jueves, 5 de septiembre de 2019

ORIGEN DEL 4 DE JULIO. Las razones por las que EE.UU. borró de su historia la contribución decisiva de España a su independencia. 4º ESO

ABC HISTORIA
César Cervera


Carlos III y sus ministros sabían, y no se equivocaban, que insuflar vida a una república de esa entidad y con ADN anglosajón era una mala inversión de cara al futuro para el imperio americano.


El cuadro Por España y por el Rey, Gálvez en América de Augusto Ferrer-Dalmau


El mito fundacional de EE.UU, que conmemora cada 4 de julio su independencia, reserva un papel protagonista a la ayuda militar que recibieron los rebeldes de Francia e incluso de países con un papel menor como Holanda. Se omite o minimiza, casi siempre, el papel de España, concretamente la campaña de Bernardo de Gálvez en la Florida, para que las Trece Colonias lograran su anhelado deseo. La Leyenda Negra, la preeminencia anglosajona en EE.UU. y la propaganda antiespañola en la Guerra de Cuba tienen buena parte de culpa de este descuido historiográfico, pero, sobre todo, está relacionado con la prudencia (por usar un eufemismo) mostrada por España al reconocer la nueva nación que surgió de la Guerra de Independencia.
Carlos III y sus ministros sabían, y no se equivocaban, que insuflar vida a una república de esa entidad y con ADN anglosajón era una mala inversión de cara al futuro. Especialmente cuando aquella entidad política iba a compartir cientos de kilómetros de frontera con Nueva España. Claro que, entre la prudencia y la tentación de descabezar al Imperio británico, al final el Rey se decantó por lo segundo. Tras el fracaso de la alianza franco-española en la Guerra de los Siete años, el nuevo hombre fuerte de la diplomacia hispánica, el Conde de Floridablanca, abogó por una estratégia más pacifista, una mayor independencia respecto a Francia e incluso un acercamiento a Inglaterra. Solo los nuevos acontecimiento internacionales provocaron un volantazo en la política española.

Un país explotado por la metrópolis

En 1776, las Trece Colonias cruzaron la última línea en su desafío a Inglaterra, que resultaban un obstáculo visible a nivel económico y demográfico para unas colonias cada vez más pujantes gracias a sus plantaciones de algodón del sur y a las incipientes industrias textiles del norte. Lejos de la imagen de los ingleses como abanderados del libre comercio, lo cierto es que solo defendían esta libertad cuando se trataba de los territorios del resto. Gran Bretaña ejercía sobre sus territorios ultramarinos un férreo control comercial, de modo que en 1699 prohibió la producción de textiles y, en 1750, la de metales en Norteamérica. Como señala Elvira Roca Barea en «Imperiofobia y Leyenda Negra» (Siruela), únicamente los navíos ingleses (ni escoceses ni irlandeses) podían atracar en los puertos americanos.

Litografía de 1846 sque representa la imagen clásica del motín del té en Boston
Litografía de 1846 sque representa la imagen clásica del motín del té en Boston

Para garantizar este control, la llamada Ley de los Cuarteles determinó que en las colonias inglesas hubiera un ejército permanente de 100.000 hombres pagado por los colonos, en contraste con los 50.000 que tenía España para defender un territorio veinte veces más grande y mucho más poblado. De forma previsible, la asfixia económica de un territorio que habían creado en origen un grupo de «puritanos» (baptistas, congregacionistas, cuáqueros, menonitas, luteranos…), que huyeron de la persecución religiosa en Inglaterra a principios del siglo XVII, derivó en aires de rebelión gracias a las ideas ilustradas que danzaban por ambos lados del charco.
La escenificación de la ruptura fue arrojar las cajas de té de la Compañía de las Indias Orientales al mar, muestra de que los colonos se negaban a seguir pagando tantos impuestos y a ser una mera colonia comercial. A la represión británica, los colonos respondieron convocando el Congreso de Filadelfia, que sentó las bases para el futuro estado independiente y para crear un ejército que George Washington dirigió contra las tropas enviadas por Londres. En junio de 1776, Virginia tomó la iniciativa y, un mes después, el Congreso declaró la independencia de las colonias. Thomas Jefferson redactó una Constitución con clara vocación ilustrada. Así nacieron los Estados Unidos de América, al menos en el plano de la teoría. Faltaba confirmarlo en los campos de batalla.

Floridablanca se negó a reunirse personalmente con el enviado norteamericano, Arthur Lee, pues temía que ello significaría un reconocimiento oficial de la independencia de estas colonias.

Los franceses, que acababan de perder sus colonias a manos inglesas, no dudaron en apoyar a los rebeldes, a pesar de que aquel hermanamiento abrió un peligroso flujo revolucionario en el país de cuna de los Borbones. Los españoles, en cambio, se dividieron entre los partidarios de debilitar a Inglaterra y los que preferían no sentar malos precedentes en este continente. John Jay, primer presidente de la Corte Suprema de los Estados Unidos, contactó con Madrid, mientras el Conde de Aranda abría conversaciones en París y el comerciante Juan Miralles hacía lo propio en La Habana. Grimaldi, primero, y luego Floridablanca adoptaron una posición precavida ante esta petición de ayuda que, sin embargo, tornó en 1777 a un compromiso en firme, pero secreto, para intervenir en varios frentes.
Floridablanca se negó a reunirse personalmente con el enviado norteamericano, Arthur Lee, pues temía que ello significaría un reconocimiento oficial de la independencia de estas colonias. La discreción y la ambigüedad de los españoles enmascaraban las dudas que seguía habiendo en la corte sobre cuánto debían mancharse las manos en una causa así.

