miércoles, 13 de julio de 2016

Duelo al sol en El Alamein

LA RAZÓN.es
Monty y Rommel. Su enfrentamiento pertenece a uno de los capítulos más trascendentales de la Segunda Guerra Mundial. Su rivalidad, incluso, ha superado su época y se ha llevado a la gran pantalla
Bernard L. Montgomery y Erwin Rommel

En el 75º aniversario de la irrupción espectacular de Erwin Rommel en la batalla del norte de África, aparece un libro que pone al día cuanto se conoce sobre este personaje y sobre Bernard Montgomery, su antagonista en el gran duelo de El Alamein, y acomete el atractivo desafío de juntarlos en unas Vidas Paralelas.
«Nunca se conocieron, pero Rommel prestaría homenaje a la habilidad de Monty. Mientras interrogaba a un oficial británico tomando el té en el verano de 1944, le pregunto por “su viejo amigo el mariscal Montgomery”. Por su parte, éste tenía el retrato de Rommel colgado en su caravana de combate “para comprender lo que lo impulsaba” y bautizó a uno de sus perros y a un caballo con el nombre de su enemigo. Más adelante dijo: “Me hubiera gustado hablar de la batalla de El Alamein con él. Pero está muerto y esa historia no la podemos contar juntos» (Peter Caddick-Adams, «Monty y Rommel, vidas paralelas», Ático de los libros, Barcelona 2016).
En 1918 llegó la paz tanto para Bernard Montgomery como para Erwin Rommel. Habían demostrado su capacidad para combatir y dirigir hombres en la Gran Guerra y experimentado un vertiginoso avance de sus carreras militares, pero con la paz retornó la rutinaria vida castrense, los cambios de destino, los ascensos lentos (dos décadas en ascender a coroneles; en vísperas de la guerra, el escalafón se activó y fueron generales con 51 y 48 años), la vida académica y las experiencias editoriales (Monty escribe parte del «Manual de Infantería» del Ejército británico; Rommel, sus recuerdos de guerra en «La infantería ataca», con gran éxito editorial).
Días de prueba
Y, en 1939, Hitler atacó Polonia y estalló la Segunda Guerra Mundial... Para ambos llegaron los días de prueba para los que llevaban preparándose dos décadas. Monty, al mando de la 3ª división de infantería, pasó a Francia, donde sufrió la derrota y el cerco de Dunkerque con todo el ejército expedicionario británico, distinguiéndose en la evacuación que salvó a la mayor parte de aquellas fuerzas. De nuevo en las islas fue uno de los creadores del nuevo ejército.
Para Rommel fue lo contrario. Mandó el batallón de la Guardia de Hitler durante la Campaña de Polonia, conoció de cerca al Führer lo que le procuró el mando en Francia de la 7ª Panzer, la división fantasma, (217 blindados) con la que tomo Lille, Saint-Valery y Cherburgo. En seis semanas avanzó mil kilómetros, capturó cien mil soldados, 450 tanques, 300 cañones, 15 aviones y 5.500 vehículos. Rommel terminó la campaña como experto en fuerzas acorazadas y con la distinción de la Cruz de Hierro.
La propaganda nazi halló en él al joven héroe ario que iba a conquistar las Islas Británicas, pero tanta notoriedad le granjeó envidias y rechazos entre el generalato que repudiaba su cercanía a los nazis, envidiaba su fulgurante carrera y desconfiaba de su eficacia: valiente y osado, sin duda, pero demasiado independiente. Así, mientras esperaba el pospuesto cruce del Canal, no fue requerido ni en los Balcanes ni en la URSS. Su oportunidad llegó en 1941. Berlín necesitó apuntalar a las fuerzas italianas en Libia e ideó la Operación Girasol, que consistió en el envío a África de tres divisiones (5ª Ligera, 15ª blindada y 90ª ligera), vertebradas en el Afrika Korps y Hitler vio en Rommel al comandante idóneo para enredar a los británicos en una pequeña guerra en el desierto que salvara la cara de Mussolini. El problema es que Rommel en cuanto dispuso de medio centenar de carros, atacó y, entre marzo y mayo de 1941, avanzó desde el golfo de Bengasi hasta la línea de Sollum, 700 kilómetros, destrozando a las fuerzas británicas del general Wavell.
La propaganda nazi estaba exultante, la revista Signal convirtió a Rommel en su favorito y Hitler perdió de vista el objetivo de la operación y pensó que Rommel podía conquistar Egipto y echar a los británicos del Mediterráneo, pero se trataba de un simple espejismo: la Royal Navy causaban pérdidas insuperables a los transportes del Eje y en Cirenaica las comunicaciones eran tan débiles que Rommel, apodado ya el Zorro del Desierto, no recibía lo indispensable para continuar, por lo que, carente de todo, tuvo que replegarse al punto de partida.
Rommel no aceptó el fracaso: contratacó en enero de 1942 y en julio alcanzó El Alamein, dentro de Egipto: una cabalgada de 1.200 kms. que le situaba cerca de Alejandría y de El Cairo. Hitler volvió a soñar y Mussolini preparó su entrada triunfal en El Cairo en un caballo blanco.
Pero hasta allí llegaron los recursos de Rommel. Fue frenado por el dispositivo del general Auchinleck, sin que los refuerzos que le llegaron a cuentagotas bastaran para romper las líneas británicas. Durante el forcejeo entablado en las peladas ondulaciones del desierto, Winston Churchill, necesitado perentoriamente de una victoria que compensara años de derrotas, envió a Montgomery a El Alamein.
El premier se la jugaba: ponía a su VIII Ejército frente al temido Afrika Korps en manos de un general cuya experiencia bélica se limitaba a la retirada de Dunkerque, pero tenía fe en aquel tipo infatigable, desabrido y vanidoso al que no soportaban sus colegas, pero al que adoraban sus soldados. Según el general Fuller, Monty era «el jefe idóneo en el lugar más conveniente y en el momento más adecuado, porque después de sus derrotas, el VIII Ejército necesitaba una nueva dinamo y él se la proporcionó».
No cambió los planes defensivos ni ideó fantásticos envolvimientos al estilo de su enemigo, pero acumuló medios para superarle, adiestró sus fuerzas para igualar a las alemanas, les proporcionó alimentos frescos y agua abundante de los que carecían sus enemigos, enmascaró sus maniobras desorientando a Rommel, cuyas intenciones conocía gracias a Enigma que descifraba las comunicaciones alemanas y, llegado el otoño de 1942, se sintió en condiciones de vencer.
Enfrente, Rommel, estaba al límite de combustible, munición, agua y alimentos; Hitler le había prometido carros Tiger y no se los había mandado porque Stalingrado se tragaba todos los recursos del Reich. En septiembre, extenuado y enfermo tras 19 meses en el desierto, viajó a Alemania para reponerse y Monty no esperó su regreso: la noche del 23 de octubre, su artillería lanzó medio millón de granadas sobre las líneas del Eje y, a continuación, amagó por el sur y atacó por el norte.
Su estratagema dio resultado, lo que unidos a la superioridad de sus fuerzas (180.000 hombres, 3.300 cañones, 1.230 tanques y 1200 aviones frente a 120.000 soldados, 540 blindados, 2.400 cañones y 350 aviones) puso al Eje en puros. Rommel regresó de inmediato y trató de equilibrar la situación, pero todas sus ideas, el fantástico empleo de tanques y artillería sólo alcanzaron para retrasar lo inevitable: la derrota y la retirada hacia el oeste. Tras diez días de lucha y cuando ya sólo le quedaban 36 blindados capaces de medirse a los británicos, Rommel, superando las exigencias de Hitler de vencer o morir, abandonó El Alamein.
El triunfo fue celebrado en el Reino Unido como si se hubiera ganado la guerra y Montgomery fue ennoblecido con el título de Vizconde de El Alamein. Churchill, aparte de «sangre, sudor y lágrimas», ya podía ofrecer a los británicos una victoria. Tres cuartos de siglo después, El Alamein está menos valorado: pese a su superioridad, Montgomery tuvo el doble de bajas humanas, blindadas y aéreas que Rommel. Y lo que todavía es más negativo: fue una batalla innecesaria. El 8 de noviembre de 1942 desembarcaron las fuerzas aliadas en el norte de África (Operación Torch), quedando los ejércitos del Eje embotellados en Túnez. Rommel hubiera tenido que retirarse hacia allí a toda prisa aunque hubiese vencido a Montgomery. No es extraño que Monty, el final de sus días, comentara: «Tengo que ir a ver a Dios y hablarle de todos esos hombres a los que maté en El Alamein».

