su Itala y, si veía que el paso era demasiado estrecho para que el coche pudiera pasar, buscaba una vía alternativa o contrataba mano de obra local para ensanchar el camino.
Como decíamos, el grueso de obstáculos se concentraba en suelo asiático, siendo el terreno europeo más domesticado, con lo cual se pactó un plan inicial basado en formar juntos un convoy hasta llegar a suelo alemán y a partir de ahí empezar a competir; así se escribió en un papel que todos los miembros firmaron, altruistas y comprometidos los unos con los otros, una maravillosa muestra de cooperación internacional llevada a cabo por héroes. Como suele pasar con este tipo de pactos, pronto se mandó todo al garete.
Hay que reseñar que el compañerismo compareció. Al principio, por lo menos. Sabedores de que un triciclo era una mala elección, se mirara como se mirara, ante semejante odisea, Goddard y Du Taillis, a bordo del Spyker, se ofrecieron para llevar varios de los suministros que Pons y Foucault amontonaban en su estúpido vehículo de tres ruedas. Para ello tuvieron que desprenderse de una cantidad considerable de combustible que llevaban a bordo de su coche, lo cual demostraría posteriormente ser un grave error.
Pronto vieron lo ineficaz de sus vehículos al salir de la llanura pekinesa para encontrarse con la zona montañosa que conduce a Mongolia. Las cuestas eran demasiado empinadas para los débiles motores, con lo cual los coches tenían que ser remolcados por animales, empujados por humanos, o ambas cosas.
El Itala de Borghese, avanzando manualmente. (CC)
No solo eran los coches ineficaces subiendo, sino también bajando, debido a sus deficientes frenos. En una ocasión Guizzardi, el mecánico de Itala, se vio lanzado cuesta abajo en un camino de montaña al borde de un acantilado, el sistema de frenado completamente inútil y dando volantazos de un lado al otro, consiguiendo de forma milagrosa llegar al final de la cuesta sin un rasguño pero con el corazón saliéndosele del pecho.
Cuando por fin dejaron la zona montañosa, el desierto del Gobi les esperaba. Una vez ahí, fuera por el tedio que supone tener que parar a ayudar a los peor preparados, fuera por el amor a la aventura en solitario, fuera por pura competitividad o que no se llevaban bien, el caso es que el convoy, la cooperación internacional, el compañerismo y todas esas grandilocuentes ideas quedaron desestimadas para ser reducidas a lo que se conoce como chorradas. En el Gobi el entendimiento común quedó limitado a comprometerse todos los participantes en seguir los postes del telégrafo, para en primer lugar no perderse, y en segundo lugar poder encontrarse unos a otros en caso de necesidad. Ni siquiera eso se siguió.
Uno de los De Dion decidió optar por una ruta alternativa a la de seguir el telégrafo. No cabe duda alguna de que pareció una idea brillante en su momento, puesto que el el otro De Dion, el Itala y el Spyker los siguieron, dejando atrás al Contal de tres ruedas. La idea brillante demostró sin embargo ser una estupidez, perdiéndose los cuatro coches en la inmensidad del Gobi. Para cuando al fin reencontraron la línea del telégrafo, no sabían si Pons y Foucault estarían por delante o por detrás de ellos. Borghese quiso suponer que estarían por delante, así que pisó el acelerador camino al oeste. Los tres coches franceses titubearon, sin saber qué hacer: esperar al triciclo, retroceder siguiendo el telégrafo por si se hubieran quedado atrás o seguir al italiano, y optaron por lo último.
Lo que en efecto sucedió al triciclo y sus dos ocupantes es que, tras una horrible travesía del desierto, varando en numerosas ocasiones, se quedaron sin combustible. Rezaron para que sus compañeros de viaje los encontraran, pero estos estaban al oeste y alejándose de ellos. Los que sí los encontraron, varios días después, fueron unos nómadas mongoles, estando la pareja de franceses sin conocimiento y al borde de la muerte. De no haber sido por los nómadas, sin duda habrían muerto. Tras la experiencia, decidieron renunciar y el triciclo quedó abandonado en el desierto. Ocho días duró su odisea. Quedaban muchos más días aún para los demás, y ninguno auguraba nada bueno.
Barzini, el periodista a bordo del Itala, mandaba frecuentes reportes a su diario a través de telegramas. En un pequeño pueblo encontró un telégrafo y fue a mandar su reporte. Le llamó la atención que su telegrama estaba marcado como «N.º 1» y asumió que sería el primer telegrama mandado ese día. En realidad, y según se enteró poco después, era el primer telegrama que se enviaba desde ahí en los seis años de existencia de la oficina de telégrafos. Ni uno, yo qué sé, para probar, o por hacer la gracia; nada hasta que llegó un periodista italiano. Nunca sabré la respuesta, pero me gustaría saber cuánto se tardó en mandar el telegrama «N.º 2».
