Sami Naïr
La xenofobia, el rechazo de la pluralidad, la mentalidad paranoica frente al mundo exterior y la construcción de chivos expiatorios se han convertido en tendencia mundial. Hay que tomar en serio la cuestión nacional, no dejarla en manos de los extremistas. Es necesario fortalecer la cohesión colectiva.
Lamentablemente, en el panorama europeo de renacimiento del neofascismo, España ya no es una excepción. Se acaba de teñir, casi por sorpresa, de las pinceladas del color oscurantista y xenófobo que avanzan por doquier en el Viejo Continente, el color de la ultraderecha. Se demuestra, una vez más, la sagacidad de la afirmación del gran Quijote: “No hay memoria a quien el tiempo no acabe”.
Si bien España solo cuenta ahora con un grupúsculo —Vox—, este se inscribe de lleno en una ola de nacionalpopulismo neofascista que se extiende de modo alevoso por todo el mundo; sin duda, una nueva época se está abriendo, de importantes y graves retos que las democracias tendrán que afrontar, probablemente durante unas décadas. Es innegable que la globalización liberal que se puso en marcha a final del siglo pasado ha entrado en una fase crítica, debida a su patente y consciente desregulación caótica, responsable de sus contradicciones actuales. La búsqueda de un nuevo equilibrio económico-social planetario se hace, pues, imprescindible. Afrontar el desafío de este nuevo periodo exige imperativamente a las democracias encontrar modelos económicos y sociales que apuesten, de modo efectivo, por eliminar la gran brecha actual de la desigualdad, por la solidaridad, expectativas que son de la inmensa mayoría de la población arraigada en la civilización del respeto mutuo y de la dignidad. Al mismo tiempo, sin embargo, resulta llamativa la aparición —como consecuencia de los efectos disgregadores de la globalización— de capas sociales reacias étnica, cultural y políticamente, que se identifican con un discurso de odio de remota experiencia. Se trata de una tendencia mundial, cuyas características comunes son tan importantes como sus diferencias.
En EE UU, la irrupción de Donald Trump ha venido acompañada de una mutación de fondo, a la vez demográfica y racial: los trabajadores blancos de Kansas, Detroit, Texas y otros lugares del país apoyan al magnate inmobiliario porque promete frenar la llegada de los latinos, no pagar servicios sociales a los afroamericanos, acabar con el relativismo de los valores. Ellos temen no solo perder el empleo por competir con otros países, sino que su miedo se resiste también a los fundamentos de la igualdad institucionalizada, así como a la mezcla demográfica y étnica que encarnaba la política de Barack Obama. Un temor transformado en gasolina política por Trump, con una ideología ultrapopulista. Es, en definitiva, un nacionalpopulismo new wave, que retoma muchos de los ingredientes del fascismo clásico: rechazo del mestizaje (del que subyace, para muchos, la defensa de la “raza blanca”), oposición de los de abajo a los de arriba, xenofobia, mentalidad paranoica frente al mundo exterior, política de fuerza como método de “negociación”, denuncia del otro y de la diversidad, hostilidad frente a la igualdad de género, etcétera.
El modelo autoritario de nuevo se legitima apelando al peligro de religiones y culturas diferentes
Otro gran país, Brasil, acaba también de entrar en esta senda. Hablamos aquí de un movimiento evangelista, que ha emergido de las entrañas de las capas medias empobrecidas y temerosas, también, de la liberalización de los usos, de la desaparición de valores morales en un país minado por el cinismo y la corrupción, por desigualdades crecientes, por el fiasco de la izquierda brasileña que no pudo promover una sociedad activamente orientada hacia el progreso colectivo. Bolsonaro no es un profeta, solo supo invertir las promesas de la teología de la liberación en teología del odio, con el apoyo de las élites militares y financieras y de los grandes medios de comunicación. Lula y Rousseff perdieron el apoyo de las clases medias y después fueron crucificados, además con un golpe de Estado rampante urdido por los grupos financieros, dirigentes y algunos sectores del poder judicial. La retórica evangelista se arroga ahora el papel de salvación de un país al borde del abismo, haciendo de la lucha contra la corrupción su caballo de batalla y proponiendo el modelo de una sociedad moralmente autoritaria, modelo inevitablemente condenado al fracaso, dada la excepcional diversidad y vitalidad de la sociedad brasileña.
