Silvia Nieto
La lengua y la construcción de un pasado histórico basado en los agravios infringidos por los «castellanos» o los «españoles» son las bases del nacionalismo catalán, nacido en el siglo XIX.
Manifestación convocada por la ANC con motivo de la Diada del 11 de septiembre - EFE
Como en otros fenómenos históricos, las causas y consecuencias de la desaparición del Imperio Austro-Húngaro todavía suscitan debate. Si seguimos las propuestas por el historiador François Fejtö en su «Requiem por un imperio difunto. Historia de la destrucción de Austria-Hungría», concluimos que su disolución, llorada por escritores como Stefan Zweig o Joseph Roth, dio paso al nacimiento de nuevos Estados-nación, más débiles, pequeños, que facilitaron la expansión de la Alemania nazi —con la anexión de Austria o «Anschluss» y de los Sudetes en 1938— y de la Unión Soviética —con la creación de democracias populares, de países satélite, en Rumanía, Hungría o Checoslovaquia— por la Europa central. El nacionalismo, germinado en el interior de sus fronteras, y auspiciado por los vencedores de la Primera Guerra Mundial, dinamitó la Monarquía Dual.
El nacionalismo catalán, como el que sufrió el Imperio Austro-Húngaro en su día, pretende obtener la independencia a costa de romper el Estado; no siempre, sin embargo, el nacionalismo se trueca en una fuerza centrífuga: «En el siglo XIX, los nacionalismos de Italia y Alemania crearon espacios más grandes con revoluciones liberales, con ampliación de libertades ciudadanas y de participación política, y con un proyecto cosmopolita, global. Estaban dentro del ideal kantiano, progresista e ilustrado», explica a ABC el historiador José Álvarez Junco, en referencia a la unificación de Italia en 1861 y la de Alemania en 1871. Valores distintos, por tanto, a los que inspiraron la aparición de los nacionalismos periféricos, en España, en la misma centuria: «El catalán y el vasco, sin embargo, estaban más vinculados a un movimiento conservador y egoísta de las élites regionales, que querían controlar su espacio, y conseguir los privilegios que tenían las elites españolas sobre el conjunto del país».
El «relato nacional»
En España, en el siglo XIX, la debilidad del Estado y la ausencia de un relato nacional, de un «roman national», como se denomina en Francia, que apoyase y defendiese la unidad territorial, contribuyó al auge de los nacionalismos en Cataluña, Galicia o el País Vasco: «España, comparada con Francia, tuvo menos fuerza para hacer escuelas. Francia sí que las hizo en el territorio vasco francés o catalano francés. La Tercera República, con las leyes de Jules Ferry, creó la escuela pública francesa, y el maestro nacional se hizo la columna vertebral de la patria, siendo casi más importante que el prefecto o la policía. En España, sin embargo, la educación se dejó en manos de la escuela católica, que no se dedicó a crear españoles, sino católicos», explica Álvarez Junco. Las leyes de Jules Ferry, aprobadas entre 1881 y 1882, también establecieron que solo el francés, y no ninguna otra de las lenguas de Francia, como el occitano o el vasco, debía ser el idioma empleado en la enseñanza.
La lengua, «piedra de toque» del nacionalismo, según Álvarez Junco, jugó, junto a las fantasías románticas sobre el pasado, un papel clave en la consolidación de los nacionalismos periféricos. En ese sentido, en su obra «Comunidades imaginadas», el antropólogo Benedict Anderson planteó la siguiente paradoja: a pesar de que los historiadores saben que las naciones son fruto de la modernidad, entidades relativamente recientes, nacidas a finales del siglo XVIII, los nacionalistas defienden su antigüedad, y presumen un «pasado inmemorial» y un futuro infinito a las naciones a las que dicen pertenecer. Esta idea, aunque discutida, sí que permite analizar un aspecto peculiar del nacionalismo catalán: el de las tergiversaciones históricas que sus partidarios pergeñan para defenderlo, inventando siglos de resistencia y combate contra el «opresor castellano» o «español».
Nacionalismo y emoción
Como bien apunta Anderson, el nacionalismo catalán, la idea de nación catalana, es, en realidad, relativamente reciente: en el siglo XIX, la irrupción del romanticismo promovió, en Cataluña, una idealización de su Edad Media; idealización plasmada en obras pseudohistóricas, hagiográficas, que glorificaban un pasado singular y propio, una suerte de paraíso perdido, y que llegaban a lamentar, como en la «Historia de Cataluña y de la Corona de Aragón» (1860), de Víctor Balaguer, el matrimonio de los Reyes Católicos. Para los nacionalistas, la unión dinástica de 1469 inició un rosario de agravios que culminó con la Guerra de Sucesión, con la capitulación de Barcelona del 11 de septiembre de 1714, día que conmemora la Diada, y con la aplicación de los decretos de Nueva Planta, castigo que Felipe V, primer monarca de la Casa de Borbón en España, impuso a los territorios que no le habían apoyado durante la contienda.
Ese relato del pasado, que surgió al calor de la Renaixença, el movimiento cultural catalanista del siglo XIX, obvió ambigüedades o hechos incómodos —el regreso de Cataluña a la Monarquía Hispánica tras su marcha luego de la rebelión de 1640, por ejemplo— para apelar a las pasiones. Y es que «las cuestiones sentimentales y simbólicas», como explica Álvarez Junco, «son clave, más que las materiales», que las económicas, para el nacionalismo catalán. Sin ir más lejos, la celebración de la Diada, convertida en una manifestación a favor del independentismo, se celebró por primera vez en 1886, más de un siglo después del agravio que dice llorar.
Sobre el componente emocional, Jerôme Ferret, profesor de sociología de la Universidad de Toulouse, comparte la siguiente reflexión: «La crisis económica de 2008 tuvo efecto en la revitalización del "sentimiento de ser catalán". También la política. Pero esas dinámicas políticas pueden transformarse en emocionales, irracionales, que es lo que estudia el sociólogo Randall Collins. Una vez que los actores independentistas entran en una dinámica de secesión, no pueden retroceder. Y se cierran en sus creencias, como explica la disonancia cognitiva de Festinger, gran teoría para explicar cómo nos convencemos de que tenemos razón contra los ‘otros’. Todo lo que llega para criticar su creencia tiene el efecto contrario: lo refuerza, lo alimenta. Es una dinámica de tensión confrontacional entre Madrid y Barcelona muy difícil de parar. Como en un conflicto emocional».
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