martes, 29 de enero de 2019

Carlos V e Isabel, 15 minutos de cita y directos al altar. 3º ESO

LA RAZÓN CULTURA
Geoffrey Parker

Planeta publica la minuciosa obra de Geoffrey Parker sobre la controvertida figura del emperador del sacro imperio romano.


«Retrato de Carlos V e Isabel de Portugal», lienzo copiado por Rubens en uno de sus viajes a Madrid (1628-1629) de un original de Tiziano

Carlos se había prometido muchas veces antes. Más recientemente con su prima María, la única hija de Enrique y Catalina de Aragón, cuando ella cumpliera doce años. Los diplomáticos ingleses enviados a España para felicitar a Carlos por la victoria de Pavía recibieron de manos de la princesa un anillo con una esmeralda como «símbolo del mejor conocimiento que habremos de tener cuando Dios les conceda la gracia de estar juntos, momento hasta el cual su majestad mantendrá la continencia y castidad que con la gracia de Dios ella guardará igualmente» (una referencia nada sutil a la progenie ilegítima que el emperador ya había engendrado). Carlos aceptó el anillo «con mucho agradecimiento, y se lo puso en el dedo meñique, diciendo que lo llevaría puesto por ella», pero a continuación exigió que María, pese a tener solo nueve años, viniera a España de inmediato. Sus súbditos, explicaba, no querían que él «partiera de su reino hasta que tuviera a su esposa, mi princesa, aquí en España con la intención de que un Consejo formado en torno a ella mantuviera los asuntos de este reino a salvo de una revolución como la que se produjo durante su última ausencia» (esto es, la de los comuneros). Los embajadores respondieron que María era «de tan tierna edad» que «viajar por mar le causaría gran daño, aparte del de tener que criarse en un país tan caluroso», algo que «pensamos que el emperador debería tener en cuenta dado que pretende tener descendencia con ella». El hermano de Carlos, Fernando, coincidía con este análisis, pero extrajo una conclusión distinta: «Considerando la edad de vuestra Majestad y todas vuestras responsabilidades, la edad de la princesa inglesa, y dado que solo estamos nosotros dos», escribió, su hermano debería casarse con su prima Isabel de Portugal «para que, con la gracia de Dios, pueda engendrar hijos que sean fruto de su matrimonio» (otra alusión nada sutil a la progenie ilegítima de Carlos). Carlos se mostró de acuerdo con su hermano. «Si este matrimonio se lleva a cabo 
–reflexionaba–, yo podría dejar el gobierno aquí en manos de dicha infanta», embolsándose así no solo su magnífica dote, sino también el servicio adicional prometido por las Cortes de Castilla a cambio de un matrimonio portugués. Por tanto, emitió un ultimátum: a menos que María Tudor viniera a España de inmediato, acompañada de al menos el primer plazo de la dote acordada, cancelaría su compromiso.
Carlos ni siquiera esperó a la respuesta de Enrique: en lugar de ello, en octubre de 1525, sus representantes ultimaron los términos para el matrimonio portugués, pero para su inmensa exasperación, el Papa retrasó una dispensa (eran primos carnales) por miedo a ofender a Enrique. Como el emperador se quejaba a su embajador en Roma: «Ahunque tengamos un breve general para nos poder casar con qualquier mujer y en qualquier grado de consanguinidad o affi nidad (exceptado el primero), que le obtuvymos assí por respecto del casamiento de Inglaterra como por este, todavía por la pluralidad de los grados de consanguinidad que tenemos con la dicha Illustrísima Infanta, se pretende que esta dispensación general no es bastante, como veres por los memoriales de los grados y diffi cultades que agora nos han enbiado de Portugal».
Un retraso obligatorio