La entrada de Gálvez en la guerra

Incluso tras la importante victoria rebelde de Saratoga, Floridablanca siguió abogando por una mediación entre Londres y los rebeldes. Pesaba en su desconfianza hacia el conflicto el miedo a un contagio a Hispanoamérica, así como la creencia de que una rebelión de esas características alteraba «los sagrados derechos de todos los soberanos en sus respectivos territorios».
El fracaso de la mediación ofertada empujó al ministro de Carlos III a entrar, sin otra opción, con todo en el conflicto. El 12 de abril de 1779, Carlos suscribió en secreto la Convención de Aranjuez e inició las operaciones militares con Inglaterra. El centro de la ofensiva española estuvo en el Golfo de México. En 1779, el gobernador español de Luisiana, Bernardo de Gálvez, realizó varias incursiones por la orilla izquierda del río Misisipi destruyendo las fortificaciones británicas que controlaban la desembocadura, conectando con los colonos y estableciendo, a la española, pactos con los indios de la zona.

Granaderos españoles y el batallón de La Habana entran en Fort George
Granaderos españoles y el batallón de La Habana entran en Fort George

Gálvez aportó su vasta experiencia en la zona, grandes recursos materiales y 7.000 hombres (fuerza reseñable si se tiene en cuenta que no fue un conflicto con ejércitos de envergadura), de los cuales 1.500 eran indígenas, la mayor parte semínolas hispanizados, y todos bien adiestrados. En paralelo al avance por el Misisipi, el general Cagigal tomó en un rápido golpe de mano la Isla de Nueva Providencia, un enclave fundamental para los ingleses en las Bahamas.
En 1781, el propio Gálvez puso sitio a la plaza de Pensacola y recuperó el dominio completo de La Florida. Esta acción, a su vez, sirvió de distracción para los ingleses cuando se produjo la decisiva batalla de Yorktown, lo que supuso el fin militar de la Guerra de Independencia en América.

La impresionante campaña de Don Bernardo de Gálvez en Florida situó al Imperio español en una posición ventajosa que Aranda se encargó de certificar vía diplomática

La guerra también estuvo presente en el Viejo Continente, con el enésimo intento por revertir lo acordado en el Tratado Utrecht medio siglo antes y con una intentona franco-española de desembarcar en la Isla de Wight. Al final, Gibraltar siguió en manos británicas y la nueva «Armada Invencible» fracasó, pero, por lo demás, la guerra que dio lugar a la Independencia de las Trece Colonias concluyó en el resto de frentes con un éxito sin igual para Carlos III.
La impresionante campaña de Don Bernardo de Gálvez en Florida situó al Imperio español en una posición ventajosa que Aranda se encargó de certificar vía diplomática. Por lo firmado en septiembre de 1783, España recuperó Menorca, conquistada previamente en un rápido golpe de mano, la costa de América Central y Florida.

Dos imperios para un solo continente

España alcanzó con esta victoria su máxima expresión territorial y sirvió a Carlos III para desquitarse por lo ocurrido en la Guerra de los Siete años. Sin embargo, como relata el historiador Roberto Fernández en su libro «Carlos III: Un monarca reformista» (Espasa, 2016), las tres consecuencias negativas del conflicto, la letra pequeña, es que el país quedó con las arcas públicas vacías, la revolución resultó un espejo en el que mirarse las minorías criollas en el futuro y, ante todo, contribuyó al nacimiento de una nación peligrosa para los intereses del Imperio español.

Retrato de Bernardo de Gálvez
Retrato de Bernardo de Gálvez

Con la independencia se pudieron desarrollar plenamente las Trece Colonias, de manera que, si en 1775 tenían 2,5 millones de habitantes, en 1817 habían pasado a 8,5 millones. La expansión hacia el oeste y el sur, controlados por España, resultó más pronto que tarde una parada obligada para EE.UU.
Tras la firma de la Paz de Versalles, España aún tardaría mucho en reconocer la nueva soberanía de los EE.UU, cuyo nacimiento tanto había alimentado. En el futuro inmediato, los enfrentados intereses comerciales y territoriales de ambos países impidieron una buena vecindad entre EE.UU. y España. La libre circulación por el Misisipi y la salida de los estadounidenses al golfo de México y al Caribe fueron los principales motivos de choque, pues los barcos de la nación de George Washington aspiraban a lucrarse mediante el contrabando en estos mares. Las relaciones no se normalizaron algo hasta el reinado de Carlos IV, mediante el Tratado de San Lorenzo de 1795.
El afán expansionista de EE.UU. y su vocación republicana eran incompatibles con la existencia de un gigantesco imperio europeo y monárquico enclavado en aquel continente. Así quedó claro, en 1848, cuando tras una guerra desigual entre México y EE.UU. el primero tuvo que ceder la mitad de su territorio, esto es, la mitad de Nueva España, al segundo por medio del Tratado de Guadalupe Hidalgo. Como bien avisó la Doctrina Monroe: «América para los americanos». Pero, más bien, para los americanos más blancos y más al norte.
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