Ángeles Espinosa
Sus enseñas en los accesos a la ciudad revelan el peso de esos paramilitares en Irak tras la salida del ISIS.
Un miembro de las fuerzas iraquíes patrulla una calle en Mosul el jueves. SAFIN HAMED AFP
Ali Jamenei, el líder supremo de Irán, sonríe en el puesto de control entre Tawajna y Omar Khan. Para los habitantes de estas dos aldeas iraquíes de los alrededores de Mosul, suníes hasta la médula, la imagen del ayatolá chií es la última humillación y un signo inequívoco del peligro de volver a sus casas tras la expulsión del Estado Islámico (ISIS). El póster, como las banderolas que ondean sobre la casamata, lo han colocado los milicianos chiíes que gestionan el puesto. La presencia de estos no sólo irrita a la población local. También los militares kurdos se quejan del poder que les concede el Gobierno de Irak.
Raro es el control en los accesos a Mosul que no exhiba alguna enseña chií: banderines verdes y rojos, estandartes con la imagen sin rostro de Husein, el más venerado de los imanes de esa rama del islam, o fotos de ayatolás. La mayoría de los puestos está en manos de las Unidades de Movilización Popular (UMP, o Hashd al Shaabi en árabe), el alistamiento que animó el ayatolá Ali Sistani, el líder espiritual de los chiíes iraquíes, tras el avance del ISIS en 2014. A pesar de esfuerzos recientes para diversificar su composición con otras confesiones, esa estructura paramilitar sigue dominada por milicias chiíes, las principales de las cuales están respaldadas por Irán (de ahí la foto de Jamenei).
“Ver esto a diario, te saca de quicio”, afirma un joven suní poco sospechoso de simpatías con el ISIS. Se trata un universitario de Mosul que, ante el avance de ese grupo extremista suní, se refugió con su familia en Erbil, la capital del Kurdistán iraquí, y ahora trabaja con una ONG que atiende a los desplazados internos. Su incomodidad es un reflejo del enorme foso de desconfianza que existe entre las distintas comunidades étnicas y confesionales de Irak.
Aunque por motivos diferentes, a los responsables kurdos también les molesta la presencia de las milicias chiíes. “Preguntan a la gente quiénes son, a dónde van… ¿Con qué autoridad lo hacen?”, se queja el general de las fuerzas kurdas (peshmerga) Ato Barzani, vicejefe del frente de Khazar, en la linde occidental de la región autónoma de Kurdistán. Este militar, que representó a los peshmerga en la ceremonia en la que el primer ministro iraquí, Haider al Abadi, proclamó la derrota del ISIS en Mosul, acusa al Ejército iraquí de entregar a las UMP el terreno liberado.
Es un hecho que las fuerzas iraquíes están desbordadas. Delegar las tareas de seguridad en las milicias permite concentrar los efectivos militares (y unidades antiterroristas de la policía) en el combate. Pero también tiene graves implicaciones políticas. Por un lado, alienan a las poblaciones suníes que perciben a los chiíes (tres quintos de los 38 millones de iraquíes) como invasores deseosos de venganza. Por otro, merman la autoridad del Estado al establecer canales paralelos que muchas veces conducen a Teherán.
Muchos analistas temen que la actuación de las milicias agrave los prejuicios confesionales e impida la ya de por sí difícil reconciliación
Los kurdos se sienten traicionados. “Alcanzamos un acuerdo con los integrantes de la coalición [que combate al ISIS] para cooperar con las Fuerzas Armadas iraquíes, no con los Hashd”, recuerda el general de los peshmerga Saman Talabani, responsable de la coordinación con el Ejército iraquí para la batalla de Mosul. “Insistimos en ello porque la gente local tiene un problema [con esos grupos]”, explica en referencia a que los habitantes de la provincia son esencialmente suníes (sean árabes, kurdos o turcomanos) y, en menor medida, cristianos. A cambio los peshmerga se comprometieron a “no entrar en la zona árabe”.
De hecho, la participación de las UMP en la toma de Mosul se ha reducido respecto a otras batallas anteriores. En principio, debían limitarse a la margen izquierda del Tigris y mantenerse a una veintena de kilómetros de la ciudad. Pero el general Talabani denuncia que “cuando las tropas tomaron Ali Rash [una aldea chií a menos de 10 kilómetros del este de Mosul] empezaron a llegar pequeños grupos de Hashd y poco a poco se extendieron hasta Qaraqosh”. Además, ya están combatiendo en Tel Afar, donde según los kurdos no tienen que entrar.
Muchos analistas temen que la actuación de las milicias agrave los prejuicios confesionales, e impida la ya de por sí difícil reconciliación. Los propios responsables de esos grupos son conscientes del peligro y han rebajado su tono sectario. También están haciendo gestos para ganarse la confianza de sus compatriotas suníes. El pasado martes, hombres que llevaban la insignia de las UMP repartían comida en varias aldeas cercanas a Al Qayara. Resulta improbable que eso sea suficiente.
“La liberación de Mosul ha extendido la ideología de los Hashd, que es la religión”, señala el general Barzani, antes de poner como ejemplo que cuando primer ministro Al Abadi anunció la liberación de Mosul, dio las gracias al ayatolá Sisitani. “Para los militares [iraquíes], la afiliación chií es más importante que su país; incluso en sus Humvees y carros de combate llevan la bandera chií”, concluye.
UN CADÁVER EN EL TIGRIS
“Daesh”, asegura el policía encogiendo los hombros mientras un cuerpo, probablemente de un miembro del Estado Islámico (ISIS, o Daesh en árabe), pasa Tigris abajo a la altura del pontón militar que une ambas orillas del río en Al Munirah. Desde que hace unas semanas se intensificara la ofensiva militar para recuperar la ciudad vieja de Mosul, 40 kilómetros más al norte, las aguas han estado trayendo cadáveres. Los locales no se atreven a tocarlos por temor a meterse en líos. Los uniformados los ignoran en un último castigo a un enemigo deshumanizado por la brutalidad de la guerra.
Pero para los musulmanes suníes de Irak, el gesto es no sólo una falta de respeto hacia el fallecido, sino un ejemplo más de la escasa humanidad de sus compatriotas chiíes, que constituyen la mayoría de las fuerzas armadas.
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