Lluís Bassets
Si queda algo de sensatez y responsabilidad no hay que esperar al 2 de octubre para empezar a dialogar.
Queda una semana y los augurios no pueden ser más nefastos. Lo peor está por llegar. El enroque es formidable, de un lado y del otro. Ni un paso atrás. La máquina judicial está en marcha y no hay duda alguna de que arrollará todo lo que encuentre a su paso. La movilización en la calle, de dudoso control, no ha hecho más que empezar, y puede desembocar en un intento de huelga general. Ambas dinámicas convergen en un concepto nefasto de nuestra historia, una grave figura penal que muchos venían pronunciando en sus grados de tentativa desde que Puigdemont iba enunciando sus propósitos pero que ahora toma cuerpo con las masas en la calle: la sedición.
El gobierno de Puigdemont sabe perfectamente que el referéndum no se celebrará. Ha sido disuelta la Sindicatura Electoral, el organismo “responsable de garantizar la transparencia y la objetividad del proceso electoral y el ejercicio efectivo de los derechos electorales”, con el objetivo de evitar la efectividad de las multas de 12.000 euros diarios acordada por el Tribunal Constitucional para sus miembros. Aunque es una forma reticente de obedecer al tribunal, el vicepresidente Junqueras aseguró que “este organismo ha hecho ya su trabajo” y que su disolución no afecta a la convocatoria a las urnas.
Las garantías que ofrecía la Sindicatura ya eran muy limitadas. Su creación y los nombramientos salen de las turbulentas sesiones parlamentarias de los días 6 y 7 de setiembre, en las que se aprobaron de forma antirreglamentaria y fraudulenta las dos leyes rupturistas con las que se pretendía organizar el plebiscito secesionista y proclamar al final los resultados, con el efecto ‘legal’ de activar el segundo de los textos ‘legales’, el que organiza la transición y la fundación de la República Catalana.
Ahora el organismo que debía garantizar todos estos pasos, la votación, el recuento y la proclamación de resultados, ha dejado de existir y en su lugar el gobierno de Puigdemont pretende que los síndicos destituidos trasladen la responsabilidad de su labor a una imprecisa agrupación de entes públicos, académicos y observadores internacionales, que sugieren el encargo de la tarea a una comisión sin cobertura legal alguna y el incumplimiento incluso de la ley del referéndum.
La última y discutida garantía acaba de fundirse, pero el gobierno secesionista sigue empeñado en proclamar que se celebrará y en seguir sustentando la ficción de que tiene instrumentos para que así sea. Puigdemont ha hecho todo lo que estaba en su mano, y mucho más, desoyendo cualquier criterio de prudencia y de legalidad. Ha desobedecido hasta límites que nadie hubiera podido pensar en un presidente salido de las filas de la antigua Convergència, pero dotado de una obstinación digna del militante más radical de la CUP. Ahora se ha visto perfectamente porque cayó Mas y fue él el elegido. El último paso del calvario convergente era que su presidente trabajara para Esquerra y para la CUP.
En esta semana de todos los peligros la obstinación de Puigdemont puede llevar a tirar dos piezas fundamentales del autogobierno a la hoguera de la movilización: el entero orden público y los medios de comunicación públicos. El daño que puede infligirse a sí mismo el gobierno catalán es enorme, pero es muy intensa la tentación de procurar un daño mayor al gobierno de Rajoy demostrando que la democracia española se cae a trozos en sus manos. Como Sansón que prefiere morir aplastado por el templo con todos los filisteos dentro, así están actuando los dirigentes del Procés. Saben que sin la recuperación de la competencia de orden público no hay autonomía y sin libertad de expresión no hay democracia. Si hasta ahora era más que discutible que la prohibición de contratar publicidad institucional de un referéndum ilegal por un tribunal fuera una auténtica limitación a la libertad de expresión, el control sobre los medios públicos catalanes desde el gobierno central no ofrecería ya ningún tipo de dudas a nadie.
Mossos y TV3 son los dos emblemas de éxito de la Cataluña autogobernada hasta hoy mismo, algo que no debieran olvidar ni unos, los que están dispuestos a tirarlos a la hoguera, ni los otros, que pueden tener la tentación de aprovechar la circunstancia para tirarlos a la hoguera. El optimismo indeclinable del soberanismo puede crear espejismos venenosos. De llegar hasta tal punto, será más difícil recuperar el autogobierno con sus competencias actuales que restaurar el prestigio de la democracia española dentro de Europa.
Dice el ex presidente de la Generalitat, José Montilla, que “después del 1 de octubre hará falta dialogar, negociar y pactar”. ¿No se puede hacer nada antes? “Pedir prudencia, proporcionalidad y tratar de evitar las provocaciones”. O algo todavía mejor: decirles basta a Puigdemont y a Rajoy. Ambos ya han demostrado hasta donde podían llegar. Cada uno tiene lo que quería, Puigdemont la desobediencia, Rajoy la autoridad del Estado. Si queda algo de sensatez y responsabilidad no hay que esperar al 2 de octubre para empezar a “dialogar, negociar y pactar”. Hay que hacerlo desde hoy mismo como pide Montilla.
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