Joaquim Coll
En un final sin épica y vergonzante para sus líderes, la vía unilateral a la secesión ha muerto.
Puigdemont y los 200 alcaldes independentistas en Bruselas este martes. STEPHANIE LECOCQ EF
Las fuerzas separatistas intentan esconder un fracaso histórico llamando a convertir el 21D en un plebiscito contra los encarcelamientos de sus líderes, la aplicación del 155 o como apoyo a esa república catalana que no fue. Si alguna cosa ha quedado demostrada estos meses es que la secesión unilateral es imposible una vez que el Estado sale de su letargo. Hemos asistido a un final sin épica, casi vergonzante para los protagonistas, rematado por la huida de Carles Puigdemont a Bruselas que, a la postre, empujó el ingreso preventivo en prisión de Oriol Junqueras y de otros siete exconsellers el 2 de noviembre. Ahora bien, un mes antes, todo era mucho más incierto, lo cual nos obliga a interrogarnos sobre la estrategia del Govern.
Durante los primeros días de octubre el separatismo vivió momentos de euforia. El 1-O no solo se votó sino que las imágenes de violencia policial fueron un magnífico regalo para incrementar sus apoyos sociales y dañar la imagen de España en el exterior. La fidelidad de los Mossos a la legalidad quedó en entredicho, dándose por descontada su pasividad ante una acción insurreccional dirigida por la ANC y Òmnium para ocupar lugares estratégicos en el territorio. Con la “huelga patriótica” del día 3 la causa secesionista alcanzó su cénit y pareció que cualquier cosa podía ocurrir. Por si cabía alguna duda, Felipe VI confirmó la “extrema gravedad” de la situación, aunque en su mensaje también dejó claro que la legalidad constitucional no era negociable. El día 4 Puigdemont tenía dos opciones: declarar la independencia, en coherencia con lo prometido, o convocar elecciones para intentar legitimar ante la comunidad internacional el secesionismo en un escenario favorable. Elegir entre dar cumplimiento a la ley del referéndum o atreverse a explicar a los suyos que el 1-O no había servido para avalar la DUI, tanto por razones democráticas como por su nulo reconocimiento externo. Lo primero exigía vencer el miedo al vacío, mientras lo segundo era imposible sin un fuerte liderazgo interno capaz de dar un golpe de timón. Esta carencia quedó patente semanas más tarde cuando Puigdemont no se atrevió finalmente a convocar elecciones para evitar la aplicación del 155 ante la dura oposición de ERC y CUP.
La falta de atrevimiento para una cosa y de liderazgo para la otra explican que la primera semana de octubre, en un momento crucial, ni se pusiera rumbo hacia la independencia ni se convocaran elecciones, sino que el Govern se refugió en un llamamiento desesperado a la negociación. En su dura réplica al discurso del rey, la noche del 4, Puigdemont se agarró al papel que iba a jugar la mediación internacional con propuestas que “no tardarían en llegar”. El día 10, en medio de una gran expectación, el president suspendió la DUI en el Parlament en un quiebro desconcertante. Lo hacía porque, afirmó, había que dar “más tiempo a la mediación” y porque eso ayudaba a preservar la convivencia. El domingo anterior, cientos de miles de catalanes se habían manifestado a favor de la unidad de España convocados por SCC, mientras la angustia y la tensión social crecían. El farol chantajista del Govern, amenazando con la unilateralidad (imposible de ejecutar sin desencadenar un conflicto civil y sin dañar aún más la economía catalana, e imposible de consolidar sin las estructuras e instrumentos para controlarlo todo), quedó al descubierto. En lugar de aceptar que lo mejor era ir a elecciones, el conglomerado separatista quedó atrapado en la creencia de que al final ocurriría lo deseado. El día 17, el encarcelamiento de los Jordis indignó mucho pero no cambió nada.
El 20 de octubre se hicieron públicas las medidas de intervención de la autonomía por parte del Gobierno de Mariano Rajoy, que incluían el cese de todos los consellers. Se trataba de un 155 básicamente electoral, ante el cual Puigdemont solo podía optar por ejercer su facultad de disolver antes el Parlament para evitar la intervención. Ahora sabemos que la mañana del 26 se estuvo muy cerca de ese escenario. Pero esa salida, políticamente razonable y sobre todo ventajosa para todos aquellos que ahora afrontan querellas penales, llevaba consigo el estallido del bloque separatista y la frustración entre sus bases. Al final, la ficción siguió mandando sobre los protagonistas y arruinando sus intereses, y se resolvió con una farsa de DUI, a modo de consolación, en el último minuto. Tras la caída del procés, el independentismo no desaparecerá pero sí el sueño unilateral.
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