martes, 15 de enero de 2019

El cruel final de la legión condenada al olvido por Roma tras ser humillada en combate. 2º ESO

ABC HISTORIA
Manuel P. Villatoro

Famosa por haber hecho retroceder a sesenta paquidermos en Tapso, sufrió la vergüenza de que le arrebataran su águila en el Rin y fue aplastada por los dacios en el 86 d.C. Su nombre desapareció entonces de los registros y jamás se volvió a hablar de ella.

Batalla de Tapso


Los elefantes de guerra eran los carros de combate de la Edad Antigua. Unos tanques que, aunque carecían del blindaje de los panzer de la Segunda Guerra Mundial, disponían de 4.500 kilos de peso y de una furia desmesurada para penetrar entre las filas enemigas y causar el pánico. Contra ellos no valían las flechas. De hecho, en el siglo II se pensaba que harían falta un centenar de ellas para lograr detenerlos. Por eso, los soldados tenían que ingeniárselas para frenar sus cargas. Los testimonios hablan de que atacar sus patas era una de las pocas formas de derribar a estos monstruos. Aunque también valían trampas como enterrar bolas con pinchos en el campo de batalla o tratar de asustarles con fuego para que huyeran.
Imaginar cómo sería enfrentarse en mitad de Numidia a uno de ellos da escalofríos. Y más, armado apenas con un «gladius» y un escudo. Sin embargo, eso es lo que tuvieron que hacer los soldados de la V «Alaudae», la legión romana que, en el año 46 a.C., luchó contra sesenta y cuatro elefantes de guerra del rey Juba en Tapso (Túnez). Aquel día, para gloria de Cayo Julio César y desgracia de los partidarios de la causa pompeyana, poco pudieron hacer los animales para dar la victoria a Quinto Cecilio Metelo Escipión en plena guerra civil. Las crónicas afirman que los combatientes, divididos en dos alas, lograron hacerlos retroceder tras una dura lucha. Aquella gesta fue tan laureada que, a partir de entonces, el emblema de esta unidad fue el del paquidermo.
César ya conocía a los elefantes y sabía lo que eran capaces de hacer. Así lo habían demostrado dos siglos antes contra la república romana. Por ello, el futuro dictador honró a la unidad con aplausos y agradecimientos públicos. La convirtió en una de sus favoritas. Aquellos días parecía imposible que la legión cayera en desgracia... pero así fue. Apenas tres décadas después, en el 16 a.C., la V tuvo que pasar por la mayor vergüenza que podía sufrir una unidad de la época: perdió su estandarte al combatir contra las tribus germanas en el Rín. Por si no fuera bastante castigo, en el 86 d.C. esta unidad tuvo un triste y trágico desenlace cuando fue arrasada en Dacia.