Clemente no accedería hasta noviembre, y los documentos necesarios no llegaron a España hasta febrero de 1526. Esto obligó a Carlos a utilizar varias estratagemas bastante burdas para retrasar la boda. Primero aplazó la elección de los cortesanos que habrían de recibir a su futura esposa en la frontera portuguesa; luego les ordenó no solo que la llevaran a Sevilla (lo más lejos posible de Madrid), sino que lo hicieran lo más despacio posible. Isabel, que había tomado la costumbre de llevar un medallón con la inscripción «Aut Caesar aut nulla» como símbolo de que solo se casaría con Carlos, no entró en Sevilla hasta el 3 de marzo de 1526, e incluso entonces tuvo que esperar una semana a que llegara su futuro esposo.
El emperador finalmente entró a caballo en la animada metrópolis del sur por primera vez, ante la mirada de «un infinito número de personas llegadas de todas las comunidades vecinas para ver a su Majestad: algunos dijeron que más de 100.000 flanquearon su camino aquel día». Todavía con sus ropas de viaje y cubierto de polvo, desmontó en el patio del Alcázar de Sevilla y entró a grandes zancadas en la sala donde Isabel le esperaba. Tras quince minutos de educada conversación con aquella novia a la que nunca había visto, Carlos fue a vestirse con sus mejores galas, asistió a la misa nupcial y bailó. Finalmente, como un observador italiano comentó sin más rodeos, «los esposos se fueron a acostar juntos».
Dos sombras atenuaban su felicidad nupcial. Mientras trataba de escapar de sus interrogadores en la fortaleza de Simancas, el obispo comunero de Zamora había asesinado a su carcelero y Carlos dio órdenes para que le torturaran hasta que dijera el nombre de sus cómplices y acto seguido le dieran garrote. La noticia de que la sentencia se había llevado a cabo le llegó al emperador el día después de su boda, e inmediatamente canceló su plan de pasar la Semana Santa en un convento local y «no oye oficios divinos, porque se tiene por descomulgado». También pidió al Papa la absolución teniendo en cuenta las atrocidades que el obispo «cometió y fizo cometer por otros en las reuoluciones y sediciones passadas en estos reynos, hauiéndose fecho principal fación y cabeça dellas», pero prometió que no iría a misa, ni saldría al exterior (excepto en secreto) hasta que no fuera perdonado. Sin embargo, no albergaba remordimientos. Francisco de los Cobos, que había redactado la cédula en la que se ordenaba la tortura y ejecución, tranquilizó al alcalde Ronquillo (que era quien había consumado los hechos) diciéndole que «Su Magestad está muy contento de lo hecho como verá por su carta», añadiendo «bueno estamos esta Semana Santa», aun cuando «Su Magestad y yo no oyremos Misa, ni otros oficios divinos».
Mientras Carlos esperaba la absolución papal, el regocijo que normalmente acompañaba una boda imperial fue interrumpido debido a otra muerte: la de su hermana Isabel, reina de Dinamarca. Carlos no la había visto desde el desenfrenado baile de su boda una década antes, pero, según Baldassare Castiglione el nuncio (al parecer confidente de Carlos), «la muerte de su hermana le apenó profundamente» y después de «las celebraciones y justas ya planeadas para su boda», la corte entera se puso de luto.
La pareja imperial no obstante siguió divirtiéndose, quizá demasiado. Una semana después de la boda, diplomáticos portugueses que habían acompañado a la emperatriz señalaron con satisfacción que ella «duerme en brazos de su marido todas las noches y están muy enamorados y felices», y que «se quedan en la cama hasta las diez o las once de la mañana» y cuando salen, «aunque todos les miran, siempre hablan y ríen juntos». Carlos manifestó en forma bastante grosera a un cortesano que «todavía no puedo escribir con mi propia mano», porque «aún soy recién casado» y cuando experimentó algunos problemas de salud, hasta el refinado Baltasar Castiglione lo achacó a «esforzarse demasiado en ser un buen marido». Cuando la temperatura en Sevilla se hizo agobiante, los recién casados emprendieron un tranquilo viaje a Granada, pasando por Carmona y Córdoba, para presentar sus respetos a los abuelos de ambos, los Reyes Católicos, enterrados en la Capilla Real de la catedral, y a continuación se trasladaron al antiguo palacio de los reyes moros en la Alhambra. Carlos no tenía previsto quedarse mucho tiempo allí, prometió a su hermano que zarparía desde Barcelona hacia Italia a finales de junio de 1526, y sugirió planear un encuentro en Milán, pero la prueba irrefutable de que Francisco había renegado de sus promesas malogró este plan.
