César Cervera
El nuevo emperador jamás renunció a la Corona de España y siempre se consideró el legítimo sucesor de Carlos II. Su breve estancia aquí marcó su existencia, así como la de muchos españoles que le siguieron a Austria.
Retrato del Archiduque Carlos
Carlos Francisco de Habsburgo y Neoburgo (1685-1740) fue educado por maestros jesuitas para reinar en España y hablar castellano a la perfección, a diferencia del candidato borbón, el futuro Felipe V, al que la corona hispánica le cayó por sorpresa. El Archiduque Carlos era el hijo menor que tuvo el Emperador austriaco Leopoldo I con Leonor Magdalena de Palatinado-Neoburgo, lo que le convertía en nieto de una infanta española y en sobrino de la segunda esposa del último Habsburgo que reinó en España. Tradición, sangre y educación condujeron al joven a reclamar el trono del Imperio español durante la Guerra de Sucesión, el conflicto dinástico que enfrentó a borbones contra austracistas.
Con objeto de suceder a su tío Carlos, el joven recibió una educación española y aprendió el idioma castellano (Felipe V no, por cierto), además de latín, alemán, francés, italiano y húngaro. Bajo la dirección del Príncipe Antonio de Liechtenstein, le enseñaron Lógica, Ética y Filosofía y la historia de la Casa de Austria, tanto de los reyes españoles como los austríacos. De estatura mediana, cabello castaño, rostro alargado y el porte grave y serio característico de los grandes Reyes Habsburgo, también tenía lo peor de esta familia en un carácter indeciso, tímido y testarudo. Sin embargo, detrás de su actitud sobria y distante en público se escondía un hermano, un hijo y, luego un padre, cariñoso y atento.
Nada recordaba en aquel joven apuesto a los enfermizos genes del último Habsburgo español, su tío Carlos, quien en su último testamento, durante años una ruleta rusa, dejó el gigantesco Imperio español en manos del Duque de Anjou, el nieto de Luis XIV de Francia. Los Borbones, emparentados también con la familia real española, tomaron rápidamente posesión de la herencia de Carlos II. Sin dejar tiempo para que Inglaterra, Austria u Holanda elevaran sus críticas a Luis XIV por su decisión de no compartir la tarta con el resto.
Estalla la guerra
El Emperador Leopoldo planeaba dejarle la Corona imperial a su primogénito José, mientras Carlos recibía las posesiones españolas, a excepción de los reinos italianos, que pasarían a manos directamente austriacas. Por ello, Leopoldo reclamó el trono español para su hijo menor y no reconoció como Rey a Felipe V, que había llegado a Madrid el 18 de febrero de 1701. El Emperador encabezó una alianza en 1702 con Inglaterra y las Provincias Unidas en contra de Francia, cuyas primeras acciones comenzaron en Italia y pronto se extendió a España. El 12 de septiembre de 1703, la Corte de Viena proclamó a Carlos Rey de España, que pocos días después puso a rumbo a Lisboa, no sin pasar antes por Holanda y Londres, donde fue recibido por la Reina Ana y obtuvo los recursos para hacer la guerra. En Portugal recibió la adhesión de importantes figuras españolas del partido austríaco como el Almirante de Castilla, el Conde de Cardona y el padre Álvaro de Cienfuegos. Eran los primeros pasos para el inicio del combate en la península.
La guerra de Sucesión española enfrentó a dos casas reales, a distintas potencias extranjeras y, también, a españoles entre sí que defendían a su propio candidato a reinar. No fue una guerra de secesión, como pretende el nacionalismo catalán, sino de sucesión. Buena parte de los catalanes, valencianos y de los habitantes de los territorios de la antigua Corona de Aragón tomaron partido por el Archiduque, básicamente por la aversión que existía en esta zona de España hacia los franceses, que en las sucesivas guerras contra el Imperio español habían arrasado poblaciones y puertos. No obstante, entre los castellanos el Archiduque tenía también muchos partidarios, del mismo que los Borbones tenían los suyos en Cataluña o Valencia. Cuando Barcelona fue tomada por los austracistas en septiembre de 1705 se vieron obligados a salir de la ciudad seis mil catalanes borbónicos. Por toda la geografía española se vivieron escenas similares.
Las cuestiones nacionalistas brillaron por su ausencia durante este conflicto, en cuyas últimas fases las autoridades de la sitiada Barcelona hicieron un llamamiento al pueblo para que luchara «per son honor, per la pàtria i per la llibertat de tota Espanya». ¡La libertad de toda España! No solo por la de Cataluña… Y, en cualquier caso, la libertad entendida como los privilegios medievales que aún se conservaban en algunas regiones de España.
Que el Archiduque representase la defensa de los fueron frente al centralista Felipe V es también cuestionable, en tanto el borbón sí respetó los privilegios de País Vasco y a Navarra como recompensa por su lealtad durante la guerra.
