A finales de la primavera de 1939, Gurs ya albergaba a 18.000 personas: además de los vascos, había republicanos de diversas partes de España y brigadistas internacionales. Se apiñaban para dormir de treinta en treinta, sin ropa limpia, sin jabón: llegaron las pulgas, los piojos, las ratas. Se extendió la sarna. Y el estreñimiento, porque la comida era muy pobre -pan, caldo negro, patatas, lentejas-. Hubo casos de escorbuto por falta de vitaminas, hubo tuberculosis por la humedad y el frío, hubo anemias, paludismo, sífilis, diarreas, reúmas. Con las lluvias, el campamento se convirtió en un barrizal.
-Muchos no tenían ni zapatos -dice Luis-. Se ataban sacos a los pies, para ir de un lado a otro. Íbamos con unas camisas rotas, llenas de agujeros, y nos tapábamos con mantas viejas. Una cosa terrible. Teníamos unos grifos de agua fría, y ahí te lavabas. Pero lavarte con qué, si no había ni jabón.
Los refugiados sufrían un régimen carcelario, encerrados entre alambradas, y necesitaron meses de protestas para que les permitieran recibir visitas -solo los domingos, solo un rato, todos en una misma barraca vigilada por guardias.
-Nuestro barracón estaba cerca de la carretera. Una suerte, porque los domingos venían chicas en bicicleta desde los pueblos cercanos y nos gritaban desde el otro lado de la valla: «¿Os hace falta algo?». Cogíamos un papel y un lápiz y escribíamos: «Me llamo fulanito, estoy en el barracón número tal, necesito jabón, hojas de afeitar, pasta de dientes». Lo tirábamos con una piedra al otro lado. Entonces el domingo siguiente te llamaban por los altavoces: «Luis Ortiz Alfau, tiene visita». Y esa gente de la zona nos traía jabón o pasta de dientes o lo que fuera. Una vez me trajeron unas pastillas de chocolate. ¡Chocolate! Con eso eras capitán general.
Un domingo llamaron a Luis al barracón de visitas.
-No me lo podía creer. Había un señor, monsieur Morin, que venía a sacarme con un contrato de trabajo.
La familia de Luis, desde Bilbao, había contactado con las personas de Francia que intentaban sacar a los refugiados de los campos, con una oferta oficial de alojamiento o empleo. Luis se fue a trabajar de administrador a la fábrica de Morin.
Según la ficha que guarda el Archivo Histórico de Euskadi, Luis Ortiz Alfau salió del campo el 27 de junio de 1939 «reclamado por su familia».
EL EXTERMINIO JUDÍO. Salió unos meses antes de que llegaran las nuevas oleadas de presos, en una transformación cada vez más monstruosa de Gurs.
A principios de 1940, con los nazis ya en Holanda y Bélgica, las autoridades francesas metieron en Gurs a 14.875 personas, casi todas mujeres, muchas judías: habían huido del Tercer Reich, pero Francia las consideró «peligrosas para la defensa nacional» porque eran alemanas o austriacas. Aprovechando el ambiente, también encerraron a comunistas y anarquistas franceses, republicanos españoles y nacionalistas vascos. En los documentos se referían a todos ellos como «indeseables».
Cuando los nazis invadieron Francia, se encontraron con mucho trabajo adelantado: Gurs les sirvió para encerrar a 18.185 judíos -dos tercios eran alemanes, el otro tercio había caído en las redadas del Gobierno francés colaboracionista-. El campo ya había sufrido dos inviernos y los barracones estaban descalabrados, con la madera podrida, inundados de goteras, abiertos al viento. Unos 800 judíos murieron en el primer invierno que pasaron -que no consiguieron pasar- en Gurs, el de 1940-1941.
El cementerio del campo, perdido entre las zarzas de la posguerra, fue restaurado en 1963 por iniciativa de las ciudades y las comunidades judías de la región alemana de Baden, de donde procedían miles de deportados a Gurs. Ahora transmite una imagen geométrica y abrumadora del exterminio: en una extensión de césped muy bien cuidado, se suceden filas y más filas de lápidas. Hay 1.073 tumbas. En las inscripciones se lee la diversidad de los orígenes y de los años de nacimiento de las víctimas, y la confluencia brutal de todas ellas en un mismo año de muertes simultáneas. Por ejemplo:
«Isidor Persitzki. Odessa. 1886-1941».
