Para superar la crisis hace falta otra política de rentas y más gasto social.
Mariano Rajoy, presidente del Gobierno EFE
Los efectos de la Gran Recesión sobre la economía española han causado una profunda convulsión en el mercado laboral. El Gobierno de Rajoy afrontó la crisis con una reforma laboral que deprimió los salarios (su participación en el PIB ha caído en torno al 15% en los últimos cinco años) y aumentó la precariedad laboral. Lo más significativo de esta devaluación salarial es que ha afectado de forma mucho más intensa a los salarios más bajos y en aquellos mercados o sectores con menor retribución. Los trabajadores con peor remuneración son los auténticos perdedores de la crisis; esa crisis que formalmente ha concluido, pero cuyas consecuencias todavía está pagando el conjunto de la economía.
El coste de la Gran Recesión para la estructura laboral española no se va a pagar fácilmente. De hecho, quedan algunos años de factura. España tiene casi 16 millones de inactivos y una tasa de empleo del 63,9% (frente al 71% de media comunitaria); y la rotación del empleo, debido a la elevada temporalidad, implica que cada cotizante a la Seguridad Social se consigue a costa de casi 35 contratos. Todas estas deficiencias estructurales configuran una economía real que está lejos de la imagen de prosperidad macroeconómica que aparece en la evolución del PIB o del continuado descenso de la tasa de paro.
Este profundo desequilibrio entre la prosperidad macroeconómica y un mercado laboral que crece a costa de contratos precarios y salarios bajos, plantea una pregunta incómoda y suscita algunas propuestas para corregirla. No está claro que el crecimiento basado en la depresión de las rentas salariales sea un fenómeno pasajero. Frente a la hipótesis optimista, común a la salida de otras recesiones, de que los salarios acabarán por subir y la calidad de los contratos tenderá a mejorar, en esta crisis los salarios bajos y los contratos por días pueden convertirse en signos permanentes. La economía española está creciendo a tasas próximas al 3% con 1,9 millones de trabajadores menos; es una descripción sintética, pero exacta, del futuro próximo del empleo.
El reequilibrio entre perdedores y ganadores (curiosamente, las pensiones no salen estadísticamente mal paradas de la crisis, aunque a partir de este año empezarán a perder poder adquisitivo) requiere al menos cambiar la política de rentas e intensificar la protección social. Los empresarios tienen que entender que una economía con salarios bajos deteriora la proyección del consumo, sobre todo de la compra de bienes duraderos. Además, aumenta el malestar social y eleva la pauperización, algo que tiene consecuencias imprevisibles, pero dañinas, sobre la seguridad ciudadana. El Gobierno tiene que exprimir su capacidad de influencia para facilitar un acuerdo social que permita un crecimiento sostenido y controlado de los salarios al menos durante los próximos cinco años.
Un Gobierno como el español no fabrica las crisis ni puede corregirlas. Pero está obligado a disponer de recursos públicos para que los damnificados no se hundan sin remisión en la pobreza. Eso significa más protección al desempleo y rentas de apoyo a familias en trance de pauperización. Desafortunadamente, nada de esto está en el horizonte del Ejecutivo.
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