El Archiduque encabezó, montado a caballo y espada en mano, varias batallas en la Península y actuó como monarca legítimo en los territorios bajo su control. Desarrolló sus propias instituciones y una pomposa corte, en contraste con la penuria económica que vivía la población de su España. Incluso tomó Madrid en dos ocasiones, aunque hubo de reconocer tras la fría acogida que «parecía un desierto». Carlos y sus aliados pusieron a los Borbones contra las cuerdas y alargaron la guerra por una década, si bien otra cuestión sucesoria desinfló de golpe las aspiraciones Habsburgo en España.
La muerte del Emperador José en abril de 1711 otorgó la dignidad imperial al Archiduque, lo que provocó una fuga de aliados, pues nadie pretendía financiar a otro monstruo igual o mayor que el representado por la suma de los territorios Borbones. En cierto modo, la marcha de Barcelona fue un alivio para el candidato austracista, atrapado en un laberinto que no encontraba fin. No ayudaba el carácter autoritario que Carlos revelaba por momentos. En septiembre de ese mismo año, abandonó Barcelona dejando como reina regente a su esposa, Isabel Cristina de Brunswick-Wolfenbüttel, que un año y medio después también marchó de la ciudad con gran tristeza.
La Guerra de Sucesión acabó prácticamente con la caída de Barcelona a mediados de septiembre de 1714 y, con ella, la marcha de miles de españoles –en su gran mayoría catalanes– al exilio. Los territorios pertenecientes a los Habsburgo fueron el principal destino de los partidarios españoles del Archiduque Carlos de Austria, que temían las represalias de Felipe V. El Emperador prometió a su esposa, rota por el dolor de abandonar España, que hasta el final de su reinado se responsabilizó de los exiliados. Y así lo hizo.
Tras huir de Italia, un amplio grupo de refugiados fundó con el permiso de Viena en la península de los Balcanes la ciudad de Nueva Barcelona. Entre 1735 y 1737, comenzó la construcción de esta ciudad financiada por el Sacro Imperio. Los colonos negociaron desde el tamaño de las casas, el número de habitaciones de cada una, y hasta cómo iban a ser sus jardines. Sin embargo, el sueño duró sólo dos años debido a los enfrentamientos entre los Habsburgo y el Imperio otomano. Con la llegada de los turcos también desembarcó la peste, que diezmó a la población. Los pocos que sobrevivieron abandonaron Nueva Barcelona y el rastro de la ciudad se perdió.
Tras la guerra de su vida
El nuevo Emperador jamás renunció a la Corona de España y siempre se consideró el legítimo sucesor de Carlos II. Su breve estancia aquí marcó su existencia, así como la de muchos españoles que le siguieron a Austria al terminar el conflicto sucesorio. Carlos VI se llevó a Viena a algunos españoles de gran solvencia, como su secretario el catalán Ramón de Vilana Perlas o el aragonés Juan Amor de Soria. Muchos de ellos integraron el Consejo de España, con influencia en la política de todo el imperio. La cultura y la política del país se vio influida por este grupo de poderosos españoles. Además, según el historiador británico Edward Crankshaw, el Emperador vistió siempre con «jubón negro, zapatos negros y medias rojas», a modo de homenaje por lo que pudo ser y no fue.
El Emperador fue un soberano plenamente barroco, bajo cuyo gobierno, de 1711 a 1740, estabilizó la situación del imperio tras los estragos aún visibles dela Guerra de los 30 años. Además de la dignidad del Sacro Imperio germánico, Carlos ostentó las coronas de los reinos de los reinos de Bohemia, Hungría, Croacia y los reinos italianos y los Países Bajos arrebatados a España tras la guerra. Su reinado estuvo marcado por las sucesivas guerras contra los turcos, cuyo desmesurado poder de antaño se resquebrajó con la presencia entre las filas austriacas de uno de los mejores comandantes de su tiempo: el Príncipe Eugenio de Saboya.
Todo ello permitió incorporar al Imperio, cada vez más austriaco y menos alemán, el Banato, territorios del norte de Serbia, Bosnia y la pequeña Valaquia. No en vano, el Emperador tuvo que renunciar en 1735 a Nápoles y Sicilia durante la guerra dinástica polaca, que demostró que la situación de Austria no era tan fuerte como se aparentaba desde fuera.
Al monarca le gustaba coleccionar libros (fundó la Biblioteca Nacional austríaca) y monedas antiguas, así como la música y en particular la ópera italiana, de la que él mismo compuso una pieza en cuyo estreno participó su hija María Teresa. Al aire libre lo que le apasionaba era la caza, su deleite y también su perdición. Carlos VI falleció de forma repentina el 20 de octubre de 1740 durante una montería en Halbturn, lo que arrojó su herencia sobre María Teresa. La joven heredera pudo constatar que todos los esfuerzos de su padre por lograr el reconocimiento de la Pragmática Sanción, lo cual fue en detrimento de las reformas económicas y militares iniciadas por el monarca, habían sido en vano entre los estamentos más conservadores de Viena. La Guerra de Sucesión Austriaca fue, irónicamente, el último legado del que un día fuera Archiduque.
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