«Rosa Abraham. Salzburg. 1865-1941».
«Ernst Blau. Frankfurt. 1892-1941».
En un extremo del cementerio hay una treintena de lápidas en las que alguien ha colgado unas tiras de tela roja, amarilla y morada: son las tumbas de los republicanos y los brigadistas internacionales. Por ejemplo:
«Venancio Arana Imaz. 1902-1940».
«Siegmund Grost. 1890-1940».
«Julián Pérez Pérez. 1879-1939».
Unos 30 republicanos murieron en Gurs, otros 16 salieron del campo y acabaron asesinados en el campo de Mauthausen. Entre los que se dispersaron por Francia durante la guerra, muchos desaparecieron sin dejar rastro.
Lo que sí consta en los archivos es que, entre agosto de 1942 y marzo de 1943, la gendarmería francesa llevó a 3.907 judíos desde Gurs hasta la estación de Oloron -hombres, mujeres, niños- y que desde allí los despacharon en cuatro convoyes «con destino desconocido». Se conoció después: llegaron al campo de concentración de Drancy, en las cercanías de París, y desde allí los mandaron a Auschwitz. A otros miles de judíos de Gurs los enviaron de Oloron a diversos campos de Alemania, en los que se perdió su pista.
-Nosotras estábamos allí cuando fueron a por los judíos. Se los llevaban a los campos de la muerte.
Así hablaba a los 97 años la asturiana Carmina Villalba, madre de Raymond, en un documental de Lorea Pérez de Albéniz. De niña, Villalba estuvo en Gurs con su madre.
-No teníamos comunicación con los judíos, por la lengua, porque ellos eran alemanes y nosotros españoles, pero nos veíamos en el campo, nos saludábamos, nos sonreíamos. Tuvimos mucha pena, porque sabíamos que iban a la muerte. Ellos nos dieron su ropa, porque ya no iban a necesitar nada. Venían a buscarlos y se los llevaban en camiones. No los alemanes, ¿eh?, se los llevaban los gendarmes franceses.
En los últimos meses de la guerra, durante el derrumbe nazi, las autoridades francesas todavía usaron los barracones podridos de Gurs para encerrar a gitanos, a putas, a vendedores del mercado negro, incluso a los guerrilleros españoles que habían fracasado en la invasión del valle de Arán.
El 31 de diciembre de 1945 cerraron definitivamente el campo. Vendieron la chatarra, quemaron los restos y en 1950 plantaron el bosque de robles: plantaron el olvido.
ES IMPORTANTE AHORA. Las autoridades se marchan y Villalba invita a los asistentes a terminar el homenaje fuera de programa en el monumento a los republicanos. Hay muchos miembros de L'Amicale du Camp de Gurs, la asociación que formaron los antiguos presos en 1980 para recuperar el pasado y pelear en el presente «contra la xenofobia, el racismo, el odio al diferente, la represión política y la destrucción de la dignidad humana». Dejan ramos de flores, despliegan una bandera republicana, guardan un minuto de silencio y Villalba pide a Luis que diga unas palabras.
Cuenta su historia en Gurs, habla del frío, el hambre y el barro, habla de los que lo pasaron mucho peor que él, de los que murieron allí. Y dice que ahora, cada vez que ve a los miles de refugiados que llegan a Europa huyendo de las guerras, le vienen a la memoria los republicanos que huyeron a Francia, los hombres que arrastraban maletones en la nieve, las mujeres que cargaban con niños pequeños, las familias que avanzaban lentas con carros cargados de colchones, sacos con ropa, un poco de maíz, un perrito.
-Cuando veo a los refugiados en la tele, se me empañan los ojos. Es que los viejos somos muy emotivos, ya sabéis. Veo cómo los meten en campos, igual que hicieron aquí en Gurs, y veo que seguimos igual que hace 80 años. Lo nuestro no son batallitas de viejo, son avisos importantes para que los jóvenes sepan qué pasa cuando no se respetan los derechos humanos. Por eso vengo todos los años a Gurs, y seguiré viniendo mientras el cuerpo aguante: porque lo que tengo que decir es importante ahora.
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