Tanto el Estados Unidos de Trump como el Brasil de Bolsonaro son testigos directos y alientan los movimientos reaccionarios de esas capas sociales amenazadas por el rumbo de la globalización neoliberal. El repertorio de movilización descansa sobre el ideario de la reivindicación nacionalista y su metodología rompe con la representación política clásica: los mítines de masas conllevan ritos de fusión extáticos con el líder, que denuncia, como una letanía de golpes de efecto, la decadencia moral de los partidos, llamando urgentemente a la recuperación de la grandeza perdida del país.
En Europa, el proceso de estancamiento de la economía desde hace casi dos décadas (ausencia de crecimiento generador de empleo) también ha producido la enorme regresión de derechos sociales y libertades que sufrimos, una regresión identitaria que explica el surgimiento de los movimientos neofascistas. Aunque tengan elementos particulares, todos comparten la misma metodología política en su conquista del poder: critican severamente la representación política, instrumentalizando la democracia que la sustenta para lograr la victoria; reivindican la libertad de expresión para expandir sus demandas pero la censuran a sus adversarios; focalizan la energía política de las masas contra un objetivo previamente construido como chivo expiatorio (los inmigrantes o esa libertad de prensa que pone en tela de juicio sus discursos, etcétera). Se sirven de este arsenal demagógico para eludir hablar de su programa económico concreto. Todo vale en la batalla que despliegan vehementemente contra la civilización (siempre “decadente” según ellos) y la igualdad, pues el principio fundamental de la retórica neofascista, expuesto (esto sí) en todos sus programas, es el rechazo a la igualdad y a la diversidad de la ciudadanía.
El neofascismo europeo que surge en la actualidad es, por antonomasia, supremacista, individual y colectivamente. Es el proyecto de una sociedad jerarquizada de señores y siervos, una cosmovisión que acepta la necesidad imperativa de sumisión a un líder, su “servidumbre voluntaria”. Dicha sumisión queda oculta por el sentimiento de fuerza y de revancha para con las “élites”, que la movilización colectiva confiere al neofascismo militante. Y esto funciona porque esta ideología, sin perjuicio de sus particularidades en cada país, genera, en la identidad de sus seguidores, una potente liberación de instintos agresivos y hace estallar los tabús que limitan las expresiones primitivas, violentas, en las relaciones sociales. El gran analista del fascismo George L. Mosse se refiere a este rasgo como a una liberación de la brutalidad en un contexto minado por el “ablandamiento” propio, en términos de esta retórica, de la sociedad democrática.
Es una lucha diaria la que debe emerger, pues permanente debe ser la defensa de los derechos y libertades
El discurso de la extrema derecha propone, desde luego, una sociedad estrictamente homogénea, en pie de guerra frente a todo lo que puede introducir diferencias y singularidades dentro del conjunto. El rechazo al pluralismo político —que lleva como un proyecto de gestión del poder— se basa también en la frontal oposición al multiculturalismo, y, por ende, el rechazo de la multietnicidad de la sociedad. El modelo es el de un pueblo sustancial, étnicamente puro. La obsesiva cultura de la pureza se anuda intrínsecamente con la desconfianza hacia el extranjero, hacia la actividad crítica del intelectual —e incluso del arte que no comulgue con la estricta línea de la moral autoritaria vigente—, hacia la libertad de orientaciones sexuales y de identidad de género, hacia la pluralidad de confesiones religiosas. No es casualidad que el islam se encuentre hoy en el ojo del huracán neofascista en Europa: la presencia de población de origen extranjero que profesa la religión musulmana pone en cuestión el concepto esencialista de pueblo, cultural y confesionalmente homogéneo (aunque el viejo fascismo de los años treinta no tenía apetencia particular por la religión).
Una sociedad democrática puede gestionar poblaciones entremezcladas y destinadas a convivir con sus mutuas aportaciones a la civilización humana, siempre que se establezcan pautas seculares claras para todos. En cambio, una sociedad basada en el concepto sustancial de pueblo, en el sentido que le otorga el neofascismo, tiende inevitablemente a la exclusión efectiva de la diversidad. De ahí que el modelo autoritario de nuevo se legitime apelando al peligro de religiones y culturas diferentes, a las que hay que vigilar y perseguir para que no “contaminen” la identidad del pueblo.
