José Andrés Rojo
El franquismo, la Guerra Civil y la República siguen pesando sobre la vida política española y levantan rencores en una sociedad que hace tiempo debería haber pasado página para poder regresar al pasado sin la necesidad de levantar trincheras.
Soldados republicanos son capturados por las tropas franquistas en el frente de Somosierra durante la Guerra Civil. HULTON-DEUTSCH COLLECTION CORBIS
La larga dictadura franquista, la Guerra Civil y (también) la República siguen estando hoy presentes en la vida política y los medios de comunicación. Ha pasado ya mucho tiempo, pero aquellos remotos episodios históricos mantienen intacta su capacidad de provocar emociones enconadas y de desatar debates apasionados donde es más fácil tirar de garrote que proponer una serena reflexión. Las sociedades acuden a los relatos del pasado casi siempre con el afán de buscar unas referencias que les ayuden a situarse en el presente. Formo parte de esa tradición, se dicen unos y otros, son esos gestos los que me definen y esas gestas las que celebro o, si se prefiere, fueron aquellas andanadas las que tuvieron la culpa de cambiarlo todo. Hubo una vez un lejano paraíso de libertades o una nación de imponente poderío donde, como decía Ferlosio, habitaba “el palurdo vernáculo ancestral”, el verdadero e impoluto y auténtico pueblo. El que ahora ha sido traicionado.
La Comisión de la Memoria propone renombrar 52 calles franquistas en Madrid. Valencia recuerda el Congreso de Escritores Antifascistas de 1937 y el IVAM dedica una muestra a Josep Renau, el artista que protegió el Prado y encargó el ‘Guernica’ durante la guerra. El Reina Sofía desmenuza en una gran exposición el cuadro de Picasso. La alcaldesa Carmena se plantea instalar un museo del Frente de Madrid en el Arco de la Victoria. Se exhuman en Pamplona los restos de mortales del general Sanjurjo y se propone sacar a Franco del Valle de los Caídos: en El Pardo, una tumba lo está esperando. Muere Hugh Thomas, el autor de una célebre historia de la guerra. Javier Cercas explora en su vida familiar para saber de un tío abuelo falangista, Lorenzo Silva novela la vida del general Aranguren —que ayudó a parar el golpe en Barcelona—, Javier Reverte reinventa al brigadista y poeta John Cornford y Lluís Pasqual monta una obra centrada en la quinta del biberón y la batalla del Ebro. Enrique Bocanegra aborda el paso del agente británico y prosoviético Kim Philby por la zona franquista de la España en guerra y Jorge Freire hace lo mismo con las vicisitudes que pasó Arthur Koestler en el lado republicano. Ascensión Mendieta, una mujer de 91 años, consigue gracias a una juez argentina que exhumen los restos de su padre de una fosa de Guadalajara y lo entierra en el cementerio de la Almudena de Madrid. Y, en fin, un largo etcétera.
“Todavía está pendiente que los organismos del Estado den una solución al problema de las fosas”, dice Santos Juliá, que lleva tiempo volcado en un libro que va de la Guerra Civil a la Transición, “y eso termina por contaminar cualquier discusión sobre el pasado. Hay una demanda social de la que no se han hecho cargo las Administraciones públicas, poniendo a trabajar en su resolución a jueces, forenses, autoridades políticas”. Y añade: “No estamos hablando de la muerte de alguien que ha sido asesinado y que han ocultado sus restos. Los muertos de las fosas vienen de una guerra, y eso genera complicaciones. Por eso deben intervenir las instituciones el Estado para cumplir con las leyes. Y deben hacerlo en la medida en que reciban demandas de exhumaciones. No son muchas”.
Ángel Viñas, que presentó hace poco La Guerra Civil española, una visión bibliográfica (Marcial Pons) —un ambicioso volumen que coordinó junto a Juan Andrés Blanco y que recoge en formato digital cuanto se ha hecho recientemente, dentro y fuera de España, sobre aquel terrible conflicto— apunta en la misma dirección: “Toda sociedad tiene la obligación de mirar de frente a su pasado, y aquí ha habido una parte de la sociedad y de la clase política que no se ha atrevido a enfrentarse a la Guerra Civil y la dictadura. Durante la Transición había otras tareas pendientes, y tenía sentido dejar este asunto un tanto de lado: era necesario mirar el futuro. Pero más adelante llegó otra generación que volvió a preguntarse qué había pasado. Y se enfrentó a la represión franquista, que fue salvaje y despiadada y se manifestó de diferentes formas; la represión republicana estaba mejor documentada desde que se hizo la Causa General. Y, bueno, de ese modo se llegó a las fosas, que no se quieren abrir. Hubo algún avance con Zapatero, pero luego el PP frenó todo apoyo y subvención pública”.
