jueves, 5 de septiembre de 2019

El gran engaño con el que 350 soldados de los Tercios españoles aplastaron a miles de piratas en Hammamet. 3º ESO

ABC HISTORIA
Manuel P. Villatoro

El 18 de julio de 1602, en Túnez, 350 soldados conquistaron la Mahometa tras disfrazarse de árabes.


Augusto Ferret-Dalmau


Mucho se ha hablado sobre el ingenio español, una característica grabada a fuego en nuestro ADN según el imaginario colectivo. La novela picaresca ayudó, allá por los siglos XVI y XVII, a popularizar la imagen del joven avispado que -al margen de la honra nobiliaria- consigue sobrevivir en un mundo de caballeros venidos a menos. Valga como ejemplo el mítico Lazarillo de Tormes. Parece difícil saber si este mito se corresponde o no con la realidad. Lo que es innegable es que la astucia fue un arma empuñada por nuestros compatriotas a lo largo de la historia para conseguir la victoria en situaciones desesperadas.
La batalla de Nördlingen o la defensa de las murallas de Ávila por Ximena Blázquez son quizá las más famosas en este sentido. Sin embargo, existen otros tantos episodios olvidados en los que el ingenio permitió a unos pocos españoles vencer a un enemigo muy superior en número. Entre ellos destaca el asalto del puerto de Hammamet; un enfrentamiento en el que unos 350 soldados de los Tercios (acompañados por algunos caballeros de la órden de Malta) lograron conquistar, el 18 de julio de 1602, una plaza turca sin más ayuda que unos disfraces muy bien elegidos y un poquito de ingenio.

Sin hegemonía

Para entender el por qué el viejo Imperio utilizó la picaresca como una de sus armas es necesario retrotraernos en el tiempo hasta el siglo XVII. Por entonces, la situación de España, aunque hegemónica en el mundo (pues su territorio se extendía desde el Nuevo Mundo hasta Asia pasando por Europa), era financieramente precaria. Por ello, Felipe III no tuvo más remedio que recurrir a una política pacifista y de alianzas para así no perder en batalla los territorios anteriormente anexionados.
Estas dificultades económicas, unidas a la amplitud del territorio español, provocaron que fuera en ocasiones muy dificultoso disponer de un contingente militar suficiente en todos los lugares colonizados. Por ello, y para suplir la inferioridad numérica ocasional, los soldados se valieron de todo tipo de estratagemas más propias de una película de ciencia ficción que de la realidad.
Así lo explica el escritor Eduardo Ruiz de Burgos Moreno en su libro «La difícil herencia» (editado por Edaf), en el que analiza varias decenas de contiendas que se produjeron durante el reinado de Felipe III. «A pesar de la mejor voluntad real, las inmensas posesiones españolas se vieron una y otra vez atacadas y, en sólo diez años, obligaron a sus ejércitos a mantener 162 batallas repartidas por todos los confines terrestres», determina en el texto.

Enemigos por mar

Por entonces, en pleno siglo XVII, los españoles necesitaban tomar el puerto de la Mahometa (actual Hammamet, en Túnez) para acabar con los constantes ataques de los molestos piratas turcos. Y no se les pudo presentar mejor ocasión que el momento en que sus espías les desvelaron que los defensores esperaban la llegada de una flota aliada. Cualquier otro habría preferido mantenerse al acecho, pero España decidió aprovechar esta información en su favor: si se aproximaban hasta la ciudad haciéndose pasar por los refuerzos, podrían llegar a tierra sin sufrir daños y conquistar la urbe desde dentro. El plan estaba en marcha.
El engaño se organizó para el 18 de julio de 1602. Ese día, se organizó una flota católica dispuesta a acabar con los defensores de Hammamet. «El ataque corrió a cargo de 350 infantes españoles y caballeros a las órdenes de Malta y de la toscana», explica Ruiz de Burgos en su obra. En sus palabras, «la vanguardia española llegó al puerto en 5 ligeras falúas (pequeña embarcación destinada al transporte de infantería), de dos velas triangulares y un mástil ligeramente inclinado hacia la proa, como las falúas musulmanas».
Felipe III
Felipe III
En cada una de las embarcaciones el engaño estaba listo. Los españoles cambiaron sus banderas por las turcas y se disfrazaron con turbantes para hacerse pasar por los refuerzos que los defensores esperaban. Además, y para asegurarse de que no se descubriera su trampa, se ordenó a varios soldados que tocasen bendirescrótalos laúdes, instrumentos usados en la música tradicional árabe. «Así, disfrazados, les resultó sencillo ser confundidos con los turcos que estaban esperando», comenta el escritor.
La mascarada salió a la perfección, y los defensores se creyeron el engaño. «La estrategia española permitió a la escuadra anclar muy cerca de tierra (…) Incluso la guarnición de “Hammamet” salió a recibirlos a la playa acompañada por una gran multitud que se agolpaba sobre el muelle del puerto», explica Ruiz de Burgos. Lamentablemente para todos ellos no eran los refuerzos que esperaban, sino los barcos cristianos. Para cuando se dieron cuenta del gran error que habían cometido ya era demasiado tarde. Estaban condenados.

Conquista

El asalto acabó en cuestión de horas. La multitud, sorprendida tras descubrir que aquello no había sido más que una mascarada, huyó a refugiarse hacia las murallas de la ciudad con desesperación. Si ya era preocupante que el enemigo estuviera en las playas, la tensión no ayudó a organizar las defensas.
«Los despavoridos civiles arrollaron a los soldados de la guarnición, mezclándose entre ellos, lo que produjo caídas y agolpamientos que generaron una mayor confusión», explica el escritor. Para entonces, los españoles ya habían descargado una salva de disparos sobre los turcos y les atacaban furiosos espada en mano. Poco más había que hacer.
La victoria fue aplastante. No hubo rival. Murió casi medio millar de turcos. «Los atacantes, una vez saqueada y destruida completamente la ciudad, se embarcaron de regreso en dirección a Malta, poco después de avistar que se aproximaban por tierra más de 3.000 jinetes e infantes moros que, a toda prisa pero demasiado tarde, llegaban para auxiliar a los defensores de la villa», sentencia Ruiz de Burgos.

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