La tensión entre Arabia Saudí e Irán debe ser reconducida cuanto antes.
El príncipe saudí Mohamed bin Salman. HAMAD I MOHAMMED REUTERS
La escalada de tensión entre Arabia Saudí e Irán supone un gravísimo riesgo para la estabilidad de Oriente Próximo y a escala global. El cruce de acusaciones entre Riad y Teherán debe cesar cuanto antes y las grandes potencias aliadas de ambos países deben ejercer la presión necesaria para rebajar una temperatura que se ha disparado peligrosamente en los últimos días.
Sería un error interpretar en clave retórica la frase pronunciada ayer mismo por el heredero saudí y nuevo hombre fuerte del país, Mohamed bin Salmán, caracterizando como acto bélico y responsabilizando a Irán del impacto a escasa distancia del aeropuerto de Riad, capital saudí, de un misil balístico disparado desde Yemen, país que se encuentra sumido en una guerra civil en la que Teherán y Riad mueven sus piezas.
En un mundo todavía dependiente del petróleo, Arabia Saudí desempeña un papel crucial a la hora de la estabilidad económica. De esto se ha aprovechado durante décadas el régimen de Riad, por ejemplo para practicar una más que reprobable —pero apenas condenada con la boca pequeña por Occidente— política de derechos humanos y libertades individuales, especialmente en lo que concierne a las mujeres. Sin embargo, la inmutabilidad del régimen ha saltado por los aires tras la purga ordenada por el príncipe Bin Salmán, que en la noche del sábado cristalizó en la detención de once príncipes, cuatro ministros en activo y decenas de antiguos ministros, todos ellos acusados de corrupción.
Para entrever lo intrincado del problema y como muestra de la inestabilidad de la región basta observar lo sucedido en los últimos días. El sábado, el primer ministro libanés, Saad Hariri, en vez de comparecer ante su Parlamento, voló a Riad para anunciar su dimisión a través de un vídeo en el que confesaba temer por su vida. Acto seguido, Hezbolá, la milicia proiraní libanesa considerada grupo terrorista por EE UU y la UE —que cuenta con varios miles de militantes armados y ha protagonizado una guerra contra Israel—, acusó a Arabia Saudí de forzar la dimisión del primer ministro libanés.
La respuesta saudí ha sido fulminante: considerará cualquier acción de Hezbolá contra sus intereses como una declaración de guerra de Líbano. Este grupo libanés combate en Siria contra el Estado Islámico junto al Ejército de Asad y miembros de la Guardia Revolucionaria iraní. La victoria de estas fuerzas crearía un corredor chií desde Irán hasta el Mediterráneo, algo que el Gobierno de Jerusalén —empeñado en evitar que Hezbolá reciba de Teherán armas y misiles con los que atacar a Israel— no está dispuesto a permitir, lo que aproxima a israelíes y saudíes, que también recelan del programa nuclear iraní y de la influencia de Teherán en la región.
Si hay una región del mundo en la que las tensiones pueden llevar a conflictos de consecuencias funestas, esa es Oriente Próximo. Washington —principal aliado de Arabia Saudí e Israel— y Moscú —aliado de Irán y Siria— deberían actuar cuanto antes para rebajar la tensión. Una tarea para la que la mediación europea sería tan bienvenida como provechosa.
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