Del Rey: “Hay una fuerte resistencia a investigar la República por miedo a que el mito se descomponga”
“Cuando llegaron los nietos con el cambio de siglo, investigaron y exigieron algunas reparaciones pendientes”. explica Fernando del Rey, que ha coordinado con Manuel Álvarez Tardío Políticas del odio (Tecnos), que reúne diferentes ensayos sobre las democracias de entreguerras. Ahí está el tema de las fosas, aún sin resolver: Zapatero dio algún paso, el PP lo ha parado todo. Pero durante la Transición se hicieron muchas cosas a nivel local, y de manera silenciosa, que no se deberían olvidar: se otorgaron pensiones a los perdedores de la Guerra, se levantaron algunos monolitos conmemorativos, se fueron quitando las cruces de los caídos de los centros de las poblaciones, se abrieron algunas fosas. Pero todo sin llamar la atención, y no como política de Estado. No se querían abrir las heridas, fue lo que se dijo entonces, y existían prioridades más importantes para UCD y el PSOE: consolidar la democracia, modernizar el país, integrarse en Europa, evitar la involución de la que avisó el golpe de Tejero”.
Roberto Villa acaba de publicar, junto a Manuel Álvarez Tardío, 1936. Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular. “Para mí, que nací en el 78, la República, la Guerra Civil y la dictadura son periodos cerrados que forman parte del pasado”, explica. “Su utilización en ciertos debates de la actualidad me resulta incomprensible. Llevamos cuarenta años de régimen constitucional, no existen las líneas divisorias de los años treinta, no hay confrontación”. Pero todavía hay quienes reclaman que los restos de sus familiares sean exhumados de una fosa para poder enterrarlos dignamente. “Mi opinión en esto sólo puede ser la de un ciudadano más, no soy experto en temas de represión. Creo que se han puesto en marcha políticas públicas sobre las fosas, pero no sabría decir si han sido insuficientes o no, y desconozco los argumentos jurídicos que se han esgrimido para detener en los últimos años las exhumaciones”.
En las páginas finales de Postguerra, su imponente trabajo sobre Europa desde 1945 hasta 2005, el británico Tony Judt escribe: “La memoria es intrínsecamente polémica y sesgada: lo que para unos es reconocimiento, para otros es omisión. Además, es una mala consejera en lo que al pasado se refiere”. Y apunta: “Cierto grado de abandono e incluso de olvido es necesario para la salud cívica”. Enseguida, sin embargo, explica que no pretende defender la amnesia: “Para poder comenzar a olvidar, una nación debe primero haber recordado”. Por lo que se ve, las fosas son ese asunto pendiente que sigue amarrando a los españoles a aquel terrible pasado. Fernando del Rey: “Son espacios sagrados para el combate político y por eso se instrumentalizan”. Mientras en España no haya el coraje de levantar esas fosas, seguirán ahí como un imán que concentra viejos rencores.
Judt reivindica la necesidad de volver la vista atrás, pero introduce un matiz: “A diferencia de la memoria, que se confirma y refuerza a sí misma, la historia incita al desencanto con el mundo”. Y considera que “la historia sí debe aprenderse y, periódicamente, reaprenderse”. Termina contando un chiste de la era soviética: “Un oyente llama a Radio Armenia para hacer una pregunta: ‘¿Es posible predecir el futuro?’ Respuesta: ‘Sí, no hay problema. Sabemos exactamente cómo será el futuro. Nuestro problema es el pasado: que siempre está cambiando”.
Santos Juliá: “La única lectura que una democracia puede hacer debe ser desde la historia y no la memoria”
Así que los historiadores tendrán siempre trabajo: el pasado se transforma, aparecen nuevos archivos, cambian las miradas, el peso de gravedad que imponía unas maneras ahora ya no es el mismo que el que las marcaba hace dos décadas. “De la Guerra Civil se ha escrito mucho, y ha habido mucho refrito”; explica Ángel Viñas. “Fueron tres años de una inmensa complejidad, y lógicamente nada tiene que ver la mirada de quien se ocupaba de explicarla en los años cuarenta del pasado siglo del que lo hace en nuestros días. Han cambiado las metodologías, los propios instrumentos conceptuales. Pero no sólo a propósito de lo que tiene ver con España, lo mismo ha pasado respecto a las dos guerras mundiales. No sólo se consideran ya las cuestiones políticas y militares, el historiador tiene que incorporar factores económicos, sociales, culturales, intelectuales. Distanciarse de la propaganda que desplegaron los contendientes, romper estereotipos. Ha cambiado el paradigma, y los historiadores españoles no han estado al margen de las nuevas maneras de los historiadores de fuera. Alemanes, italianos, franceses... se han visto obligados a volver su pasado, y asimilar las nuevas lecturas. En España vino una generación nueva, que no vivió el franquismo. Tienen otras perspectivas, otras preocupaciones”.