Éxito inicial

El origen de la V es tan controvertido como su triste final. El historiador Stephen Dando-Collins afirma en « Legiones de Roma» que, casi con total seguridad, ya en el año 185 a.C. había una unidad con este número en Hispania, «donde estuvieron acantonadas siempre las legiones de la V a la X». En este sentido, también es partidario de que probablemente formaba parte de las tropas leales aPompeyo Magno que se rindieron a Cayo Julio César en el 49 a.C. en la Hispania Citerior. Año en que Roma se hallaba en una guerra civil que había comenzado con la marcha del propio Julio sobre la ciudad para hacerse con el poder y ser nombrado dictador.
En todo caso, y más allá de la época exacta en la que se hundan las raíces de esta unidad, lo que está claro es que fue configurada de nuevo apenas un año después, en el 48 a.C. Fue entonces cuando el mismo Julio César ordenó a Quinto Casio Longino, gobernador de la Hispania Ulterior (una de las dos grandes provincias en las que se dividía la Península) que reclutara una nueva legión y que le otorgase el número de la desaparecida V. «Al parecer, fue reclutada en el mismo territorio que la disuelta legión V de Pompeyo el Grande», desvela Dando-Collins. Por entonces, según se explica en la obra conjunta «History of the roman legions», fue creada con «colonos romanos afincados en España».
Juba I
Juba I
Según la versión más extendida, esta legión luchó junto a César en su particular cruzada contra los pompeyanos que se habían reunido en el norte de África, donde contaban con el apoyo del rey Juba de Mauritania y sus gigantescos elefantes de guerra. El 6 de abril del 46 a.C., ambos ejércitos se enfrentaron en la batalla de Tapso. Aquel día, la presencia de entre sesenta y sesenta y cuatro paquidermos (atendiendo a las fuentes) al mando de Quinto Cecilio Metelo Escipión llenó de terror el corazón de los soldados leales a Julio. Así lo recordó el historiador romano del siglo II Apiano:
«Poco después se informó que Escipión avanzaba con ocho legiones, 20.000 caballos (de los cuales la mayoría eran africanos), una gran cantidad de tropas de armamento ligero y treinta elefantes; junto con el rey Juba, que tenía además unos 30,000 soldados de infantería, se alzaron para esta guerra, y 20,000 la caballería numidiana, además de un gran número de lanceros y sesenta elefantes. El ejército de César comenzó a alarmarse y estalló un tumulto a causa del desastre que ya habían experimentado y de la reputación de las fuerzas que avanzaban contra ellos, y especialmente del número y la valentía de la caballería. La guerra con los elefantes, a la que no estaban acostumbrados, también los asustaba».
A pesar del pavor que les suscitaban estos animales, César logró imbuir el valor suficiente en sus hombres para que combatieran. Pero, de entre todos sus hombres, aquellos que mostraron más arrestos fueron los de la V legión, cuyos oficiales se presentaron voluntarios para plantar cara a los paquidermos. Así lo dejó escrito Apiano: «A continuación, los hombres de César reunieron coraje hasta tal punto que la quinta legión pidió ser trazada frente a los elefantes, y los superó valientemente». Aquello les valió, siempre según este historiador, «llevar la figura de un elefante en sus estandartes», como premio «desde ese día hasta el presente».

¿Todo falso?

La versión más extendida a día de hoy entre los historiadores es la que afirma que la legión que luchó en Tapso era la futura V «Alaudae», y que recibió el elefante en honor de esta victoria.
En palabras de Dando-Collins, la unidad se ganó el apodo cuando sus soldados se fusionaron con los combatientes auxiliares que César había reclutado en la Galia Trasalpina. El mismo Suetonio dejó patente este hecho al incidir en sus textos en que el dictador había reclutado y entrenado al modo romano una legión «llamada “Alaudae”, que es como llaman los galos a la “cogujada común”». El propio Julio corroboró en parte esta teoría al desvelar en sus « Comentarios» que, efectivamente, había organizado veintidós cohortes de auxiliares en esta región.
«En un momento dado, entre los años 45 a 30 a.C., la legión V y los auxiliares de la “Alaudae” se unieron para formar la legión V “Alaudae”. La combinación de un número y un nombre en el título de una legión era algo inaudito hasta entonces. Solo se generalizó después de la muerte de Julio César», explica Dando-Collins. En sus palabras, el general que la creó pudo ser Ventidio, aunque a día de hoy existen todavía dudas sobre el origen de su nombre y el de sus soldados.
Por su parte existen otras voces discordantes con la teoría de que fue la V «Alaudae» la que combatió contra los elefantes en Tapso. Así lo afirma Julio Rodríguez González en su dossier « El congreso de Lyon sobre las legiones de Roma en el Alto Imperio». En el mismo, señala que los soldados que se enfrentaron a los pompeyanos pertenecían en realidad a la V «Macedónica». «Según Apiano, la legio V que recibió el elefante como emblema existía aún en su tiempo (Apiano escribe en la primera mitad del siglo II d.C.), momento en que la única que existía era la única legión V que existía era la “Macedónica”, ya que la otra legión V de tiempos imperiales, la V “Alaudae”, había sido aniquilada por los dacios», desvela.

