Manuel P. Villatoro
Ibn Abi Amir, caudillo del califa Hisam II, llevó a cabo medio centenar de sangrientas campañas militares contra los reinos cristianos. En las mismas hizo decenas de miles de prisioneros y lanzó cabezas cortadas contra las ciudades enemigas para desmoralizar a sus ciudadanos.
Representación de Allmanzor
«Con todo el pueblo ismaelita entró en los confines de los cristianos y comenzó a devastar muchos de sus reinos y a matar con la espada. […] Ciertamente devastó ciudades y castillos y despobló toda la tierra hasta que llegó a las zonas marítimas de la España Occidental y destruyó la ciudad de Galicia». Con estas tristes palabras explicaba el obispo del siglo XI Sampiro las barbaridades perpetradas por uno de los mayores enemigos del cristianismo en la Península Ibérica: Abu ʿAmir Muhammad ben Abi ʿAmir al-Maʿafirí (más conocido por estos lares como Almanzor). Su fallecimiento dejó tras de sí una estela de crueldad cuyo final celebró así la Crónica Sielense: «Murió Almanzor y fue sepultado en el infierno».
El escriba que dio forma a aquellas palabras rebosaba odio, pero también razón. Almanzor, un caudillo venido a más que usó al joven califa de Córdoba como una mera marioneta a través de la que poder cumplir sus deseos, protagonizó entre los años 977 y 1002 nada menos que cincuenta y seis campañas militares perpetradas, en su mayoría, contra los reinos cristianos del norte peninsular. El cúlmen de su barbarie llegó en el 997, cuando arrasó y saqueó Santiago de Compostela. «Destruyó iglesias, monasterios y palacios y los quemó con fuego», desvelaba el propio Sampiro. Sus huestes solo respetaron el sepulcro del apóstol, y por una razón que, a día de hoy, sigue siendo un enigma. ¿Miedo o respeto? Nunca lo sabremos.
Pero aquella no fue su mayor barbarie. Poco antes, durante el año 982, Almanzor ya era conocido como uno de los caudillos más sádicos del Islam tras haber conquistado Zamora y después de que uno de sus acólitos perpetrara una gran matanza contra sus habitantes. «Dicen que Almanzor entró en Córdoba precedido de más de nueve mil cautivos que iban en cuerdas de a cincuenta hombres, y que el Walí de Toledo, Abdalá ben Abdelaziz, llevó a aquella ciudad cuatro mil, después de haber hecho cortar en el camino igual número de cabezas cristianas», afirma el número 16 de la «Revista histórica» (editada en abril de 1852).
Tan solo tres años después, el caudillo volvió a dejar claro que su máxima era usar el terror para doblegar a sus enemigos bombardeando Barcelona con cabezas cristianas, arrasando la ciudad después de acceder a ella, y haciendo decenas de miles de prisioneros tras quemar sus viviendas.
Caudillo en la sombra
Nacido en el 938 en una familia con tradición militar (sus antepasados habían formado parte de las tropas musulmanas que habían atravesado el Estrecho de Gibraltar en el 711 para invadir la Península Ibérica), el futuro Almanzor estudió en la Córdoba califal. Allí empezó a escalar peldaños a nivel político en palacio (las teorías de cómo se introdujo en el ambiente nobiliario son varias) hasta que fue nombrado tutor del hijo del califa al-Hakam II. La versión más extendida afirma que logró el puesto tras recibir el beneplácito de la favorita del mandamás y madre de sus hijos, Subh umm Walad.
«Sea como sea, el 22 de febrero de 967 la gestión de los bienes del príncipe heredero 'Abderramán fue confiada a Ibn Abi ‘Amir con un sueldo de quince dinares al mes. Al mismo tiempo se convirtió en administrador de las propiedades de Subh», explica Ana Echevarría Arsuaga (profesora titular de Historia Medieval en la Universidad Nacional de Educación a Distancia) en su dossier « El azote del año mil: Almanzor, según las crónicas cristianas». Posteriormente, y tras la muerte prematura de su pupilo, pasó a ejercer el mismo papel con el siguiente pequeño en la línea sucesoria: Abu'l-Walid Hisam. De esta forma, su posición dentro de la corte quedó más afianzada si cabe. Así fue como se convirtió en uno de los hombres de confianza del califa.
