Carmen Morán
La Biblioteca Nacional expone 200 piezas de cartografía de varios siglos y regiones del planeta que muestran las formas en que el hombre ha querido domesticar el mundo.
Mapa de los Países Bajos en forma de león (1622) de Pieter van den Keere. BNE
Seguían las pistas con el mapa del tesoro y resultó que el tesoro era el mapa. La cartografía es arte y ciencia y está llena de joyas por las que algunos piratas perderían a gusto una pierna. Aunque la fascinación por los mapas no es solo cosa de los corsarios, como han popularizado la literatura y el cine, cualquiera puede soñar mirando un dibujo de confines difusos, rutas imposibles, parajes perdidos, tierras ignotas. Hasta el 28 de enero, los visitantes de la Biblioteca Nacional (BNE) pueden navegar el mundo entero y viajar en el tiempo a través de 200 piezas que son mapas, manuscritos, grabados, atlas, cartas náuticas, obras de arte, en definitiva, que parecen salidas de un cofre enterrado bajo la arena, a la derecha de la gruta del diablo y 100 pasos más allá siguiendo la sombra de la palmera solitaria en una isla remota.
Para seguir la pista de la exposición Cartografías de lo desconocido, los comisarios Sandra Sáenz-López Pérez y Juan Pimentel, historiadora del arte y de la ciencia, respectivamente, han organizado el espacio en varias secciones para distinguir aquellas épocas imperialistas donde en los mapas se representaba solo lo que interesaba, de aquellas otras en las que el interés se desplazaba hacia los paisajes humanos de las tierras recién descubiertas o en los monstruos imposibles salidos de las aguas. Fascinantes por misteriosos son también aquellos dibujos llenos de detalles de sitios inexistentes, como la Atlántida,Utopía, Jauja... Interesante detenerse también en el rincón literario, donde la topografía son los cimientos sobre los que los escritores levantaron sus grandes historias. Ahí está, por ejemplo, el que diseñó Juan Benet para su Región, con pueblos, montañas, caminos, minas, centrales nucleares, todo un mundo de ficción para no perderse por el libro. O el que muestra las andanzas de Don Quijote, diseñado por uno de los grandes geógrafos españoles, Tomás López de Vargas en el siglo XVIII, con dibujos de Gustave Doré.
Estos son muy recientes. El mapa más antiguo del que los comisarios tienen constancia es una representación del pleistoceno tallada en piedra del norte de Italia donde se pueden ubicar viviendas, poblaciones, ríos... Y los más modernos nos hablan en el coche con la voz que elijamos. “El mundo de los mapas es más antiguo que la escritura”, recordó la comisaria, porque todo hijo ha tenido la necesidad de orientarse o de mostrar un camino, de ahí los garabatos en una servilleta de bar o en el papel de un caramelo.
Pero el arte de la cartografía y la fascinación que suscita responde al interés de los humanos por “domesticar el mundo, interpretarlo, conocerlo”, explica el comisario. O tomarlo como propio señalando unas fronteras que, una vez en el papel, adquirían la consistencia de muros políticos. Ahí está si no ese enorme mapa de África vaciado de contenido, casi mudo, como aquellos en los que los niños aprendían en la escuela. Estaban lanzando un mensaje colonizador: “No hay nada ahí dentro, pueden entrar y poner sus nombres, conquistar aquellas tierras, clavar banderas de todos los colores”. Era el siglo XIX. Tiempo atrás, el interés fue bien distinto. El siglo anterior los mapas orlados mostraban a exóticas gentes que alargaban sus labios con anillos, se adornaban con vistosas pinturas o remataban con plumas las testas oscuras. Porque aquellas joyas servían para repartir el conocimiento urbi et orbi. En las escuelas, en el club, en los museos de ciencias naturales.
Mapas orlados, croquis de sitios tan desconocidos como sus autores, rollos de metros y metros con la historia del mundo a todo color, prácticas tablillas chinas que se despliegan en acordeón, la Ciudad Prohibida de Pekín o aquella peculiar respuesta a Felipe II desde las Indias... Se ve que el monarca pidió detalle de algunas tierras allende el mar y recibió una preciosa pintura, esta sí más obra de arte que plano certero, que le enviaron los mexicanos. Por allí flotan los bueyes, las casitas, un río baja vertical y azul, aquí un puente, allá un barranco. “Es como un Chagall”, dijo ayer admirado el comisario. Sí, pero este de 1580.
A las muchas y valiosas piezas que guarda la Biblioteca, algunas nunca expuestas, se han sumado otras del archivo del Centro Geográfico del Ejército, Archivo General de Indias, Palacio Real, Monasterio de El Escorial, Fundación Casa Alba, entre otros. El ejemplar expuesto más antiguo es un plano mozárabe entre siglo VIII y XI. Y hay también algún globo terráqueo. Que la tierra era redonda se sabía ya en la Grecia clásica, otra cosa es que muchos siglos después tuvieran problemas con la perspectiva y donde iban a trazar una esfera les saliera un círculo. Con esa forma redonda se representaban incluso las ciudades, no solo la Tierra. Y otros metían en mundo en la silueta de un león. La imaginación es infinita, “y la portabilidad ya era importante siglos atrás”, explican los comisarios, de ahí las tablillas chinas, por ejemplo. Y ahora los móviles. “Siempre se ha tratado de tener el mundo en la palma de la mano”, dijeron.
Una de las secciones de la sala muestra mapas fenomenológicos, es decir, lo que había ocurrido pero que nadie conocería si no se plasmaba en un papel, si no tenía un lugar. De ahí la expresión “esto tuvo lugar” como equivalente a ocurrir. En la Biblioteca Nacional el mundo entero encuentra estos días su lugar. Y si el sitio no cabe en el mapa uno puede seguir soñando márgenes afuera. Porque tan interesante es lo que recoge la cartografía como lo que silencia.
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