martes, 7 de noviembre de 2017

Cuba 98: ni barcos ni honra. 4º ESO

Arturo Pérez-Reverte



Ante el próximo aniversario del desastre del 98 –el año que viene se cumplirán 120 años–, recuperamos un texto ya clásico de Arturo Pérez-Reverte publicado en el centenario de la guerra de Cuba.
“Salga V.E. inmediatamente”, fue la última y escueta orden oficial. Después, por supuesto, todos se lavaron las manos y nadie fue responsable de nada, como ocurre y ocurrirá siempre en este país desgraciado: ni el gobierno timorato y débil, ni los generales y almirantes que callaron por no comprometer su carrera, ni la prensa demagógica y bocazas que durante meses enardeció los ánimos y empujó a los políticos a tomar decisiones en las que no creían. Después, cuando las viudas y los huérfanos preguntaron el porqué de aquella carnicería estúpida, todos miraron hacia otra parte o plantearon vagos lugares comunes sobre la patria, la honra y la bandera. Una vez cometidos, durante largos años, todos los errores y torpezas imaginables en lo que a España le quedaba de colonias ultramarinas, sólo quedaba por determinar el lugar exacto donde rubricar el desastre. Y el lugar acababa de ser elegido: Santiago de Cuba. Aquel 2 de junio de 1898, ellos, los marinos españoles bloqueados en el puerto por la potente escuadra norteamericana, sin el armamento adecuado y sin carbón para las máquinas, recibían la orden de hacerse a la mar a toda costa, en sus buques de madera frente a los acorazados de acero yanquis. La isla estaba a punto de perderse y la flota bloqueada podía caer en manos enemigas en el mismo puerto. Así que, ignorando la sugerencia de volar los barcos y hacer que las dotaciones combatieran en tierra, desde Madrid y desde la Habana se les ordenó salir al día siguiente y ofrecer combate, sabiendo bien que los mandaban de cabeza al desastre.
"El almirante Cervera y los comandantes de su escuadra eran profesionales veteranos y no se hacían ilusiones. Sabían que no podían ganar."
Porque la desproporción de fuerzas era abrumadora: tres cruceros (Infanta María Teresa, Oquendo, Vizcaya) con débil blindaje, un crucero (Cristóbal Colón) que con improvisación muy española de entonces, y de siempre, había zarpado de Cádiz sin tiempo para que le montaran la artillería gruesa, y dos modernos y frágiles destructores contratorpederos (Furor, Plutón), por completo vulnerables a las bocas de fuego de la escuadra norteamericana mandada por el almirante Sampson: cuatro potentes acorazados (Indiana, Oregon, Iowa, Texas), dos cruceros acorazados (Brooklyn, New York) y un navío ligero (Gloucester), sin contar buques auxiliares y transportes, blindados los cuatro primeros con planchas de acero de casi medio metro de espesor y cañones de 330, 305 y 203 mm.: artillería pesada que que sumaba, entre todos, 52 bocas de fuego de grueso calibre frente a las seis piezas grandes que sumaban los barcos españoles, piezas cuyo calibre máximo era de 280 mm. Aquello, resumiendo, iba a ser para los norteamericanos un simple ejercicio de tiro al blanco; y Pascual Cervera, el almirante español, había intentado disuadir de semejante locura al gobierno de la nación. Pero la guerra es fácil vivirla desde el velador de un café, en Madrid reinaba un momento de exaltación patriótica. Así que se le recordó a Cervera aquello de don Casto Méndez Nuñez cuando el bombardeo de los fuertes del Callao: que más valía honra sin barcos, que barcos sin honra.
El almirante Cervera y los comandantes de su escuadra eran profesionales veteranos y no se hacían ilusiones. Sabían que no podían ganar; y la noche anterior a la salida, en la última reunión de oficiales, éstos se habían estrechado las manos, despidiéndose unos de otros. Iban al suicidio irremisible, pero las órdenes no admitían réplica. Así que no quedaba otra que calentar calderas y hacerse a la mar. En tales condiciones, sólo había una doble táctica posible: salir del puerto forzando el bloqueo norteamericano, abrirse paso a cañonazos y tratar de escapar forzando máquinas, en la única esperanza de que, saliendo de improviso, los norteamericanos no tuvieran tiempo de calentar las suyas; y, en caso de no poder escapar, acortar distancias quien pudiera y pelear de cerca, intentando suplir así la diferencia de alcances y calibres. Sobre si el anciano almirante albergaba o no dudas respecto al desenlace de aquella locura, nos aporta un preciso dato el hecho de que, desde el primer momento, fue guardando cuidadosamente todos los partes con las órdenes recibidas y sus propias objeciones y protestas, y antes de zarpar las remitió al arzobisbo de Santiago. Saliera vivo o muerto de aquella, no quería que en Madrid arrastrasen su honor y su nombre por el suelo. A fin de cuentas don Pascual era español, y sabía que cuando todo se fuera al diablo y la prensa bramara, y los ministros y los almirantes de Madrid se quitaran de en medio como de costumbre, eludiendo responsabilidades, todos iban a buscar una cabeza de turco en la que justificar los platos rotos. Como así fue, en efecto; aunque toda aquella documentación le permitió salvar luego la faz y la carrera ante el consejo de guerra que, como era de esperar, le organizaron a su regreso del cautiverio.