El empujoncito final en su carrera política lo obtuvo durante el año 976, después del fallecimiento en octubre de al-Hakam II. A partir de entonces comenzó una lucha por el trono en la que multitud de pretendientes se empeñaron en arrebatar el bastón de mando al joven Hisam II. Ibn Abi Amir se convirtió entonces en su máximo defensor y acabó (ya fuera con la espada o a través de las intrigas políticas) con todo aquel que se interpuso en el camino del nuevo califa. Pero no porque considerara a aquel chico un político capaz, sino porque su corta edad le permitió (con la colaboración de Subh) convertirse en un auténtico caudillo en la sombra. En un breve período de tiempo logró que el pequeño olvidara el gobierno de Al-Andalus a base de lujos y mujeres y se lo cediera de facto a él como consejero o «hayib».
En todo caso, cada uno de sus ataques le sirvió para asentarse todavía más en el poder. De hecho, cuando el calendario marcaba el 981 quedó claro en Córdoba que este caudillo tenía aspiraciones de califa. Ese año Ibn Abi Amir venció a su suegro Galib, uno de sus enemigos declarados, en batalla a pesar de que este contaba con la ayuda de conde de Castilla y del rey de Navarra. Después de esta contienda se puso el sobrenombre de «al-Mansur» (Almanzor, el victorioso), un privilegio de los califas de la época. Otro tanto ocurrió cuando se trasladó hasta Medina Alzahira, la ciudad palaciega que se había hecho construir para desplazar a la capital musulmana de la Península.
«Almanzor para los cristianos fue un personaje terrible que destruyó Santiago de Compostela, hizo añicos la ciudad de Barcelona, arrasó Pamplona, y acabó con el reino de León... Eso ha hecho que quede en las crónicas cristianas como una bestia. Sin embargo, para los musulmanes es un personaje grande de su historia que colocó el Califato al nivel de las potencias del Mediterráneo, que hizo grandes gestas y que patrocinó obras como la ampliación de la Mezquita o la construcción de la ciudad palaciega de Medina Alzahira», explicaba a ABC el escritor y divulgador histórico Jesús Sánchez Adalid (autor de «Los baños del pozo azul»).
Campañas de muerte
A partir de entonces, Ibn Abi Amir comenzó una larga lista de campañas contra los reinos vecinos que no detuvo hasta poco antes de su muerte. Según fuentes como el historiador musulmán del siglo X Ibn Hayyan, jamás dejó «durante toda su vida» de «atacar a los cristianos, asolar su país y saquear sus bienes». Así lo corrobora María Isabel Pérez de Tudela, profesora titular del Departamento de Historia Medieval, en su dossier « Guerra, violencia y terror La destrucción de Santiago de Compostela por Almanzor hace mil años». La experta, además, sentencia que sus continuos asaltos no buscaban solo acabar con el contrario, sino «someter y humillar a sus enemigos».
Por entonces, el poder de un cristianismo dividido no podía equiparase al del nuevo caudillo del Islam. De hecho, los cronistas de la época se resignaban y se limitaban a señalar que «los cristianos llegaron a temerle como a la muerte» y que tuvieron que aprender a soportar «las cosas más viles para su religión». Pérez de Tudela es de la misma opinión: «El saqueo metódico y dirigido trataba no sólo de empobrecer a los enemigos, sino de humillarles en lo que hasta el momento había sido el soporte de la resistencia: la confianza en el Credo religioso».
En palabras de Pérez de Tudela, Almanzor protagonizó aproximadamente medio centenar de campañas de castigo contra los reinos cristianos desde el año 977, cuando obtuvo su primera victoria en tierras de León. «La mayoría de los investigadores cifraban en más de cincuenta las expediciones realizadas por Almanzor a lo largo de su vida. Pero el Dikr hilad al Andalus elevó esa cifra a cincuenta y seis», afirma. A su vez, la experta es partidaria de que, en la mayoría de asaltos, apostaba por las «devastaciones sistemáticas» en lugar de ocupar o colonizar los territorios.
