Luis Martínez
El escritor Arturo Pérez Reverte, y el director de cine Agustín Díaz Yanes GOYO CONDEEM
Agustín Díaz Yanes y Arturo Pérez-Reverte vuelven a colaborar para hacer cine. "Oro" se estrena en cines el 10 de noviembre y es la segunda asociación de estos dos autores después de "Alatriste" (2006).
Agustín Díaz Yanes y Arturo Pérez-Reverte comparten algo más que un modo de ver y amasar el mundo. Los dos esconden un apellido sonoro y algo señorial detrás de un patronímico con deje interdental y aire plebeyo; los dos disfrutan perdidos en los rincones de la Historia con la hache bien alta; los dos merecen ser hijos de toreros (el primero hasta se atreve a serlo), y a los dos -cada uno a su manera, eso sí- les gusta perderse en las selvas, siempre tupidas, de sus querencias. Quizá obsesiones. Suena todo tremendo y, la verdad, una vez vista Oro, la última película que les ha unido y que se estrena este viernes, lo es. Uno dirige películas y le gusta salpicar la conversación con citas del historiador Fernand Braudel, planos de películas de Robert Aldrich y, si se le presiona un poco, acaba por confesar lo único que de verdad le importa: John Ford. El otro es escritor y cuando habla, dicta. Lo mismo desentierra un libro olvidado de Rafael García Serrano, que exige una explicación urgente al que pregunta, que regala una cita de su abuelo. Arturito, le llamaba.
Decíamos que les une Oro (antes lo hizo Alatriste), que no es más que una película del primero basada sobre un texto inédito del segundo (¿o era el revés?); Oro, insistimos, que no es más que una historia perdida en la selva amazónica del siglo XVI, cuando los hombres, los españoles de nombre Pérez y Díaz para ser más precisos, se imaginaron gigantes. «Mi idea cuando escribí el relato», comienza Reverte, «era contar por qué ocurrió lo que ocurrió, quiénes eran esos tipos que hicieron lo que hicieron en América. Era gente dura de una tierra dura, desesperada, sin nada que perder y todo por ganar. El Nuevo Mundo era la oportunidad de irse lejos con las manos vacías y volver convertidos en hidalgos a una nación que les había maltratado durante siglos. Van con todo lo que tienen: con su crueldad, con su valentía, con su brutalidad... Persiguen una ambición y sin pretenderlo crean un mundo nuevo».
Yanes no le corrige. Al revés, le dobla la apuesta. «Aquello», se refiere en general a lo que el tiempo y los libros de Historia han dado en llamar Conquista, «fue una mezcla de todo. Hubo crueldad y generosidad. Fue un episodio de nuestro pasado tan fascinante como horroroso, tan épico como cruel». Y al llegar aquí se para, reflexiona y sigue: «Pero es muy complicado pretender asimilar el pasado desde el presente. La vida del siglo XVI en algunas cosas era muy parecida a la nuestra, pero en otras no tenía nada que ver. Pienso, por ejemplo, en el concepto de la vida y de la muerte... Algo que nos puede parecer extremadamente cruel a nosotros, a aquella gente le importaba una higa. Se mataban cara a cara. El afán de superviviencia lo presidía todo. Todo era incierto. Hay que pensar que la vida era muy corta, que una persona con 30 años era ya un viejo».
¿Por qué un capítulo como ése, tan desproporcionado en cada uno de sus gestos, ha sido tan poco atendido tanto en el cine como en la propia literatura? Yanes cita, por aquello de la distinción tal vez, a Gil de Biedma («De todas las historias de la Historia/ la más triste sin duda es la de España/ porque termina mal...») y dictamina: «Tenemos muchos problemas en aceptar nuestra historia porque ha sido y es muy convulsa siempre... Además, hay una apatía muy española que nunca he comprendido. En manos de los británicos o los propios franceses, tan dados a imaginarse su propia historia, la Conquista habría dado para un nuevo western». Reverte admite que, pese al silencio general y la falta de notoriedad, sí que hay obras notables. Hay poco escrito, pero, como casi siempre, hay menos leído. Y cita Cuando los dioses nacieron en Extremadura, de Rafael García Serrano. «Que era un escritor falangista», puntualiza como apuntando el motivo del olvido. Menciona eso y hasta le parece imperdonable obviar Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo. Y ya puestos, cómo olvidar Ojos azules, del propio Reverte.