"De esa forma se estableció lo que sería el mapa de la tragedia: los buques españoles queriendo ganar distancia corriendo la costa, y la escuadra norteamericana navegando mar adentro, paralela a la derrota de éstos, cañoneándolos de lejos y a placer."
De ese modo, en la mañana de aquel negro 3 de julio, con buen tiempo y mar en calma, el Infanta María Teresa, buque insignia de la escuadra española, izó la bandera de combate y pasó por delante de los otros cruceros, que hicieron los honores de ordenanza al primero de ellos que iba al sacrificio. A bordo, en sus puestos, los pobres y leales marineros e infantes de marina, que ignoraban el dramático alcance de la situación y hartos del bloqueo deseaban de veras salir a pelear, empezaron a barruntar en el ambiente lo que les aguardaba allá afuera. El silencio a bordo se hizo mortal. A las 9,30 dobló el Teresa (capitán de navío Concas) el bajo del Diamante y salió a mar abierto, observado por la multitud que se había congregado en los fuertes del Morro y Socapa para ver el combate. El almirante Cervera estaba en el puente, los artilleros listos para disparar sus piezas desprotegidas de blindaje, expuestas al fuego enemigo. El plan era que el buque insignia intentaría atraer los fuegos de la escuadra enemiga mientras los otros cruceros y contratorpederos intentaban forzar la suerte navegando a lo largo de la costa como se corre a lo largo de una galería de tiro. Así que los artilleros del Teresa abrieron fuego con la segunda batería de cubierta, y ese fue el primer disparo de la batalla.
El buque norteamericano más próximo era el crucero Brooklyn, y hacia él ordenó el comandante Concas poner proa, intentando embestirlo. Pero viró el Brooklyn en ese momento, metiendo sobre estribor, y descargó una andanada con las piezas de popa, viéndose de inmediato el Teresa bajo el fuego de toda la artillería enemiga. Ante la enormidad del castigo y resultando imposible acercarse más a los norteamericanos, que lo cañoneaban de lejos, el Teresa arrumbó al oeste intentando alejarse a lo largo de la costa, y de esa forma se estableció lo que sería el mapa de la tragedia: los buques españoles queriendo ganar distancia corriendo la costa, y la escuadra norteamericana navegando mar adentro, paralela a la derrota de éstos, cañoneándolos de lejos y a placer.
"Desde sus observatorios privilegiados en tierra firme, los aterrados testigos de la carnicería vieron como, a pesar de lo que estaba ocurriendo allá afuera, los barcos españoles seguían saliendo impávidos por la bocana."
Porque ya eran dos. En cumplimiento de las órdenes recibidas, con la marinería apretando los dientes tras sus inútiles cañones, los fogoneros paleando carbón en el infierno de sus calderas —aunque eran una trampa mortal, no hubo deserciones de fogoneros durante el combate— y los oficiales resueltos y sin esperanza en los puentes de mando, los buques españoles seguían saliendo por la bocana uno tras otro: diez minutos después del Teresa, el Vizcaya salía a mar abierto y los norteamericanos dividieron sus fuegos. A esas alturas, el María Teresa ya tenía la cubierta sembrada de cadáveres, estaba en llamas, destrozadas las chimeneas, los puentes y la superestructura, disminuía su andar, y tenía a todos los hombres del puente muertos o heridos. Bajaron al comandante Concas a la enfermería y tomó el mando el almirante Cervera, también herido, decidiendo meter sobre estribor para embarrancar el buque en la costa y que no fuese capturado por el enemigo; y así se hizo a las 10,15, siempre bajo intenso fuego norteamericano, tras haber navegado cinco desesperadas millas hacia el oeste.
En cuanto al Vizcaya, aprovechando que los cañones enemigos aún se cebaban en el Teresa, se lanzó —siguiendo las órdenes recibidas— a toda máquina hacia el oeste, intentando romper el cerco y alejarse de la escuadra norteamericana; pero el mal estado de sus máquinas y los fondos sucios le impedían desarrollar el andar suficiente, y cuantos iban a bordo comprendieron que no escaparían a su destino: pronto los acorazados norteamericanos, dejando al agonizante Teresa, empezaron a centrar su tiro sobre el nuevo crucero.
