César Cervera
Entre 1346 y 1347 se propagó en Europa el brote de peste negra con mayor virulencia de la Historia. Cualquiera podía ser víctima de una enfermedad de la que se ignoraba su naturaleza y no se conocía remedio.
El triunfo de la Muerte, de Peter Brueghel el Viejo
«El Decamerón» de Boccaccio narra la historia de unos jóvenes que, huyendo de un brote de peste bubónica, hacia el año 1348, se refugian en una villa campestre para contar cuentos, reír y jugar, mientras arrecia la muerte y el horror en Florencia. Si esta es un obra literaria fundamental, también es un recordatorio del impacto que tuvo en Europa aquel brote, solo comparable en mortalidad con el que asoló el continente en tiempos del emperador Justiniano.
Entre 1346 y 1347 se propagó en Europa el brote de peste negra con mayor virulencia de la Historia. Cualquiera podía ser víctima de una enfermedad de la que se ignoraba su origen y no se conocía remedio. Ni los reyes ni los mendigos: nadie estaba a salvo. La enfermedad se manifestaba en las ingles, axilas o cuello, con la inflamación de alguno de los nódulos del sistema linfático acompañada de supuraciones y fiebres altas. Faltaban muchos siglos para que los médicos comprendieran que el contagio se producía de las ratas (portadores de pulgas con la bacteria) a los humanos; y que el probable puente con Asia estuvo en la ciudad comercial de Caffa, en la península de Crimea.
En el año cero de esta pandemia de procedencia asiática, los habitantes de Caffa se contagiaron de la enfermedad a través de los mongoles, que asediaron con brutalidad la ciudad y, de los que se dice, arrojaron sus muertos mediante catapultas al interior de los muros. Hasta ese momento, Europa había recibido con indiferencia los rumores de una terrible epidemia, supuestamente surgida en China, que a través del Asia Central se había extendido a la India, Persia, Mesopotamia, Siria, Egipto y Asia Menor. El concepto de enfermedad contagiosa seguía siendo incompleto en la sociedad medieval.
Desde el puesto comercial de Caffa la «muerte negra» cayó sobre Italia con cifras apocalípticas. Los mercaderes genoveses llevaron consigo los bacilos hacia los puntos de destino, en Italia, desde donde se difundió por el resto del continente. Las grandes metrópolis italianas sirvieron como catapulta para que la pandemia se extendiera con rapidez. Para enero de 1347 ya había penetrado en Francia, vía Marsella, y poco después en España. En 1349 la peste se movió, cual serpiente reptando, por Picardía, Flandes y los Países Bajos; y de Inglaterra saltó a Escocia e Irlanda, así como Noruega donde, procedente de las Islas británicas, llega un barco fantasma con un cargamento de lana y toda la tripulación muerta, que embarranca cerca de Bergen. Solo algunos países nórdicos, con baja densidad poblacional y condiciones extremas, se salvaron de la presencia de la pulga letal.
De las grandes ciudades, la plaga se transmitía a los burgos y las villas cercanas, que, a su vez, irradiaban el mal al resto de poblaciones. De ahí que la elección de los personajes del «Decamerón» resultara como poco cuestionable, pues huír al campo no era menos seguro que permanecer en las ciudades, donde el contagio era más lento y las pulgas tenían más víctimas a las que atacar.
La gravedad de la situación sacó lo peor de los seres humanos. No tardó en cundir la histeria colectiva y el miedo al contagio a niveles miserables. Agnolo di Tura, un cronista de Siena, relata en sus textos este pánico: «El padre abandona al hijo, la mujer al marido, un hermano a otro, porque esta plaga parecía comunicarse con el aliento y la vista. Y asi morían. Y no se podía encontrar a nadie que enterrase a los muertos ni por amistad ni por dinero ... Y yo, Agnolo di Tura, llamado el Gordo, enterré a mis cinco hijos con mis propias manos, como tuvieron que hacer muchos otros al igual que yo».
El 60 por cierto de Europa liquidada
Se calcula que el índice de mortalidad pudo alcanzar el 60 por ciento en el conjunto de Europa. Sin ir más lejos, en la Península Ibérica habría perecido entre el 60 y el 65 por ciento de la población. Números de los que no se libraron tampoco los grandes dirigentes. El Rey Alfonso XI de Castilla murió de la peste, al tiempo que su vecino, Pedro de Aragón, perdió a su mujer Leonora, a su hija y a una sobrina, en el espacio de seis meses. El emperador de Bizancio, Juan Cantacuzeno, perdió a su hijo. En Florencia, el gran historiador Giovanni Villani murió a los 68 años en medio de una frase inacabada mientras escribía: «... en el curso de esta peste fallecieron ... ».
Una magnitud que nunca más se ha repetido, a pesar de que la bacteria ha sido reintroducida desde Asia en varias ocasiones en Europa, con episodios tales como la epidemia de 1649 en Sevilla o, uno de los casos más emblemáticos, el brote de Londres ese mismo siglo. Precisamente, cuando se produjo el Gran Incendio de 1666, la ciudad aún padecía los estragos de una epidemia que mató a más de una quinta parte de su población. Incluso el Rey y las máximas autoridades de la ciudad habían abandonado Londres.
Solo aquí el fuego pudo con «la muerte negra». Los últimos casos de peste coincidieron con el incendio, probablemente debido a que la población más pobre, y por tanto más vulnerable, o bien murió o bien tuvo que abandonar los suburbios en los que vivían en condiciones insalubres. La inesperada solución fue tan terrible como la propia peste.
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