Según el Dikr (la popular obra historiográfica sobre Al-Andalus de un autor musulmán anónimo que vivió entre los siglos XIV y XV) sabemos que Almanzor conquistó y destruyó ciudades o enclaves destacados de la Península Ibérica como Zamora, los arrabales de León, Simancas, Sepúlveda (la cual fue incendiada), Coimbra, Astorga o Pamplona (esta última, en dos ocasiones). «Del rigor de los cercos a que fueron sometidas algunas de estas posiciones dan cuenta ciertas frases contenidas en el Dikr, frases que no por escuetas dejan de sobrecogernos mil años después de ser consignadas por escrito», añade la experta en su dossier.
Brutalidad y terror
Entre las ciudades que fueron conquistadas y destruidas de una forma más brutal destacan Sepúlveda y Barcelona. En ambas Almanzor utilizó almajaneques (gigantescas catapultas que lanzaban piedras de hasta quinientos kilogramos para destruir las murallas enemigas) y, en el caso de la ciudad catalana, disparó una munición muy tétrica.
«Las máquinas que atacaron Barcelona el año 985 lo hicieron disparando cabezas de cristianos a un ritmo de mil por día», añade la experta. La barbarie contra esta urbe fue total ya que, después de traspasar sus muros, Almanzor pasó a cuchillo a la mayoría de los hombres que la defendían y esclavizó a una buena parte de las mujeres y los niños. Por si fuera poco, a continuación quemó las viviendas.
En sus palabras, que este hecho se dejase claro en un texto histórico tan escueto como este pone de manifiesto que la política de terror fue «un recurso sistemático por parte del amirita». Una estrategia que pretendía acongojar a sus enemigos y en las que influían de forma directa la devastación de las urbes que pisaba su ejército.
Mención a parte requieren las ingentes cifras de muertos que Ibn Abi Amir dejó a su paso en ciudades como Simancas o Toro. «En algún caso el autor reseña el número de los muertos: 20.000 en Aguilar; 10.000 en Montemayor, y en otro precisa que Almanzor dio muerte a todos los hombres (Sacramenia)», añade la profesora. El experto arabista Luis Molina afirma en su obra magna «Las campañas de Almanzor» que dos de las más brutales fueron la decimoséptima (la de León, donde volvió con mil cautivos tras asesinar a cientos de soldados) y la decimoctava (la de Simancas, en la que «las aguas del río se tiñeron de rojo por la sangre cristiana vertida»).
«En junio del 987 Coimbra sufrió un ataque que a la larga conseguiría su abandono durante siete años. Era el tercer año consecutivo que Almanzor lanzaba sus tropas contra la ciudad del Mondego. La primera de esas expediciones tiene lugar entre septiembre y octubre del 986 y en ella ataca Condeixa y Coimbra, la segunda se inicia en marzo del 987 y la tercera ese mismo año en el mes de junio, al decir de la crónica la ciudad fue asediada durante dos días y cayó al tercero. Sus habitantes fueron hechos prisioneros y su solar destruido. El año 990, un nuevo ataque dirigido contra Montemayor obligó a desalojar toda la zona al sur del Duero», añade la experta.
Prisioneros
El Dikr, según la autora de « Guerra, violencia y terror La destrucción de Santiago de Compostela por Almanzor hace mil años», también deja constancia de la ingente cantidad de prisioneros que hacía Almanzor tras conquistar, saquear y quemar las ciudades cristianas. Del medio centenar de contiendas que protagonizó este caudillo, en una treintena regresó con un «abultado número de cautivos». Una buena parte de ellos, mujeres y niños.
«En siete de ellas se especifica que las apresadas eran mujeres, y en dos más, que la captura fue de mujeres y niños. En las incursiones contra Cuéllar y Calatayud, nuestro informante apunta que fueron hechos prisioneros todos los habitantes de la población», desvela la autora.
A pesar de que es casi imposible calcular el número concreto de cristianos a los que Almanzor privó de su libertad, la profesora (basándose siempre en el Dikr) intenta hacer una aproximación en su obra. Según sus cálculos, los botines humanos más cruentos habrían consistido en 40.000 mujeres durante las campañas de Zamora y Toro; 70.000 más (cifra en la que también contabiliza niños) en su ataque contra Barcelona y 50.000 en Aguilar de Sausa. «Por los datos que aporta el Dikr entre el 977 y el 1002, el amirita aprisionó sólo en las campañas más sobresalientes a 99.000 mujeres», añade. ¿Qué sucedía, entonces, con los hombres que se rendían ante el poder del musulmán? La mayoría eran sacrificados.
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