Rodrigo Alonso
Desde hace varios siglos los nacionalistas se han preocupado por reescribir la historia para fabricar un pasado artificial que sostenga su discurso rupturista.
Mítica creación de las cuatro barras de Cataluña - ABC
«Lo que no cabe aceptar es el uso dirigista del pasado desde el poder, la utilización política de la memoria. La propaganda la escriben los vencedores; la historia la escriben los historiadores».
Estas palabras del insigne académico Juan Pablo Fusi -extraídas de La Tercera de ABC publicada el día 27 de junio de 2006- versan acerca del persistente contencioso entre memoria histórica e historia. O lo que es lo mismo, entre el uso partidista del pasado con el fin de justificar o denostar determinados acontecimientos desde un punto de vista absolutamente parcial, y el riguroso análisis de los hechos desde una postura no dogmática.
El apoyo de un ideal en base al pasado ha sido una constante a lo largo de la historia, pero no por ello se convierte en un acto menos vil, destinado deliberadamente a -ya sea debido a la búsqueda del engaño o a la simple ignorancia- conseguir adeptos a la causa. Buen ejemplo de este uso del pasado con fines meramente propagandísticos es el desarrollado por el secesionismo catalán desde hace siglos.
A la hora de buscar el comienzo de esta deformación de los hechos en la Comunidad Autónoma tenemos que retrotraernos hasta finales del siglo XIX. Momento en que los líderes de la «Renaixença» (movimiento cultural catalanista) se vieron en la necesidad de buscar en la Edad Media la justificación al nacionalismo. Sin embargo, las conclusiones que sacaron -en algunos casos- no podían estar más erradas. Vamos por partes.
«Marca Hispánica»
Aunque ya se habían realizado algunos tímidos intentos en el pasado, fue el emperador y rey de los francos, Carlomagno, quien se decidió a llevar a cabo la conquista de los territorios inmediatamente ubicados al sur de la actual Francia. El objetivo de esta política expansiva era hacerse con una barrera defensiva contra el persistente empuje ejercido por los árabes desde el sur. De este modo, en el 785 se ocupó Gerona y en el 801 Barcelona.
Estos territorios conquistados por los francos pasaron a formar parte así de la conocida como «Marca Hispánica» (nombre que resulta muy incómodoa los historiadores nacionalistas actuales, llegando incluso a omitirlo o modificarlo). Esta estaba dividida en condados los cuales respondían ante un marqués, a saber: Ampurias, Rosellón, Barcelona, Gerona, Besalú, Osona, Cerdaña, Urgel, Pallars y Ribagorza. Los mismos fueron ocupados principalmente por los conocidos como «hispani» (nombre que le dieron a aquellos cristianos que fueron removidos fruto de la conquista musulmana).
Como explican los autores de «Cataluña en España, Historia y mito», Wifredo el Velloso (uno de los personajes más mitificados por la historiografía catalana) adquirió en el año 870 del rey carolingio Carlos el Calvo el control de los condados de Cerdaña y Urgel; a los que al poco tiempo añadió el de Barcelona, logrando además «sisarle» a los francos la elección de sus sucesores. Es debido a esto que no pocos historiadores (más o menos relacionados con el nacionalismo) le conceden el papel de artífice de la creación de Cataluña. Apreciación equivocada a la par que anacrónica, pues como señala Josep Fontana en «La formació d´una identitat, una historia de Catalunya», hasta bien avanzado el siglo XII no hay constancia alguna del uso del nombre de la actual comunidad autónoma.
Lo mismo ocurre con el mito de la creación de la «senyera», según el cual Carlos el Calvo haciendo uso de la sangre de Wifredo habría reproducido por primera vez las famosas cuatro barras. Sin embargo, como explica Jordi Canal en su obra «Historia mínima de Cataluña», los emblemas heráldicos sobre escudo datan del siglo XII. Es por esto que la versión según la cual fue Ramón Berenguer IV quien comenzó a utilizarlo tras la unión del condado barcelonés con el reino de Aragón tiene más sentido. También con respecto a los artificios históricos creados en torno a el Velloso cabe responder que -como aparece recogido en «Cataluña en España: Historia y mito»- este simplemente fue un noble que supo aprovecharse de la progresiva debilidad imperial. Toda vez que tras la muerte de Carlomagno sus posesiones se fueron fracturando progresivamente.
El reino de Aragón
El relevo carolingio lo tomó en el 1157 la corona de Aragón mediante el matrimonio entre el conde Ramón Berenguer IV (quien adoptó el título de príncipe) y la hija del monarca Ramiro II: Petronila. A pesar de que ambos territorios conservaron sus propias leyes e instituciones es un hecho que los dominios catalanes quedaron insertos dentro de la corona, al igual que ocurriría en el futuro con otros territorios.
