Rubén Amón
La separación de poderes ha resistido al sabotaje del movimiento independentista, cuyo líder parlamentario, Carme Forcadell, se humilla in extremis para evitar la prisión.
No le convenía a Mariano Rajoy que Junqueras fuera a prisión ni le convenía la desmesura verbal del fiscal general de Estado. No le convenía que la Fiscalía del Supremo reclamara prisión incondicional a Carme Forcadell, como ha sucedido. No le convenía que Ignacio González saliera ahora de Soto del Real en el imaginario de un intercambio de reclusos.
No le convenía la ortodoxia de la jueza Lamela en la aplicación de las medidas cautelares y en el rechazo categórico de los recursos : la imagen del Govern entre rejas aporta al relato victimista un fabuloso argumento electoral. Y no le convenía a Rajoy que la Fiscalía Anticorrupción concluyera que el PP funcionaba al compás de la Gürtel como una organización criminal.
Todas estas razones desnaturalizan el papel inductor que el movimiento indepe y la subversión de Pablo Iglesias atribuyen a Mariano Rajoy en la gran conspiración de la justicia. Si el presidente del Gobierno tuviera a sus órdenes a los fiscales y a los jueces, el desfile o la coreografía no se habría resuelto de manera tan contraproducente a sus propios intereses.
Ni habría invocado Rajoy el papel providencial del Supremo. Invocar no quiere decir que haya pretendido condicionarlo. Quiere decir que las diferencias de criterio entre la jueza Lamela (Audiencia Nacional) y el juez Llarena (Tribunal Supremo) respecto a la idoneidad de las medidas preventivas -Forcadell puede eludir la cárcel a cambio de 150.000 euros- predispondrá la excarcelación de los mártires y aliviará el escenario político en sus extremos más teatrales.
Sí le convenía a Rajoy que Carme Forcadell durmiera en casa. Y que pronto lo haga Junqueras, pero la conveniencia no implica que el jefe del Gobierno haya intentado amañar el segundo escenario después de habérsele frustrado el primero. O que el juez Llarena acaso haya sido más sensible a las sugerencias políticas, en la inercia de un escenario electoral más aseado y despejado.
El Supremo terminará juzgando los delitos de la causa independentista. Lo hará con menos beligerancia de cuanto lo ha hecho la Audiencia Nacional. Son ya una tradición las discrepancias de uno y otro tribunal, pero las diferencias interpretativas no obedecen al influjo del marianismo, aunque resulte tentador atribuir a Rajoy un papel de árbitro en la defensa del interés del Estado.
Existen razones para desconfiar de la plena, pulcra y pura separación de poderes. Falta transparencia y ortodoxia en las relaciones de la Justicia y el poder político. Hay injerencias, presiones. Y las seguirá habiendo, pero la dimensión jurídica y judicial en la que se ha sustanciado el desafío separatista ha preservado la memoria y el honor de Montesquieu.
El crimen contra el evangelista francés se ha cometido en Cataluña. Ha sido profanado en la Ley de Transitoriedad Jurídica. Y nadie le ha clavado más estiletes que Carme Forcadell, cuyas responsabilidades de presidenta del Parlament no le impedían acudir a las reuniones del Govern ni liderar el asedio de las masas al Tribunal Superior de Justicia de Cataluña. La Injusticia guiando al pueblo, en la parodia del cuadro (libertario) de Delacroix.
La heroína ha terminado humillándose. Y se hubiera vestido de faralaes con tal de cruzar el umbral de la prisión eludible. Ha abjurado de su implicación en la DUI. Y ha abrazado el 155 como si fuera un dogma de fe. Rezará la Constitución antes de dormirse. Y tendrá que explicarse a la feligresía independentista, pues ha renegado de ella y de la tierra prometida para evitar el frío de la cárcel.
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