Gran humillación

Fuera o no la que combatió en Tapso, lo que está claro es que, después de crearse, la «Alaudae» fue transferida diez años a Hispania y, a continuación, a la región del Bajo Rin para, en palabras de Dando-Collins, «enfrentarse a las tribus germánicas situadas al otro lado del gran río».
Allí fue donde, en el año 16 a.C. padeció una de las mayores humillaciones que podía sufrir una legión romana: perder su estandarte a manos del enemigo. A día de hoy es difícil imaginarse el deshonor que aquello suponía, pero para hacerse una idea basta con saber que, según el historiador del siglo II Dion Casio, se consideraba «un pequeño altar» que la primera cohorte tenía el sagrado deber de proteger y que siempre permanecía junto al comandante.
Su triste historia comenzó cuando tres tribus germánicas (los tencteros, los usipetes y los sugambros) atacaron a los romanos afincados en las cercanías del Rín. La situación se recrudeció cuando decidieron movilizarse para caer como un vendaval sobre las provincias ubicadas al otro lado del rio. Como respuesta, el gobernador de la Germania Inferior, Marco Lolio, envió a un destacamento de caballería para interceptar a estas fuerzas y lograr retrasarlas hasta la llegada de la V «Alaudae», la legión que eligió para acabar con la amenaza.
Marco Lolio
Marco Lolio
De buena reputación por sus reconocidas victorias y su cercanía con el emperador, nada parecía indicar que Lolio no pudiera acabar con aquellos bárbaros antes de que ellos hicieran lo propio con las ciudades. Pero sus enemigos no eran unos simples campesinos con hoces. Eran unos guerreros con una reputación excelente que, según Tácito, aunaban las buenas capacidades militares con «un manejo sobresaliente del caballo». «Los hijos de los tencteros crecían a lomos de sus caballos y, cuando un guerrero moría, sus caballos eran heredados por su hijo, no necesariamente el mayor, sino el soldado más entusiasta y capaz», desvela el autor en su obra.
Aquellos días la reputación de los germanos venció a la de Lolio. En primer lugar, las tribus locales tendieron una emboscada a los jinetes romanos y lograron, tras una breve batalla, aniquilar a la gran mayoría. Desesperados, los supervivientes iniciaron una retirada masiva en dirección a sus compañeros. El desastre estaba garantizado, pues guiaron a los enemigos directamente hacia la V «Alaudae». La legión no podía imaginarse el aluvión de enemigos que se le venía encima.
«La V “Alaudae” se encontró con dificultades para rechazar a los germanos, que fueron derechos hacia el estandarte con el águila dorada, arrebatándosela a sus defensores»
Minutos después la «Alaudae», que se dirigía hacia el combate, fue sorprendida por los germanos. No hubo piedad con ella. Las tribus, se lanzaron de bruces contra la cohorte que portaba el estandarte con el águila y no detuvieron su ataque hasta que se lo arrebataron. «La V “Alaudae” se encontró con dificultades para rechazar a los germanos, que fueron derechos hacia el estandarte con el águila dorada, arrebatándosela a sus defensores. La legión, cuya primera cohorte había sufrido grandes daños, se vio obligada a retirarse», añade Dando-Collins.
El desastre, militar y anímico, se cernió sobre la legión. Tan solo cabía una posibilidad: tratar de recuperar el águila de forma desesperada mediante una nueva incursión. Pero ni esa posibilidad se le permitió a los hombres de la «Alaudae». La fortuna quiso que las tribus germanas propusieran la paz al emperador Augusto cuando supieron que se dirigía hacia la región con un ejército que incluía varias cohortes de su Guardia de Pretoriana. Aquel tratado hizo que la gran vergüenza cayera sobre una unidad que, en el 86 d.C., fue arrasada en Dacia y cuyo nombre jamás volvió a mencionarse en los documentos oficiales.

Un final doloroso

El final de esta legión hay que buscarlo durante uno de los grandes desastres protagonizados por el emperador Tito Flavio Domiciano. Ansioso de terminar con los problemas surgidos en Mesia (hoy parte de Serbia y Bulgaria), envió a varias legiones al mando del mediocre líder del pretorio Cornelio Fusco a sofocar una de las revueltas locales.
En este contingente se hallaba la V, con su honor todavía renqueante tras haberse rendido en el año 70 d.C. en el campamento germano de Castra Vetera, ante otro líder rebelde. Su periplo acabó en un perdido paso de montaña en el que sus hombres fueron emboscados por las tropas del rey Decébalo.
Aquel día, la «Alaude» fue prácticamente destruida, su nombre se olvidó para siempre y su honor quedó sin restaurar. Un triste desenlace para una unidad que había gozado del favor de Julio César Carlos Díaz Sánchez así lo explica en «Breve historia de las batallas de la Antigüedad»: «Desapareció de los registros romanos tras caer en combate a manos de los dacios». No es extraño, pues los romanos eran bastante supersticiosos a la hora de seleccionar los números y los nombres de sus unidades.
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