EL PAÍS Opinión
Jesús Mota
La esquizofrenia secesionista prolonga la incertidumbre; solo se disipará después de las elecciones y con un pacto que comprometa a Cataluña durante al menos dos generaciones.
Carles Puigdemont con Artur Mas ALBERT GARCÍA
Uno de los grandes misterios del procés —y tiene muchos— es cómo un grupo de intelectuales independentistas, entre ellos la crema de los economistas catalanes, creyó en la hipótesis de una secesión de Cataluña. No se trata tan solo de la viabilidad económica de la nueva nación, porque muchas regiones europeas podrían manejarse bien como repúblicas independientes, sino de calcular y pagar los costes económicos de transición hacia la independencia y determinar si, como resultado de la separación, la renta nacional del nuevo país iba a ser superior a la de la Cataluña integrada en España. Nadie hizo estos cálculos al margen de declaraciones retóricas de agobiante mediocridad (los 17.000 millones agitados por Oriol Junqueras como renta vitalicia de Cataluña una vez liberada del peso muerto de España) o de ensoñaciones de ingeniería social aproximativa sobre cómo sería posible reconstruir el sistema judicial y el aparato administrativo de la nueva república lejos de la contaminada burocracia española.
En fin, la ignorancia es la ignorancia y, como advirtió Freud, “no es posible derivar de ella el derecho a creer en algo”. La dirección independentista (sostenida, hay que insistir, por economistas de supuesto gran fuste) ha enhebrado un largo hilván de errores desde la puntada inicial que descartan la existencia de un Doctor Mabuse inteligente, individual o colectivo, en la trastienda. Una auditoría externa mencionaría al menos los siguientes:
1. Suponer que una presión combinada de movilizaciones en la calle con mayorías sociales abrumadoras (a la postre, irreales) incitaría al Estado a negociar una secesión pactada para reducir los costes de transición a la independencia que, como bien sabían los eminentes economistas afines, iban a ser elevados y así se ha confirmado (cambio de sede de empresas, caída del turismo, aumento del paro).
2. Comprobado que la mezcla de agitación más mayorías escurridas no producía las concesiones esperadas en Madrid, se pasó a una segunda fase: aumentar la presión en las calles, diseñar una confrontación política en el Parlamento e ignorar el daño económico del endurecimiento político. El beneficio esperado a cambio de los daños económicos potenciales y reales (ante los cuales Mas, Puigdemont, Junqueras, Gabriel y demás querubines, tronos y potestades del independentismo apenas han mostrado interés) o de la balcanización del conflicto era la intervención de la Unión Europea forzada por una inestabilidad insoportable.
3. Ambas ensoñaciones se han disuelto en el tiempo (¿por qué iba a renunciar el Estado al 18% del PIB si le asisten la fuerza y la ley?). La siguiente fase consiste en apelar a la compasión mundial, como el Gato con Botas en Shrek 2. El episodio no ha concluido. A efectos económicos, la esquizofrenia independentista (unos aquí, Puigdemont allá, huido como dicen que se fugó Antonio Pérez, “a sombra de tejado”) prolonga la reticencia inversora. La incertidumbre económica no concluirá hasta que se conozca el resultado electoral y arranque una negociación que comprometa la estabilidad en Cataluña durante dos generaciones.
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