En toda esa maraña de la República y la Guerra y el franquismo, ¿es posible establecer algunas cuestiones que fijen un relato que sea indiscutible? “Un relato único sobre un pasado de guerra civil no sólo es imposible sino indeseable”, dice Santos Juliá, y señala que a veces se producen distorsiones al volver sobre el pasado para establecer una continuidad de sentido con el presente. “Es lo que ocurre con los comunistas, que hoy hablan de democracia y que en 1936 se alzaron contra la República. Lo que importa es que existan discusiones históricas ateniéndose a unas reglas de juego. Durante la Transición coincidí varias veces con Salas Larrazábal [un historiador que combatió en las filas franquistas]: teníamos lecturas distintas. Así que debatíamos”.
“Existe una fuerte resistencia en algunos sectores a investigar lo que ocurrió durante la República por temor a que el mito se descomponga”, apunta Fernando del Rey. “Y mucho más si las investigaciones son sobre el uso de la violencia. En el caso de la Guerra, Julius Ruiz hizo un trabajo muy riguroso sobre los despropósitos que ocurrieron en la retaguardia republicana, y fue muy criticado. Cierto que el título de su libro, El terror rojo, no contribuía a propiciar una atmósfera de debate sereno sino que perseguía el impacto, y la polarización. Las editoriales quieren vender libros, y también los autores, y los títulos asépticos y académicos no sirven para eso”.
El libro de Álvarez Tardío y Villa sobre el fraude y la violencia en las elecciones que ganó el Frente Popular en 1936 ha sido inmediatamente utilizado como arma de polarización. Incluso la Fundación Franco emitió emitido un comunicado en el que exigen entre otras cosas al Gobierno a que, siendo “ya irrebatible la demostración documental del pucherazo electoral de febrero de 1936”, “las Cortes hagan una declaración institucional condenando el golpe de estado de febrero de 1936”. Roberto Villa: “Los autores no podemos ser responsables de las apropiaciones que se hagan de nuestros libros. Creemos, además, que la autoridad de la Fundación Franco en materias históricas es nula. Nuestro trabajo arrancó de la lectura de los dietarios de Alcalá Zamora, donde apunta que hubo irregularidades en el recuento de votos. Así que estudiamos la documentación del Congreso, que le había servido ya a Javier Tusell para advertir que en algunas partes hubo fraude, y la completamos con investigaciones en distintos archivos provinciales. Vimos que las cosas se hicieron bien en algunas partes y mal en otras. También estudiamos la violencia que precipito la caída del Gobierno de Portela. Y establecimos una serie de conclusiones. Ninguna de ellas cuestiona la legitimidad del nombramiento de Azaña como presidente y en ningún caso establecemos la más mínima relación causal entre el fraude y el golpe de julio. De hecho, las fuerzas políticas que denunciaron el fraude –la CEDA, los radicales, el partido agrario o el liberal-demócrata– encauzaron legalmente sus protestas, sin ningún afán rupturista”.
El gran desafío es evitar que las batallas partidistas y la política terminen contaminando la historia. “En Italia y en Francia ha habido también estos debates”, dice Fernando del Rey. “En el primer caso, lo que se criticó fue que la historia antifascista hubiera distorsionado lo que pasó durante la Resistencia: resulta que no habían sido tantos los resistentes como hasta entonces se había dicho. Y en Francia ocurrió lo mismo con el régimen de Vichy. Circulaba la versión que de los colaboracionistas fueron cuatro gatos. Para nada, y los franceses tuvieron que aceptar que habían sido muchos los que les facilitaron las cosas a la Alemania nazi”.
“La única lectura que una democracia puede hacer de su pasado debe hacerse desde la historia, no desde la memoria”, defiende Santos Juliá. “Importa sobre todo el rigor histórico, y un relato consensuado sobre lo que ocurrió en la Guerra Civil terminaría por no ajustarse a la verdad. En un relato que busque el consenso se pierde mucho, hay que ocultar muchas cosas. Lo democrático no está, por tanto, en el contenido de lo que pasó en el pasado sino en la manera de volver sobre él. Es importante establecer un terreno donde se puedan debatir argumentos, datos, procedimientos metodológicos, etcétera, sabiendo que es inevitable que hay visiones subjetivas, cargas ideológicas y valores en cada uno de los que intervienen. Pero todo estos se ha acabado, hoy lo que se hace es historia de combate. Se ha vuelto a las trincheras de papel y lo que se quiere es que triunfe mi lectura de la historia frente a la del rival. Se ha vuelto a la Guerra Civil, ha dicho Preston. Tiene que ganar mi interpretación sobre la tuya”.
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