De vuelta a la carrera, Goddard pronto se quedó a su vez sin combustible en medio del desierto. Los De Dion se habían comprometido a traérselo desde la próxima población, Udde, a unos doscientos kilómetros de distancia. Sin embargo, poco hacía suponer a Goddard y Du Taillis que no morirían ahí mismo, anclados a más de cien kilómetros de cualquier atisbo de civilización y teniendo como toda provisión dos litros de agua, pastillas de caldo que de nada servían sin un fuego que no podían iniciar, un pollo muerto y ya empezando a ser comido por los gusanos y unas tabletas de chocolate en estado líquido al estar padeciendo unas temperaturas de 47º. No la mejor de las situaciones, seguramente.
Dos largas noches y tres interminables días después, el combustible no había llegado todavía, habían agotado las existencias de agua y Du Taillis apenas podía moverse, víctima de malaria y disentería. Así pues, Goddard tuvo que empezar a andar a través del desierto dejando a su amigo a su suerte, algo de lo que sí dispuso Goddard puesto que encontró una caravana de guerreros mongoles, a los que persuadió sabe Dios cómo para arrastrar el coche con camellos camino de Udde. Tras unas horas de viaje por fin llegó el combustible que habían mandado los De Dion, llevado por jinetes a los que habían contratado para ello. Goddard vertió la gasolina en el depósito, tan seco como el desierto alrededor, y el coche arrancó a la primera para júbilo de la pareja francesa.
Lejos de pararse a descansar tras la sin duda extenuante experiencia, condujeron hasta alcanzar de nuevo a los De Dions, como confirma el telégrafo que Du Taillis mandó a Le Matin: «Lunes, 6:00 p. m. Hemos completado el trayecto desde Udde hasta Urga de un trecho y acabamos de llegar hoy a las 5:00 tras haber cubierto seiscientos diecisiete kilómetros en veintitrés horas».
Parecerá ante tanta escasez de gasolina y agua que, quitando a los italianos, nadie planificó el viaje debidamente, y seguramente bien puede ser cierto. Hay que decir en su descargo, no obstante, que los coches entonces, por poco potentes que fueran, sí eran muy sedientos, y el combustible pesa lo suyo. En cuanto al agua, también tenían que usarla en grandes cantidades no solo para sobrevivir bajo el solazo y la feroz temperatura, sino para enfriar el radiador, pues que los motores se sobrecalentaban terriblemente. 
Si bien cruzar las montañas les llevó cinco días llenos de fatigas, cruzar el desierto le llevó solamente cuatro al Itala, que llegó a la zona montañosa que marca la frontera con Rusia con medio día de ventaja sobre el resto. Para cruzar la interminable Rusia, Borghese se había hecho con unos mapas que mostraban una carretera de uso militar que pretendía usar, pero los mapas no mostraban que las carreteras estaban en desuso y los puentes que salvaban los obstáculos estaban muy deteriorados dada la completa falta de mantenimiento. Para sortearlos, Borghese usó la discutible máxima de «lo más seguro es ir rápido», queriendo volar por encima de las deficientes estructuras de madera con la máxima celeridad posible antes de que se cayeran bajo el peso de su coche. Sorprendentemente, funcionó. Fue en un puente en el que Borghese ordenó a Guizzardi, al volante, que pasara lentamente en el que sucedió lo que retrata la siguiente fotografía:
Foto: CC.
Habían superado ya la mitad del puente cuando las tablas de madera bajo las ruedas traseras del Itala cedieron, cayendo el coche hacia atrás y lanzando a sus ocupantes al suelo bajo una lluvia de tablas. De un modo inexplicable, los tres salieron ilesos, aunque, viendo la fotografía e imaginando a los tres italianos en mitad de la nada siberiana y con un coche de dos toneladas en esa posición, es de suponer que alguien pondría los brazos en jarras y diría: «Bueno, ¿y ahora qué?», sin siquiera esperar respuesta.
Quiso la casualidad que cerca hubiera un grupo de veinte trabajadores rusos haciendo labores de mantenimiento de la vía ferroviaria, y con su ayuda los italianos lograron poner de nuevo el Itala sobre sus ruedas. No parecía haber sufrido mayores daños, pero ninguno las tenía todas consigo. Guizzardi cogió la manivela y se dispuso a arrancar el coche tras la ansiosa mirada de sus dos compañeros de viaje, conteniendo la respiración. El motor arrancó a la primera, generando suspiros de alivio seguidos de sonrisas.