En base a lo anterior es justo afirmar -como lo hizo Jordi Canal en su obra- que (en contra de lo que algunos pretenden hacer creer en la actualidad) no hubo en la Edad Media referencia alguna a una confederación catalo-aragonesa, ni a reyes de Cataluña-Aragón, ni a condes-reyes, ni a reino de Cataluña. A todo esto se le debe añadir que Barcelona tampoco fue nunca un principado como tal, ya que este era un título empleado por los condes sin ninguna connotación política, con el único fin de mostrar su primacía sobre los demás.
A este mismo respecto, el historiador Vicens Vives expresó que el transformar el papel de Cataluña con respecto a Aragón «es un infantilismo que ha creado un peligroso confusionismo en nuestro espíritu público».
De este modo, los descendientes de Ramón Berenguer IV y Petronila reinaron en ambos territorios puesto que formaban un todo. Razón por la cual, en ningún caso se pueden realizar afirmaciones tales como «la paradoja de que (Alfonso el Casto, hijo de Ramón Berenguer IV y Pteronila) sea rey de otro país, Aragón», apreciación que aparece recogida en la obra de Flocel Sabaté «Catalunya medieval». A todo esto se le debe sumar que la idea contemporánea de nación o estado no es la propia de la Edad Media en absoluto. En esta misma línea va Jordi Canal cuando afirma en su obra que no tiene nada que ver la «nacio cathalana» de la que se hablaba en el siglo XIV con la «nacionalitat catalana» de Prat de la Riba (político de finales del XIX y principios del XX). Según enuncia el autor, la idea del segundo no era más que una radical subversión del primero provocada por la emergencia del nacionalismo.
Tras la batalla de las Navas de Tolosa (1212) la unión de Aragón con Castilla en la pugna contra los musulmanes (a pesar de algunas discrepancias en el reparto de los territorios) se fue haciendo cada vez más estrecha. Durante el reinado de Jaime I el Conquistador (1213-1276) tuvo lugar una grandísima expansión de la corona aragonesa, que llevó a la toma -entre otros territorios- de Mallorca (1229) y de Valencia (1238), los cuales, al contrario que Cataluña, sí obtuvieron el rango de reinos. Al poco tiempo, mediante el tratado de Corbeil (1258), los restos del otrora imponente imperio carolingio renunciaron a sus derechos sobre el territorio catalán.
Buena muestra de los beneficios producto de la unión en matrimonio entre Ramón Berenguer IV y Petronila fue el crecimiento económico basado en el comercio costero -especialmente positivo para Barcelona- el cual gracias a las conquistas parecía imparable.
La unión con Castilla
La dinastía iniciada en la figura de Alfonso el Casto llegó a su fin en el año 1410 con la muerte de Martín el Humano. Se daba el pistoletazo de salida de este modo a las pugnas entre las distintas familias nobiliarias por hacerse con el poder. Fue mediante el Compromiso de Caspe (1412) que se acordó que el castellano Fernando de Antequera de la familia Trastámara ocupara el trono en detrimento del candidato catalán: Fernando de Urgel, quien fue derrotado tras levantarse contra su nuevo gobernante en la batalla de Balaguer (1413).
Como explica Canal en su obra, el Compromiso de Caspe ha sido convertido por la historiografía catalana en una magna derrota, así como en la causa de su decadencia. Tras la prematura muerte de Fernando I (cinco años después de su coronación) le sucedió su hijo Alfonso V el Magnánimo, quien estuvo muy pendiente de aumentar sus posesiones en el Mediterráneo. Fue así como su esposa –María de Castilla- se dedicó a llevar a cabo las labores gubernamentales en ausencia de su marido.
A la muerte de Alfonso le sucedió Juan II, durante cuyo gobierno tuvieron lugar importantes conflictos entre burguesía y nobleza que acabaron desembocando una guerra civil en Cataluña. Como aparece recogido en «Cataluña en España: Historia y mito», la historiografía catalanista ha identificado estos hechos con la lucha por la libertad de un pueblo. Sin embargo, lo cierto es que fue más bien una lucha entre élites por hacerse con el dominio de Barcelona en la que no había ni un objetivo claro ni bandos definidos.
Tras la muerte de Juan II (1479) a los ochenta años, el trono fue ocupado por Fernando II de Aragón, quien ya era rey consorte de Castilla desde 1474. Este monarca ha sido denostado desde Cataluña por varias de sus medidas, especialmente por haber dejado el poder en manos de una red clientelar en la que sobresalía Jaume Deztorrent, de quien Fontana dijo en su obra que «se enriqueció de forma ilícita». Muy en la línea de los Jordi Pujol y compañía. Sin embargo, lo que no se suele decir de el Católico es que consiguió la pacificación de la zona y mantuvo sus instituciones tradicionales.
Sea como fuere, gracias al matrimonio entre Fernando e Isabel tuvo lugar la unión de los dos reinos más grandes de la Península: Castilla y Aragón. Se lograba de esta forma la construcción de un Estado moderno en España bajo una misma monarquía que fue evolucionando con el paso del tiempo.
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