La historia explica y aclara muchas cosas, pero como no se acomoda a lo que unos quieren no se acude a ella, o si se acude se tergiversa.
Una historia de España (XXXI)
Entonces, casi a mitad
del siglo XVII y todavía con Felipe IV, empezó la cuesta abajo, como en el
tango. Y lo hizo, para variar, con otra guerra civil, la de Cataluña. Y el caso
es que todo había empezado bien para España, con la guerra contra Francia
yéndonos de maravilla y los tercios del cardenal infante, que atacaban desde
Flandes, dándoles a los gabachos la enésima mano de hostias; de manera que las
tropas españolas -detalle que ahora se recuerda poco- llegaron casi hasta
París, demostrando lo que los alemanes probarían tres o cuatro veces más: que
las carreteras francesas están llenas de árboles para que los enemigos puedan
invadir Francia a la sombra. El problema es que mientras por arriba eso iba
bien, abajo iba fatal. Los excesos de los soldados -en parte, catalanes- al
vivir sobre el terreno, la poca gana de contribuir a la cosa bélica, y sobre
todo la mucha torpeza con que el ministro Olivares, demasiado moderno para su
tiempo -faltaba siglo y medio para esos métodos-, se condujo ante los
privilegios y fueros locales, acabaron liándola. Hubo disturbios,
insurrecciones y desplantes que España, en plena guerra de los Treinta Años, no
se podía permitir. La represión engendró más insurrección; y en 1640, un motín
de campesinos prendió la chispa en Barcelona, donde el virrey fue asesinado.
Olivares, eligiendo la línea dura, de palo y tentetieso, se lo puso fácil a los
caballeros Tamarit, a los canónigos Claris -aquí siempre tenemos un canónigo en
todas las salsas- y a los extremistas de corazón o de billetera que ya
entonces, con cuentas en Andorra o sin ellas, se envolvían en hechos diferenciales
y demás parafernalia. Así que hubo insurrección general, y media Cataluña se
perdió para España durante doce años de guerra cruel: un ejército real
exasperado y en retirada, al principio, y un ejército rebelde que masacraba
cuanto olía a español, de la otra, mientras pagaban el pato los de en medio,
que eran la mayoría, como siempre. Que España estuviera empeñada en la guerra
europea dio cuartel a los insurgentes; pero cuando vino el contraataque y los
tercios empezaron a repartir estiba en Cataluña, el gobierno rebelde se olvidó
de la independencia, o la aplazó un rato largo, y sin ningún complejo se puso
bajo protección del rey de Francia, se declaró súbdito suyo (tengo un libro
editado en Barcelona y dedicado a Su Cristianísima Majestad el Rey de Francia,
que te partes el eje), y al fin, con menos complejos todavía, lo proclamó conde
de Barcelona -que era el máximo título posible, porque reyes allí sólo los
había habido del reino de Aragón-. Cambiando, con notable ojo clínico, una
monarquía española relativamente absoluta por la monarquía de Luis XIV: la más
dura y centralista que estaba naciendo en Europa (como prueba del algodón,
comparen hoy, cuatro siglos después, el grado de autonomía de la Cataluña
española con el de la Cataluña francesa). Pero a los nuevos súbditos del rey
francés les salió el tiro por la culata, porque el ejército libertador que vino
a defender a sus nuevos compatriotas resultó ser todavía más desalmado que los
ocupantes españoles. Eso sí, gracias a ese patinazo, Cataluña, y por
consecuencia España, perdieron para siempre el Rosellón -que es hoy la Cataluña
gabacha-, y el esfuerzo militar español en Europa, en mitad de una guerra
contra todos donde se lo jugaba todo, se vio minado desde la retaguardia.
Francia, que aspiraba a sucedernos en la hegemonía mundial, se benefició cuanto
pudo, pues España tenía que batirse en varios frentes: Portugal se sublevaba,
los ingleses seguían acosándonos en América, y el hijo de puta de Cromwell
quería convertir México en colonia británica. Por suerte, la paz de Westfalia
liquidó la guerra de los Treinta Años, dejando a España y Francia enfrentadas.
Así que al fin se pudo concentrar la leña. Resuelto a acabar con la úlcera,
Juan José de Austria, hermano de Felipe IV, empezó la reconquista a sangre y
fuego a partir del españolismo abrumador -la cita es de un
historiador, no mía- de la provincia de Lérida. Las atrocidades y abusos
franceses tenían a los catalanes hartos de su nuevo monarca; así que al final
resultó que antiespañol, lo que se dice antiespañol, en Cataluña no había
nadie; como suele ocurrir. Barcelona capituló, y a las tropas vencedoras las
recibieron allí como libertadoras de la opresión francesa, más o menos como en
1939 acogieron (véanse fotos) a las tropas franquistas. Tales son las
carcajadas de la Historia. La burguesía local volvió a abrir las tiendas, se
mantuvieron los fueros locales, y pelillos a la mar. Cataluña estaba en el
redil para otro medio siglo.
[Continuará].
[Continuará].
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