Pero ya había un tercer protagonista del drama. Desde sus observatorios privilegiados en tierra firme, los aterrados testigos de la carnicería vieron como, a pesar de lo que estaba ocurriendo allá afuera, los barcos españoles seguían saliendo impávidos por la bocana. Era el turno del Cristóbal Colón. Desprovisto de artillería pesada, este buque sólo podía confiar en la potencia de sus máquinas; y de ese modo, pasando bajo el fuego de los acorazados próximos, se lanzó tras la estela de su hermano el Vizcaya, que se alejaba barajando la costa.
"La costa era ya una sucesión de buques embarrancados y en llamas, de cientos de hombres ensangrentados que intentaban ganar la costa a nado o se hacinaban heridos en las playas y sobre los arrecifes."
Hubo una pausa, y pareció que todo terminaba allí. Pero de pronto, y ante los incrédulos ojos de cuantos presenciaban la tragedia, un nuevo crucero español apareció entre El Morro y Socapa, con el pabellón de combate izado. Era el Oquendo, y desde el momento de su salida quedó sellada su suerte: lo hizo bajo el fuego continuo y devastador de los acorazados Oregon Iowa, y a pesar de ello dobló el bajo del Diamante maniobrando con increíble sangre fría entre los piques, columnas de agua e impactos de la artillería pesada norteamericana, en una de las más impecables faenas marineras que registran los anales de la marina militar española. A pesar de saberse perdido de antemano, el crucero español devolvió fuego por fuego, observando impotente la dotación cómo sus proyectiles apenas arañaban los blindajes norteamericanos. Desesperadamente intentó forzar máquinas, pasó muy cerca del Teresa cuando éste iba ya a encallar en la costa, y destrozado, con todo el costado de babor ardiendo, un último y sólo cañón disparando hasta que todas las torres enmudecieron, sin chimeneas y con 126 muertos a bordo —incluido el propio comandante Lazaga, su segundo, su tercero y los tres tenientes de navío más antiguos—, fue a embarrancar a toda máquina en la costa, una milla más al oeste de su buque almirante.
La costa era ya una sucesión de buques embarrancados y en llamas, de cientos de hombres ensangrentados que intentaban ganar la costa a nado o se hacinaban heridos en las playas y sobre los arrecifes, cuando una nueva silueta gris se destacó en la bocana, y tras ella aún siguió otra: salían los últimos dos barcos de la escuadra, los destructores contratorpederos Furor Plutón, cuyas órdenes incluían acompañar a los mayores y ponerse a sotafuego de éstos hasta que, merced a su andar, lograran escapar a toda máquina; pues sus endebles estructuras y armamento nada podían contra los acorazados enemigos: bastaba un solo cañonazo para partirlos en dos. Se ignoran las causas del retraso, que los dejaba expuestos sin la menor esperanza al fuego enemigo; pero el hecho es que, a la hora de salir, lo hicieron solos, uno tras otro, navegando valerosamente a toda máquina, frágiles y patéticos entre el zumbido de las granadas y el impacto de los proyectiles, siendo destrozados en el acto por los buques menores norteamericanos y la artillería de tiro rápido del Indiana. Se fue a pique el Furor con su comandante muerto en el puente (capitán de navío Villaamil), y embarrancó en la costa el Plutón (teniente de navío Vázquez), arrasados ambos de proa a popa por el fuego enemigo, y con uno de cada tres hombres de las dotaciones muerto en su puesto de combate.
