M.A
Zulo donde retuvieron durante 532 días a Ortega Lara - EFE
Los torturadores del funcionario de prisiones se negaron a confesar dónde se encontraba el zulo. «Que se muera de hambre», respondió Bolinaga a la Guardia Civil.
Apenas habían pasado unas horas de la liberación del abogado vizcaíno Cosme Delclaux por parte de ETA en Elorrio cuando la Guardia Civil detenía en la madrugada del 1 de julio de 1997 a los cuatro torturadores que mantenían secuestrado desde hacía 532 días al funcionario de prisiones José Antonio Ortega Lara.
Jesús María Uribetxeberria Bolinaga, Javier Ugarte, José Luis Erostegui y José Miguel Gaztelu Ochandoreno eran arrestados de forma simultánea en sus domicilios de Mondragón, Oñate, Anzuola y Bergara. Eran las tres de la madrugada. Sabían que habían perdido, pero aún así se negaron a confesar dónde retenían a su víctima. La Benemérita sospechaba que se encontraba en el taller de herramientas y ferretería «Jalgi C.B.» de Mondragón, una nave alquilada que frecuentaban los arrestados y que no tenía actividad. Hasta allí se trasladaron los agentes poco después de las detenciones, acompañados por Bolinaga.
«¿Nos puede decir cómo podemos acceder al "zulo" en el que está Ortega Lara, debajo de esa maquinaria? ¿Es que no nos lo va a decir aunque el funcionario se muera de hambre?», preguntaron con insistencia al etarra, que contestó: «Pues que se muera de hambre ese carcelero».
Durante tres largas horas, los agentes buscaron a Ortega Lara sin descanso en el taller. Los etarras se negaban a explicar el sistema con el que se accedía al minúsculo habitáculo donde languidecía su rehén. «Estaban dispuestos a no facilitar la localización de su víctima y querían dejarle abandonada para que se muriera de hambre», aseguró a ABC el entonces director general de la Guardia Civil, Santiago López Valdivielso.
A punto estuvieron los agentes de marcharse de la nave, porque no encontraban ningún rastro del secuestrado. «Sabíamos que había algo por las investigaciones, pero habíamos hecho tres barridos y no había nada», relataba ayer en una entrevista con Carlos Herrera en COPE el guardia civil Francisco Gil. El juez de la Audiencia Nacional, Baltasar Garzón, se encontraba presente en el taller, junto con la secretaria de su Juzgado, Natalia Reus. Según Gil, el juez «no quería aguantar más tiempo de lo que se podía aguantar. Si no hubiera sido por la insistencia de la Guardia Civil, Ortega Lara estaría muerto ahora».
Un golpe de suerte
Uno de los agentes se dio cuenta de que una de las máquinas estaba inutilizada y entre varios desatornillaron algunos de los anclajes que la sujetaban al suelo. Así consiguieron levantarla lo suficiente como para ver que debajo existía un hueco. «Fue un golpe de suerte», afirmó Gil.
Bolinaga, que en un principio negó que hubiera allí ningún zulo, acabó por reconocerlo ante la evidencia, pero el sistema de apertura hidráulica había quedado inutilizado. ABC explicó entonces cómo fue necesario utilizar una grúa que había en el taller para apartar el torno de 3.000 kilos que ocultaba la entrada al agujero. Hacia las 6,30 horas se lograba acceder por fin al zulo.
«Nunca me olvidaré de ese olor, de cómo se encogía y cómo pedía que le matara. Aquel zulo era una tumba donde iba a morir», recuerda el guardia civil que encontró a José Antonio Ortega Lara.
Había permanecido en un agujero de tres metros de largo por dos y medio de ancho y 1,80 de altura en su parte más elevada. Durante su largo cautiverio no vio la luz del sol. Solo disponía de luz artificial, una pequeña hamaca, un saco de dormir, productos de aseo y un poster con el anagrama de ETA con el que le habían decorado una de las paredes.
En este mismo lugar, los cuatro etarras detenidos habían mantenido cautivo durante 116 días a Julio Iglesias Zamora.
Los terroristas se acercaban al zulo solo para facilitarle comida a través de una pequeña puerta que comunicaba el agujero con una pequeña «antesala» donde los agentes encontraron cuatro pistolas, artículos para la fabricación de bombas, documentación de ETA y 25 millones de pesetas para comprar la nave y prolongar otro año más el cautiverio de Ortega.
«Me costó perdonar más de diez años, pero hoy soy feliz», afirmó el funcionario de prisiones a este periódico en 2015, en una de las pocas entrevistas que ha concedido desde su liberación. Cuando murió Bolinaga, se limitó a escribir: «Punto y final. Descanse en paz». Aún le queda alguna secuela: «No puedo dormir con la persiana totalmente cerrada. Tiene que estar un trozo abierta, que vea luz. No soy claustrofóbico. Pero es indefectible, me vuelve la sensación de las medidas... cuatro pasos adelante, dos a la derecha, dos a la izquierda y cuatro hacia atrás». Imposible olvidar.
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