Habiendo perdido la fe en la carretera militar y su infraestructura, el trío italiano optó por conducir sobre las vías del tren, si bien una forma segura de viajar, también un incordio dado el constante traqueteo del coche sobre los durmientes. Cuando en una ocasión el coche se vio apresado por los rieles con un tren viniendo de frente, pudiendo sacarlo in extremis de la vía, decidieron de nuevo cambiar de estrategia para rodar a través de la estepa. El mayor problema era el lodo y para lidiar con él Borghese puso cadenas alrededor de los neumáticos para mejorar la tracción. Lo malo del sistema era su dureza contra las ruedas, hechas de madera, y en un momento dado una de ellas colapsó por completo, quedando hecha añicos y dejando el Itala anclado sin poder moverse. Tuvieron sin embargo la suerte de estar a un kilómetro de una población en la que había un carretero muy habilidoso, que usando solamente un hacha hizo una rueda nueva para los italianos. Barzini escribiría: «El hacha, en manos de un campesino ruso, se transforma en una herramienta de excepcional precisión».
Detrás, reagrupado el convoy francés formado por los dos De Dion-Bouton y el Spyker, continuaron juntos hasta Irkutsk, una de las ciudades más pobladas de Siberia, al norte del lago Baikal, aunque el coche holandés a duras penas se mantenía de una pieza. El eje trasero había sido horadado por una piedra, lo cual Goddard arregló rellenando el hueco con bacon y taponándolo luego. Contradiciendo de un modo bastante enervante la máxima según la cual todo mejora al añadirle bacon, el coche no lo hizo, su motor de arranque dijo basta y tuvo que ser remolcado por caballos hasta Cheremkhovo, a ciento cincuenta kilómetros de Irkutsk siguiendo el río Angara. Una vez ahí, comprobó que era imposible hacerse con la bobina de arranque necesaria para arreglar su coche, así que Goddard decidió volver a abusar de la generosidad (o necedad, llegados ya a este punto) holandesa y mandó un telegrama a Spyker pidiendo que le mandaran a un mecánico con las piezas necesarias para devolver a la vida al vehículo, en lo que sería un mero traslado de siete mil quinientos kilómetros. Los dos De Dion lo vieron claro y se fueron, llevándose consigo a Du Taillis, el periodista de Le Matin, dejando tirado de nuevo al sufrido Goddard.
Sorprendentemente, Spyker mandó a un chaval de veinte años, de nombre Bruno Stephan, con las piezas de repuesto, y Goddard puso el coche en un tren para viajar hasta Tomsk, a mil trescientos kilómetros de distancia, al encuentro de Stephan. Al enterarse, los conductores de los De Dion, indignados ante la actitud tramposa de Goddard, se pusieron en contacto con Le Matin para exigir su descalificación.
Goddard podrá ser acusado de muchas cosas, pero no de ser un tramposo. El joven mandado por Spyker se vio retrasado en la frontera moscovita, con lo cual no pudo llegar a tiempo para encontrarse con Goddard, que no obstante se personó en el Instituto Técnico de Tomsk con su bobina de arranque. Un ingeniero ruso asumió el reto, identificó el problema y se dispuso a reparar la bobina, lo cual le llevó seis días. Con la pieza de nuevo en su sitio, Goddard, ni corto ni perezoso, volvió a subir su coche a otro tren, de vuelta al punto exacto en el que cogió el primero, para continuar la competición donde la dejó, diecinueve días después de que los dos De Dion lo dejaran atrás.
Condujo veinte horas diarias durante cinco eternas jornadas en solitario y descansando solo cuatro horas por la noche, hasta por fin encontrarse con el mecánico mandado por Spyker, ya liberado de la burocracia rusa y que pudo coger el transiberiano para por fin aplicar sus conocimientos al maltrecho coche. Con el problema del arranque solucionado, se limitó a ponerlo a punto, aumentó la relación de cambio para hacer así el coche más rápido para afrontar la estepa rusa en las mejores condiciones y, sin otra cosa mejor que hacer y sin poder conducir, se montó en el asiento del acompañante, algo de lo que sin duda se arrepentiría en numerosas ocasiones en los días que siguieron.
Muy por delante de ellos, el 27 de julio el Itala conducido por el trío italiano alcanzaba Moscú, diecisiete días antes que el resto de competidores, y a partir de ahí todo fue pan comido para ellos, con un único incidente al ser parados por un policía en Bélgica por exceso de velocidad. Al serle requerida su identificación, la respuesta fue: «Soy el príncipe Borghese y venimos conduciendo desde Pekín». El atónito policía, tras contrastar su historia, los dejó seguir. ¿Qué otra cosa podía hacer?