Pero todo lo citado, pese a su brillantez y empeño, no son más que excepciones, rarezas que no hacen otra cosa que poner en evidencia el pésimo entendimiento, el mal conformar de los españoles con su pasado. Quizá la culpa de la incomprensión o, mejor, de la mala comprensión de aquello, esté más cerca y sea más evidente. «Hay un problema» -el que habla ahora es Reverte- «y es que el franquismo se apoderó de la Conquista de América y la convirtió en exclusivamente una gesta épica olvidando la parte oscura». «Sí», la réplica es del otro, del cineasta, «todo lo que hizo el franquismo fue malo. No hay nada bueno. Lo que hizo con respecto a la apropiación de la historia de España y a su subversión fue también malo: se limitó a llevar el pasado al presente sin ningún cedazo. Y eso creó un rechazo, una imposibilidad de entender aquello en sus justos términos».
Oro, para situarnos, trata de la selva, de eso y del choque de dos mundos: el Nuevo y el Viejo. Un grupo de hombres parte camino de una ciudad construida precisamente con el material que da forma a los sueños. A cualquiera de ellos.Cuando partan los desesperados (entre ellos andaluces, extremeños, castellanos, navarros y hasta algún que otro aragonés), pronto se darán cuenta de que están solos. En el más radical de los sentidos. Se odian, la naturaleza de la selva les devora y el nuevo virrey los quiere muertos. Apurando, se podría ver hasta una bonita metáfora de la misma España siempre extraviada, siempre hambrienta de su propia inquina. ¿Por qué no?
¿Tienen algo que ver los españoles de entonces con los de ahora? «Imagino que algo nos une», contesta Yanes. «Como decía Braudel, estamos equivocados al pensar en la Historia de tiempos cortos. Las mentalidades de los pueblos, para bien o para mal, se mantienen a lo largo de los siglos y sigue habiendo algo en eso de que a la hora de combatir hemos sido muy duros. Somos pequeños, pobres, pero muy duros. Además, sabemos odiar muy bien. Siempre hemos sido un poco guerracivilistas. Nos ha costado unirnos en proyectos comunes y eso ha hecho que fuéramos siempre retrasados con respecto a otros».
Reverte, por su parte, es más tajante aún ante el vértigo de la misma pregunta: «Los españoles de entonces y ahora sólo se parecen en la incultura». Y sigue: «El problema es que nos han acostumbrado a mirar el pasado con ojos del presente y eso crea una distorsión enorme. No se puede juzgar en el siglo de las ONG y los derechos humanos a gente desesperada y hambrienta en un mundo cruel como era el del siglo XVI [...]. Hay una parte épica que acompaña a aquellos españoles en lo que hicieron, pero, visto desde ahora, esa parte se diluye en el pensamiento moderno buenista».
Sea como sea, la película insiste en una idea motriz y hasta consoladora: nos odiamos entre nosotros con saña, pero basta detectar un enemigo común para que acabemos formando algo así como una piña. De apretada. «Es así», continúa Reverte, «Y en esa idea quise insistir desde el primer momento. Cuando llegaba la acción y el peligro, todos se volvían soldados del rey y luchaban juntos. Recuerdo una frase que decía mi abuelo y no entendía entonces: "Los españoles sólo merecemos la pena en los cuadros de Goya". Se refería a que cuando hay una causa que los aglutina, sacan a relucir la solidaridad y el valor. Y eso es una característica histórica, no digo que eso ocurra o no ahora. Subrayo lo de característica histórica. Lo cierto es que los peligros exteriores siempre unen a los hombres. En un país históricamente tan desunido como el nuestro eso se hace mucho más evidente».
¿Nos vamos a atrever por fin a hablar de Cataluña? «Los catalanes estaban más bien enfocados en el siglo XVI hacia el Mediterráneo, y los extremeños y andaluces hacia el Atlántico. Los aragoneses, en cambio, estaban tanto en las empresas atlánticas y mediterráneas», dice Reverte y lo dice para dejar clara la razón de la ausencia de catalanes en la película. Y ahí lo deja. Ni un paso más. Se niega.
Díaz Yanes, en cambio y tras hacer suya en la misma medida la explicación histórica de su colega, sí da un par de pasos más: «Veo mal lo que está pasando. Por mis antecedentes políticos (he sido del PCE con Franco), las revoluciones de señoritos me acojonan. No logro comprender nada. No entiendo cómo la izquierda puede apoyar la independencia. La razón última es que ellos quieren ser más ricos que los demás y eso no lo veo. Por lo demás, todos los de mi generación tenemos cierto rechazo a las banderas flameantes por las calles... Esto es muy acojonante». Pues eso.
Oro, como decíamos, es una película. Pero si se mira de cerca, también es la mejor explicación de por qué nos llamamos Pérez o Díaz, por ejemplo. Lo dicen Reverte y Yanes. Es decir, lo dice Pérez y Díaz.
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