Aún seguían a flote dos cruceros españoles, perseguidos por la jauría de acorazados yanquis. El Vizcaya continuaba su desesperada navegación hacia el oeste, vueltos ya hacia él casi todos los cañones de la escuadra norteamericana. Lo seguía a poca distancia el Cristóbal Colón, y los dos intentaban, como lo habían intentado sus compañeros, navegar corriendo la costa para escapar al fuego enemigo. Sus cañones, aunque el porcentaje de impactos en el adversario fue mayor por parte de los artilleros españoles, seguían sin hacer mella en los blindajes norteamericanos. En cambio, las devastadoras andanadas del adversario les mataban a los marineros en las mismas piezas, incendiaban las maderas, hacían saltar torres y superestructuras. Aquello ya no podía durar. Daban caza implacable el Brooklyn, el Texas, el Iowa y el Oregon, así como el buque insignia New York, alejado al principio e incorporado a mitad del combate. El Colón, que pese a no llevar artillería pesada era el buque más rápido de la escuadra española, consiguió adelantarse mientras sus tripulantes, angustiados, veían quedar por el través y luego atrás al infortunado Vizcaya, más lento, al que el desesperado esfuerzo de sus fogoneros, paleando carbón como condenados, no bastaba para darle el andar necesario. De ese modo, el Vizcaya fue quedando abandonado a su suerte, bajo el fuego de todas las unidades enemigas. Pero se batió bien, con el coraje de la desesperación, hasta el final. Viendo su comandante (capitán de navío Eulate) que era imposible proseguir, con cuatro oficiales muertos y el barco ya en llamas, los ascensores de la munición de las torres inutilizados y sin poder sostener el fuego artillero más que unos pocos minutos más, ordenó caer bruscamente a babor sobre el Brooklyn, que era el enemigo más cercano, a fin de acortar distancias y embestirlo para arrastrarlo consigo al fondo del mar. Pero se lo impidieron los fuegos concentrados del Oregon y el Iowa, que se interpusieron, obligando al Vizcaya a caer de nuevo a estribor, embarrancando sobre las 11,30 de la mañana unas quince millas al oeste de Santiago, en Aserraderos, ardiendo y sin arriar la bandera.
"Así fue como acabó todo, y como el pabellón español dejó de ondear en un mar que había sido suyo durante cuatro siglos."
Quedaba el último, el Cristóbal Colón (capitán de navío Díaz Moreu), que había pasado junto a la costa jalonada por los compañeros en llamas, peleando con su inútil artillería de mediano y pequeño calibre, y ahora navegaba seis millas adelante, a toda máquina, aún con la esperanza de dejar atrás a sus perseguidores. Y lo cierto es que, de la escuadra española, fue el único que realmente estuvo aquel día a punto de conseguirlo. Pero la jornada iba a ser fatal para todos, y cuando ya se creían fuera de peligro, el maquinista mayor del Colón subió al puente a comunicar al comandante que el carbón bueno se había acabado, y que el que ahora estaban usando reducía en tres nudos la velocidad. Con la muerte en el alma, el comandante Moreu comprobó que, en efecto, las máquinas perdían potencia y la escuadra norteamericana acortaba distancias dándole caza sin remedio. Le disparaban desde lejos, y el Colón, desprovisto de su artillería pesada de popa, solo podía combatir de cerca con piezas ligeras y atravesándose a los adversarios, lo que significaba renunciar a la maniobra y ofrecer más blanco al enemigo. Según reconoció el propio almirante Sampson más tarde en el parte oficial de la escuadra victoriosa, para el comandante del navío español quedarse en alta mar significaba ser capturado, y ya el Oregon procuraba interponerse entre él y la costa. Como los buques españoles no llevaban botes de salvamento, abrir los grifos de fondo y hundirlo allí significaba para Moreu la muerte de casi toda la tripulación, que era de 500 hombres. De modo que ordenó maniobrar para eludir al Oregon, y luego arrojó el navío a toda máquina contra la costa tras haber navegado 48 millas, abrió las válvulas, inundó el buque y arrió la bandera.
Así fue como acabó todo, y como el pabellón español dejó de ondear en un mar que había sido suyo durante cuatro siglos. Cesó entonces el fuego norteamericano, pues ya no había contra quién disparar. Eran las 13,30 de la tarde. Aunque el tiro de los artilleros españoles había sido continuo y preciso durante las cuatro horas de combate —el Brooklyn recibió 41 impactos del Teresa y del Vizcaya— los norteamericanos, protegidos tras sus blindajes y sus cañones de largo alcance, no tuvieron más que un muerto, dos heridos y nueve contusos, en lo que para ellos fue un cómodo ejercicio de impune tiro al blanco. Pero en el fondo del mar, en los barcos en llamas y en las playas ensangrentadas, había 323 españoles muertos y 151 gravemente heridos: uno de cada cuatro hombres de la escuadra del almirante Cervera.
*  *  *
Era tarde de domingo. A la misma hora que los supervivientes españoles eran capturados por los buques norteamericanos, agonizaban en las playas o se abrían penosamente paso por la selva para intentar llegar a Santiago y seguir combatiendo en tierra, en Madrid lucía un sol espléndido y la gente, incluidos algunos miembros del gobierno, se divertía en los toros. Según cuenta Francos Rodríguez: “Asistió gran cantidad de público y hubo dos corridas, una en la plaza de Madrid y otra en Carabanchel. Ambas con resultado feliz”.
Años después, Miguel de Unamuno escribiría: “Cuando en España se habla de cosas de honor, un hombre sencillamente honrado tiene que echarse a temblar”.

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