En el terreno de los perdedores, Goddard estaba obsesionado con alcanzar a los dos De Dion y condujo durante veintinueve horas seguidas, solo interrumpidas para repostar. Una pieza de la suspensión se rompió y se inventaron un apaño con unos bloques de madera. Cuando el último de sus focos perdió el carburo, hizo a Stephan andar delante del coche de noche con una toalla blanca colgando de los pantalones para poderlo ver desde el coche y así reconocer el terreno, todo por no parar y poder alcanzar a los franceses más adelante. Goddard, en su obstinación, no entendía de cansancio ni de debilidad, aunque no se puede decir lo mismo de Stephan, al cual las marchas nocturnas pasaron factura, cayendo enfermo de disentería y completamente agotado, en un estado tan extremo que Goddard mandó un telegrama a Spyker diciendo que no creía que el chaval aguantara mucho más tiempo vivo.
Catorce días después de bajar el coche del tren, Goddard por fin alcanzó a los De Dion en Kazan, una de las mayores ciudades de Rusia, a orillas del Volga y a ochocientos kilómetros de Moscú. Era el 8 de agosto de 1907 y a su llegada Goddard se desmayó sobre el volante del Spyker. A su lado, el joven Stephan tenía pie y medio en la tumba. En esos catorce días recorrieron cinco mil seiscientos kilómetros, a ritmo de cuatrocientos diarios a través de un terreno inhóspito, incógnito y adverso a los automóviles. Los De Dion necesitaron más del doble, veintinueve días, para cubrir la misma distancia. Y pudiendo sustituirse al volante.
Solo dos días después el Itala llegaba a París, donde Borghese fue recibido y tratado como un héroe, sesenta y un días después tras partir de Pekín.
El Itala y sus pasajeros, en su llegada a París. (CC)
Sin ya intención alguna de ganar pero tras un muy necesario descanso, el Spyker reanudó el viaje en convoy junto a los De Dion, hasta entrar en terreno alemán, donde terminaría la carrera para Goddard.
El engaño al cónsul holandés en Pekín le pasó factura. Sin su conocimiento y mientras cruzaba Asia había sido condenado a dieciocho meses de cárcel, siendo consecuentemente arrestado por la policía alemana. Spyker mandó a un piloto para reemplazarlo al volante mientras un abatido Goddard esperaba a ser extraditado a Francia.
Poco antes de llegar a París el convoy hizo su última parada antes de la llegada y la celebración que les esperaba. Mientras el conductor de reemplazo se disponía a arrancar el Spyker, de entre la muchedumbre que se creó alrededor de los participantes apareció Goddard, fugitivo y que venía a hacer lo que consideraba como propio: conducir el coche holandés hasta la meta en París. Llegó a sentarse en el asiento del piloto, pero la policía lo arrastró fuera del mismo para por fin meterlo en la cárcel.
La carrera terminó oficialmente con el convoy francés llegando a París, sin haber ganado la carrera pero igualmente triunfantes tras la odisea vivida.
Scipione Borghese consiguió con su victoria la fama que ansiaba, convirtiéndose de la noche a la mañana en un héroe para sus compatriotas. Al año siguiente se publicó el libro de su acompañante Barzini, La metà del mondo vista da un automobile – da Pechino a Parigi in 60 giorni, que resultó ser un éxito. Borghese se dedicó a la política, ejerciendo como diputado hasta su muerte en 1927. En cuanto a Barzini, abrazó con fervor el fascismo y se codeó con Mussolini. Tras la Segunda Guerra Mundial y la derrota del fascismo, fue condenado y se le prohibió volver a escribir profesionalmente. Murió en 1947 tras vivir en la miseria los últimos años de su existencia.
Bruno Stephan, el joven mandado por Spyker a Rusia, no murió en la carrera como se temía Goddard, sino que sobrevivió hasta los setenta y nueve años de edad tras una exitosa vida ligada a los vehículos motorizados, en la que llegó a ser director general de Fokker, antigua constructora de aeronaves holandesa.
De los franceses menos se sabe. Jean du Taillis publicó a su vez otro libro sobre la carrera, este obviamente más centrado en los competidores franceses: Pekin-Paris Automobile en Quatre-Vingts jours, aunque se le pierde la pista y, de hecho, ni siquiera se conoce la fecha de su muerte. Sí se sabe algo más de Cormier, uno de los pilotos de De Dion-Bouton, que volvería a Pekín un año después de salir de ahí rumbo a París para crear el primer concesionario de coches en la historia de China, al cual siguió en 1911 un segundo, también fundado por Cormier, en Shanghái.
En cuanto a Goddard, consiguió salir de la cárcel tras, por supuesto, comerle la oreja a un funcionario y se alistó en otra carrera épica, la Nueva York-París de 1908, aunque ni siquiera consiguió llegar al Pacífico (la ruta consistía en cruzar Estados Unidos hasta la costa oeste y de ahí embarcarse hasta Japón y luego Rusia). Poco más se sabe de él, pero seguro que su vida siguió los más disparatados derroteros aunque la Pekín-París fuera uno de los pocos fragmentos relatados de la existencia de este charlatán, timador, criminal, mentiroso y, sin embargo, entrañable personaje.


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