La liberación del rey a cambio de la entrega de sus dos hijos mayores tuvo lugar bajo complicadas salvaguardias en la frontera francoespañola el 17 de marzo, y justo antes de partir Francisco repitió su promesa a Lannoy de que mantendría su palabra y ratificaría el tratado en la primera ciudad francesa a la que llegara. Sin embargo, cuando se reunió con su madre en Bayona aquel mismo día, y el embajador del emperador pidió la ratificación, el canciller de Francia respondió que «el rey hará lo que la razón y la honestidad exija que haga»; una promesa muy distinta. Cuando el embajador volvió a intentarlo tres días después, le dijeron que la transmisión de la Borgoña a manos Habsburgo llevaría más tiempo. Carlos encontró esta respuesta «muy extraña, haciéndome de recelar otras cosas». Aún peor, «nos deja a nosotros y nuestros asuntos en suspenso».
Ocupaciones granadinas
Mientras seguía «en suspenso», el emperador se mantenía ocupado en Granada. Cuando no era tratando de dejar embarazada a su mujer, era atendiendo diligentemente la avalancha de correspondencia generada por su cada vez más extenso imperio (por ejemplo, prometiendo defender a Erasmo contra sus críticos: «el emperador está a vuestro lado, como hombre fuerte que sois en todas las ramas del saber y en la piedad verdadera, y defenderá vuestro honor y reputación como si fuera la suya propia»). También estableció una Santa Hermandad para vigilar las calles de Granada, y dotó a la ciudad de un Hospital para niños expuestos. Tomó además varias medidas para acelerar la cristianización de Granada, fundando una institución de enseñanza superior para jóvenes moriscos, otra para formar a sacerdotes para la capilla real, y otra (que impartía instrucción en lógica, filosofía y leyes) para formar predicadores, institución que más tarde se convertiría en la Universidad de Granada, la única que fundó en España él directamente. Carlos también convocó y presidió una comisión que formuló 25 Mandatos dirigidos a cristianizar a los moriscos (descendientes de los moros del anterior reino nazarí). Algunos Mandatos prohibían prácticas islámicas como la circuncisión de los niños y el sacrificio ritual de animales, mientras que otras prohibían el uso del árabe hablado o escrito y vestirse con ropas y amuletos musulmanes tradicionales; aunque ninguna de estas medidas entró en vigor, dado que casi inmediatamente el emperador acordó suspenderlas durante cuarenta años a cambio de un cuantioso pago por parte de la comunidad morisca para ayudar a financiar sus guerras.

Fue en la Alhambra donde la emperatriz concibió su primer hijo, el futuro Felipe II. El embajador inglés fue el primero en informar de la noticia, en septiembre de 1526: «Podemos ya hablar claramente y con seguridad de que la emperatriz espera un hijo, lo que ha servido de gran alegría a esta corte y su pueblo». Su colega polaco confirmó la noticia dos semanas más tarde. «Dicen que ya hace casi un mes desde que la emperatriz concibió y está embrazada (¡feliz y dichoso acontecimiento!). Por ello precisamente se cuida y no se atreve a moverse y se pasa la mayor parte del tiempo en cama». Él mismo predijo también acertadamente que el emperador abandonaría su plan de que su esposa estando embarazada quedara a cargo del gobierno de España mientras él se iba a Italia, porque las renovadas hostilidades por parte de los franceses hacían el viaje demasiado peligroso.

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