EL MUNDO CULTURA
Luis Alemany
Leopoldo II, rey de los belgas (1835-1909).
Adam Hochschild explica en 'El fantasma del rey Leopoldo' la brutalidad del soberano y propietario del Congo.
Casi al final de El fantasma del rey Leopoldo, de Adam Hochschild (ahora, de nuevo en las librerías en edición de Malpaso) aparece una frase chistosa:«Leopoldo tuvo dos objetivos en su vida: morir milmillonario y desheredar a sus hijas». Vaya granuja, Leopoldo: su vida se lee casi como una comedia de tan malos que son los malos: codiciosos, mentirosos, gordinflones y lascivos como si fueran villanos de una ópera italiana.
Pero, entonces, aún con la sonrisa en los labios, hay que recordar otra frase que aparece en el prólogo del libro, una introducción firmada por Mario Vargas Llosa: «Es una injusticia que Leopoldo no figure con Hitler y Stalin como uno de los criminales políticos más sanguinarios del siglo XX». Nuestro Leopoldo es en realidad, Léopold de Saxe-Cobourg et Gothase, Leopoldo II, rey de los belgas y soberano del Congo en el borde entre los siglos XIX y XX. Nadie puede atribuirle un número de víctimas preciso como al Führer o a Stalin, pero Hochschild sostiene que, durante su reinado, el Congo pasó de 20 millones de habitantes a 10 millones. Y todo por el dinero.
Ahora, hagamos el viaje de vuelta, de la tragedia a la comedia: el comienzo de toda esta historia está en la adolescencia de Leopoldo, joven royal de origen inglés, cuando comprendió que iba a heredar la corona belga y pensó: ¿Bélgica? Qué poca cosa para un chico como yo. Peor aún: en la era del parlamentarismo, ser rey no era tan divertido como 50 años antes. El botón de la obsesión se le encendió entonces a Leopoldo.
«Es difícil encontrar en Leopoldo algún rasgo admirable o que lo pueda redimir. Fue un hombre de inmensa codicia que amasó una fortuna inmensa gracias al trabajo forzado de africanos a los que nunca vio. Fue un genio de las relaciones públicas que logró presentar toda su obra como filantropía. Y muchísima gente lo creyó así durante muchos años. Podría dar clases de relaciones públicas a las empresas tabaqueras, por ejemplo. Y ni siquiera podemos decir que empleó su fortuna en proyectos positivos. Leopoldo, básicamente, se dedicó a construir grandes obras innecesarias», explica Adam Hochschild. Tuvio también una querida, antigua prostituta adolescente en París, a la que cubrió en oro obscenamente.
Bueno. Estábamos en que a Leopoldo le parecía poca cosa su empleo belga y quiso buscar algo más grande y más propicio.Pensó en Entre Rios, la provincia argentina, pero no hubo manera. Miró a África y encontró el río Congo y sus riveras.Ni los franceses ni los alemanes ni los ingleses ni los portugueses habían mostrado mucho interés por la región, de modo que Leopoldo (él, personalmente y no el Estado del que era jefe) reclamó su soberanía con el propósito de proteger a sus habitantes de las redes de traficantes de esclavos árabes.
Era una excusa mala: Leopoldo buscaba, sobre todo, el marfil de los colmillos de los elefantes que compraba a cambio de chucherías. Buen negocio.Hasta que Europa descubrió la utilidad de la goma y Leopoldo se encontró con un tesoro: el Congo estaba lleno de árboles del caucho, la materia prima necesaria para la nueva revolución.
El caucho fue el nuevo oro de la época de Leopoldo, pero tenía un problema: su extracción requería muchísima mano de obra. El rey de los belgas diseñó entonces un sistema de concesiones que, en el fondo, se basaba en la esclavitud de los congoleños.
El núcleo de El fanstasma del rey Leopoldo cuenta el sistema de explotación implantado. Violaciones, mutilaciones, terror... Lo más ridículo de todo es que ese régimen era antieconómico. El maltrato a la mano de obra impedía que la colonia diera un rendimiento óptimo.
Entonces, ¿por qué esa crueldad? ¿Enviaba a África la civilizada Europa a sus peores psicópatas? ¿O se volvían locos los belgas que aceptaban una misión colonial? Para saberlo nos falta una pieza clave del puzle: «No tenemos fuentes africanas. Para el periodo de 1880 a 1920 no hay una sola historia oral completa de las víctimas.Es como si tuviésemos que narrar el Holocausto sólo a partir de las fuentes de los nazis».
Todo esto suena a Joseph Conrad, ¿verdad? El corazón de las tinieblas ha sido criticada por no interesarse verdaderamente por los congoleños. Algo de eso hay, pero Hochschild valora la novela como un gran documento para retratar laincomprensible violencia de los contratistas de Leopoldo.
Conrad es uno de los fascinantes personajes secundarios que aparecen en El fantasma del rey Lepoldo.Por ahí asoman también Stanley (el de «Livingstone, supongo»), el siniestro cómplice de Leopoldo, un hombre acomplejado y un falsario que inventó su biografía. También está sir Roger Casement, el héroe de El sueño del celta, de Vargas Llosa. Casement fue uno de los primeros europeos que denunció la barbarie en el Congo.
Cuando murió Leopoldo, Bélgica heredó la propiedad de su rey y estableció una colonia un pcoo más razonable.Después, el Congo se independizó y se convirtió en el Zaire, pero nunca llegó a ser un país próspero y justo: Mobutu, la cleptocracia, la brutalidad... «Hay un hilo que lleva desde Leopoldo hasta nuestro tiempo en el Congo. Es difícil que la democracia salga adelante en un país en el que la historia de su Gobierno se ha basado siempre en el saqueo», termina Hochschild.
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