Sobrevalorados

En su paralelismo –desde sus orígenes a sus intervenciones militares en ambas guerras mundiales– tanto Montgomery como Rommel fueron excelentes generales, pero parecen hoy sobrevalorados. Ambos alcanzaron la fama gracias al favor de los políticos, cultivaron con esmero su imagen y al margen de sus actuaciones, sobredimensionaron sus talentos: Montgomery, gracias a su posición política en la posguerra, se ensalzó hasta el infinito con los escritos que firmó –y que, en su mayoría, no escribió– y con las opiniones interesadas de sus muchos colaboradores. Rommel, por su parte, fue obligado a suicidarse por Hitler, lo que limpió su perfil de sus relaciones con el nazismo y, en la posguerra, fue catapultado a la gloria por la biografía de Desmond Young, «Rommel, el zorro del desierto», de éxito enorme y oportuno: había comenzado la Guerra Fría y Alemania dejaba de ser un vencido para convertirse en un aliado. Rommel pasó a ser un talento militar puro, un héroe simpático para los británicos (menos para Franceses y estadounidenses), un general sin tacha mitificado por el cine, una figura popular para hacer digerible la Bundeswehr, el nuevo ejército alemán.
Los generales Montgomery y Rommel acapararon las páginas de la Prensa, las informaciones radiofónicas y los noticiarios del cine en el otoño de 1942. Aunque el Norte de África era un pequeño escenario bélico comparado con las campañas que simultáneamente se estaban librando en la URSS o en el Pacífico, en él se estaba jugando el futuro de la contienda: la suerte de la contraofensiva aliada –esencial para mantener en pie a la Unión Soviética–, el futuro de Churchill, que no había cesado de sumar reveses en dos años, la supervivencia de la Italia fascista y la consolidación de la Francia Libre. Ni fueron los mejores generales de la contienda, ni tuvieron en sus manos la suerte de la guerra, pero ambos se convirtieron en las estrellas del conflicto, en los jefes más famosos, biografiados y llevados al cine.







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