Kiko LLaneras
En un año tan reciente como 1978, España todavía tenía un programa de lucha contra la lepra y había 3.725 enfermos. Un repaso de estadísticas demuestra que nuestro país es muy diferente a como era hace 40 años.
En 1978 los homosexuales no podían casarse, pero es que ni siquiera era legal el divorcio. Según las encuestas del World Value Survey, un tercio de los españoles pensaba que romper un matrimonio era algo injustificable y más de la mitad condenaba la homosexualidad. Hoy esas ideas las conservan pocas personas.
Las mujeres han avanzado por partida doble. Hace 40 años habían ido menos a la escuela, eran minoría en la universidad y muchas no trabajaban. En 1990, por ejemplo, todavía un 30% de los españoles decía que los hombres tenían más derecho a trabajar si los empleos escaseaban. También ese año, las diputadas ocupaban sólo el 15% de todos los escaños del Parlamento español. Hoy son un 39% y España se ha convertido en el quinto país de Europa con más diputadas mujeres, solo por detrás de Francia, Noruega, Finlandia y Suecia.
La sociedad española está más educada que nunca. Las personas que te cruzas por la calle han estudiado 11 años de media entre el colegio, el instituto y la universidad, casi el doble que en 1978. Desde entonces los jóvenes sin bachillerato han pasado de ser la gran mayoría (80%) a solo un tercio (34%). El porcentaje de jóvenes universitarios se ha multiplicado por cuatro: eran el 10% en 1978 y ahora son el 40%, como la media europea.
Estas ganancias vinieron acompañadas de un mayor gasto público en educación, que es ahora el doble que hace 40 años. En este tiempo España ha desarrollado un estado del bienestar que hoy casi nadie cuestiona. En 1978 el gasto público equivalía al 14% del PIB y en 1995 había crecido hasta alcanzar el 40%. Después ha fluctuado, con la economía y los cambios de Gobierno, pero sin bajar nunca de esa cifra.
España también es un país más rico y más longevo. El PIB por habitante se ha duplicado, la riqueza patrimonial se ha triplicado y la renta media ha pasado de 19.000 a 29.000 euros por adulto, una vez corregidos los efectos de la inflación. En los ochenta teníamos una buena esperanza de vida y no hemos dejado de aumentarla. En 1980 menos del 8% de los niños se vacunaban contra el sarampión (hoy lo hacen casi el 100%) y la mortalidad infantil era cinco veces mayor que ahora. Y aunque ahora parezca algo remoto, el sida fue una epidemia mortal y vertiginosa hace apenas dos décadas: en 1996 el virus causó más del 30% de todas las muertes de jóvenes españoles. El año pasado fueron el 3%.
Por supuesto, este progreso no ha sido exclusivo de España. Muchas transformaciones han sido globales y han ocurrido en la mayoría de países. Pero tampoco estaban determinadas ni han sido iguales en todas partes. Hay países como México, Venezuela o Argentina que partían con economías no tan distintas de la española en los setenta y no han tenido el mismo destino. En estos cuarenta años, España ha logrado tres hitos que son difíciles de desligar: consolidó una democracia, desarrollo un estado moderno y se unió al proyecto europeo.
Estos pasos no son definitivos ni mucho menos completos. España acumula problemas que nunca ha resuelto (como sus niveles anormales de desempleo) y otros que emergieron con la crisis (como la desigualdad generacional). Sin embargo, despreciar los avances logrados en el pasado me parece una actitud injusta y sobre todo peligrosa. Negar el progreso produce monstruos de tres especies: nihilistas que se cruzan de brazos, ilusos que se olvidan de lo que podemos perder y reaccionarios que idolatran un pasado lleno de sombras.
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