El Frente Nacional francés, al comienzo de su andadura en los años ochenta, hizo del rechazo al islam un eje central de su programa, escondiendo su tradicional antisemitismo. El partido alemán Alternativ für Deutschland situó la islamofobia en el centro de su estrategia de movilización en 2015, tras la crisis de la afluencia de refugiados. En Austria, Italia, Bélgica, Holanda y todos los países del norte, también los refugiados se han convertido en plato principal de la movilización electoral, al igual que en la retórica ultracatólica de Orbán en Hungría y en los programas de los partidos neofascistas del este.
El discurso de la extrema derecha hace estallar los tabús que limitan las expresiones primitivas y violentas
Estos movimientos, que avanzan de España a Suecia, pasando por los países europeos occidentales y del este, comparten además una característica de índole histórica: apelan al nacionalpopulismo como reacción frente a la época de gobernanza supranacional, resultante de la extensión del mercado europeo, de los efectos de la globalización neoliberal, así como de los intentos de construir instituciones representativas europeas posnacionales. De ahí, el consenso en torno al objetivo de poner en jaque la actual construcción europea, en nombre de la soberanía nacional.
¿Qué hacer frente a este desafío? Hoy, los partidos nacionalpopulistas neofascistas no representan más que entre el 10% y 20% del electorado europeo, pero su influencia ideológica real es más amplia. Por supuesto, hay que diferenciar el cuerpo de doctrina de dichos partidos de las representaciones mentales, mucho menos elaboradas, de los ciudadanos que los respaldan. Si bien es cierto que las causas del avance paulatino de las corrientes de la ultraderechason conocidas, no existe un concierto común de las fuerzas democráticas a la hora de contenerlo.
Hay, fundamentalmente, tres campos de intervención clave, y el primero de ellos es económico. Si la democracia no camina en aras del progreso social, las víctimas, que son muchas, tenderán siempre a culparla del no progreso. Es, por tanto, preciso relanzar la máquina económica de integración profesional, que depende, hoy, esencialmente de las capacidades no del mercado, como lo cree la Comisión Europea, sino de los Estados para incentivar el empleo. Por esto necesitan una política presupuestaria más flexible, que genere equilibrio social. Desgraciadamente, esta es una reivindicación que todavía no se baraja en Bruselas.
En segundo lugar, frente al nacionalismo reaccionario y excluyente, hay que tomarse en serio la cuestión nacional, no dejarla en manos de los nacionalistas xenófobos. Es crucial interpretar bien la demanda de seguridad identitaria de las capas sociales más vulnerables y desestabilizadas por la exclusión del empleo o por la incapacidad para adaptarse a los cambios de la sociedad moderna que se suceden a una extraordinaria velocidad. Es necesario fortalecer la cohesión colectiva, es decir, la adhesión al bien común, sin perjuicio del respeto a la diversidad, bajo pautas comunes y con valores esenciales de referencia. Es menester gestionar racionalmente los flujos migratorios no solo para evitar las mentiras y la demagogia deconstructiva sobre la inmigración, sino también porque la vida diaria se ha vuelto mucho más competitiva y las percepciones espontáneas favorecen un ilimitado imaginario de fantasías en un contexto de inseguridad profesional. La economía, en todos los países desarrollados, necesita la inmigración y esto se debe regular en clave de respeto por los derechos humanos. En Europa, un gran acuerdo político deviene imprescindible para desactivar el papel que la inmigración ha asumido como chivo expiatorio.
Finalmente, se debe asumir con rotundidad la lucha contra el neofascismo, explicar claramente a la ciudadanía su peligro, proponer pactos democráticos antifascistas a aquellos que abanderan la democracia y el respeto a la igualdad y dignidad humana, denunciando, asimismo, a los que pisotean esos valores por razones electorales. Es una lucha diaria la que debe emerger contra el nacionalpopulismo neofascista, pues permanente debe ser la defensa de la democracia, del bienestar social, de los derechos y libertades. ¡Ojalá todos lo entiendan, pues del porvenir de la paz social se trata!
Sami Naïr es catedrático de Ciencias Políticas en la Universidad de París y director del Instituto de Cooperación Mediterráneo-America Latina, en la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla. Es autor, entre otros libros, de ‘La Europa mestiza’.
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